Solía ver en la piscina del MIT a un compañero de mayor edad casi a diario. Me dijo que era un profesor de lengua jubilado. Hoy le he visto de nuevo en el vestuario después de mucho tiempo y hemos mantenido una conversación acerca de la inseguridad, un tema sobre el que he estado pensando.
El problema de la inseguridad es que, si somos demasiado inseguros, no crecemos, porque el miedo al fracaso nos paraliza —le he dicho de forma inesperada—. Por otra parte, si no tenemos inseguridad, entonces tampoco crecemos, porque tenemos una cabeza tan grande que somos incapaces de reconocer nuestros fallos.
—En el equilibrio está la solución —ha respondido el profesor emérito. Entonces yo he añadido: —Pero, si estamos en el centro, tenemos que movernos hacia los lados y oscilar un poco para saber que estamos centrados.
—A veces es posible perderse en el medio —me ha contestado. Ambos nos hemos quedado en silencio y he terminado de guardar mis cosas.
Entonces, mientras me ataba los cordones de mis zapatos, he exclamado: —“Mentores”. Pero todos los mentores tienden a marcharse conforme nos hacemos mayores.
El profesor emérito, tras una pausa, ha respondido: —Sí, porque ya no los necesitas.
Le he dado la mano y le he dicho: —Gracias por su lección.
El profesor ha sonreído mientras se ponía los calcetines y los zapatos, y he salido del vestuario pensando: “El ejercicio es realmente bueno para el corazón”
Esta carta aparece en la última página de “Las leyes de la simplicidad” de John Maeda, un librillo de apenas cien sustanciales páginas.
La historia de estas últimas décadas corre muy deprisa, la intensidad del presente apenas deja espacio para coger aire y retirarnos del continuo bombardeo de estímulos. Es costumbre aceptar lo nuevo como lo bueno, lo reciente como lo relevante. La tecnología acelera los tiempos y la obsolescencia se convierte en la garantía de que lo último que se compra ya tiene fecha de caducidad.
Es complicado distinguir los diferentes valores de unas generaciones y otras, cuando el presente continuo impone un ritmo acelerado, cuando los sucesos se suceden con rapidez, cuando la información nos desborda en su mentira o en su inutilidad, cuando el consumo es compulsivo e inmediato
Una buena dosis de egocentrismo forma parte de cualquier generación, que en sí misma no se percibe porque alegremente señala a la anterior como peor con su dedo prepotente. Los jóvenes lo hacen con los niños, los adultos con los jóvenes y los mayores con los precedentes. Parece que exista un territorio muy común en el que abunda el desprecio por lo que se ignora, independiente de toda generación.
Es complicado distinguir los diferentes valores de unas generaciones y otras, cuando el presente continuo impone un ritmo acelerado, cuando los sucesos se suceden con rapidez, cuando la información nos desborda en su mentira o en su inutilidad, cuando el consumo es compulsivo e inmediato. Pero es bastante más complicado identificar, reconocer y valorar la experiencia, esa que se ha forjado en el esfuerzo continuo y que ha dejado una huella en la bondad o en el progreso. Así se indicaba en una columna anterior, “Viejos de mierda” cuando observa que hoy cumplir más años y obtener el caudal de la experiencia carece de valor en los tiempos en que todo es efímero. Los números económicos acompañan este argumento, la gente vive más años después de jubilarse, al tiempo que los que aportan al estado son menos.
Si pensamos en un emprendedor, es decir lo que siempre ha sido un empresario, enseguida viene la imagen de alguien joven, menor de cuarenta años, que viste informal y usa una jerga repleta de anglicismos, que vive el frenesí entre el mundo real y virtual. Para completar el tópico perfil lo vemos llegar con sus cascos en patinete eléctrico a su oficina, convertida en un espacio coworking. La ficción de vez en cuando ilustra la realidad, bastante más compleja y contradictoria. En “Abuelos nunca es tarde para emprender”, Santiago Requejo filma la vida de algunas personas mayores, que llegadas a su jubilación deciden emprender una nueva vida laboral.
Aunque las series de las diferentes plataformas tienen estratégicamente tasada la ideología políticamente correcta del entretenimiento, a veces se encuentran cosas diferentes. Es el caso de “El método Kominsky”, una comedia guionizada y producida por Chuck Lorre. Con un recorrido a veces ácido, a veces tierno sobre la vejez, se describe con humor esa edad aparcada por la sociedad, ignorada o despreciada por los medios de comunicación. Dos veteranos protagonizan esta historia en la que la edad les permite trabajar, amar y sufrir a veces con pasión, otras con diversión, otras con decepción. Sus diálogos son bofetadas de realidad, “es el cuarto funeral al que voy este mes. A nuestra edad se le llama vida social” suelta de modo despreocupado uno de los protagonistas. Chispeantes diálogos acompañados de escenas cinéfilas como cuando aparece Kathleen Turner como la exmujer de Michael Douglas. Al fin y al cabo solo han pasado treinta y cinco años desde que rodaran juntos “Tras el corazón verde”. Mientras tanto siguen las lecciones del viejo profesor que regenta su escuela de interpretación en las clases que imparte a sus alumnos, que resultan ser una variación de las enseñanzas de Konstantín Stanilavsky. En definitiva, las andanzas de dos viejos carcamales, que resultan entrañables, algo que sorprende en el extenso catálogo de productos culturales donde se discrimina esta edad.
A veces se entiende que la experiencia puede ser un gran valor. La edad no es ninguna limitación para la excelencia laboral, lo que si puede condicionar es el estado de salud o la falta de formación y motivación. Solo un ejemplo, Elenora Barona fundadora de mYmO, preside esta entidad de innovación social y el conocimiento de las personas mayores, pionera en el talento sénior y el diálogo intergeneracional. Uno de sus principios es “pensar en generaciones en lugar de edades”. Dos personas de la misma edad, una que lleva diez años en la empresa, otra que lleva seis meses, afrontan de distinto modo un problema. La edad puede ser o no un activo, dependerá de la actitud y las capacidades para el cambio y la adaptación.
Es cierto, “todos los mentores tienden a marcharse cuando se hacen mayores”. Palabras que expresan la conciencia del paso del tiempo, que suenan a despedida, pero también a legado. Quien tuvo la suerte de tener un buen profesor encontró algo muy valioso para toda su vida. Aprovecho el inicio de curso en algunas de mis clases para preguntar a mis estudiantes si recuerdan a lo largo de su larga vida académica a un “buen profesor,” sus testimonios son una página de excelencia para la educación y para la vida de quien los recuerda. El talento no queda encerrado, su brillo permanece. Alguien me dijo un día que un buen maestro lo es si tiene buenos discípulos, creo que estaríamos todos muy orgullosos de que la mayoría de nuestros alumnos fueran mejores que nosotros mismos.
Foto: mari lezhava