El hecho de que alrededor del 80% de los muertos por covid-19 sean mayores de 70 años ha hecho que el confinamiento de los denominados “adultos mayores” se transforme en el eje de controversias a lo largo del mundo en tiempos donde comienza a pensarse cómo se sale del aislamiento. 

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El gobierno de Macron aseguró que los mayores de 65 años debían continuar confinados más allá de la fecha de “fin de la cuarentena” y tuvo una respuesta monolítica de buena parte de los franceses que hasta advirtieron la posibilidad de un mayo en el que la única revolución sea la de las canas. Días después, el gobierno debió dar marcha atrás; en Reino Unido, al menos hasta el momento en que escribo estas líneas, la posibilidad de un confinamiento selectivo para los mayores estaba en estudio pero, en Alemania, Ángela Merkel aseguró que encerrar a los mayores para regresar a la normalidad era inaceptable desde el punto de vista ético y moral. Del otro lado del océano, en Argentina, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires, al igual que sucediera con Macron, debió retroceder con la iniciativa de establecer un sistema de permisos de salida riguroso para mayores de 70 años cuyo incumplimiento sería penado.     

A nivel conceptual, al momento de defender o atacar la medida, hay mejores y peores argumentos esgrimidos tanto por los gobiernos como por los afectados. Estos últimos utilizan, naturalmente, razones vinculadas a los derechos individuales y a cierto universalismo o principio de generalidad por el cual seleccionar a un individuo o grupo específico en detrimento de otros o en detrimento del resto de la sociedad, supondría una medida claramente discriminatoria. Pero no faltaron quienes, más acorde a los tiempos, han enarbolado una defensa de los mayores en nombre de la identidad de un grupo vulnerable. Allí empiezan a aparecer algunos problemas porque dentro del grupo “mayores”, los varones son visiblemente más afectados que las mujeres y todavía no se sabe con exactitud a qué se debe. Con todo, esta evidencia trae tensiones porque si se trata de un asunto, llamemos, “biológico”, se mostraría que el lenguaje y la construcción cultural tienen límites objetivos; pero si esta vulnerabilidad no estuviera asociada a lo biológico sino a hábitos como los excesos o el deterioro físico por trabajo arduos, se acercaría evidencia para afirmar que el capitalismo (o los mandatos patriarcales) también afectan a varones. De aquí se seguiría un deber de propiciar políticas públicas de discriminación positiva sobre ellos o, al menos, sobre un sector de ellos. 

Cumplir más años y eventualmente obtener el beneficio de la experiencia no tiene ningún valor en tiempos donde reina lo efímero. De hecho hoy ya nadie busca la inmortalidad en sí misma sino que, en todo caso, lo que se busca es la continuidad (eterna) de la juventud

Por parte de los gobiernos, en líneas generales, el argumento es utilitarista, y se expone en términos de llevar adelante acciones que favorezcan a la mayoría, aun cuando ello afecte a individuos o grupos particulares. Todos son argumentos atendibles pero a mí me interesaba posarme en la vejez como problema, ya que la desgracia de que esta pandemia ataque con tanta virulencia a quienes tienen más edad, vuelve a poner el eje en las dificultades que tienen las sociedades actuales para encarar el desafío de convivir con el envejecimiento de un sector de la población.

Es que más allá de la circunstancial pandemia que, más temprano o más tarde, algún día terminará, la situación de “los viejos” suele ser encarada desde la perspectiva económica, especialmente a partir del desequilibrio económico que genera que, sea por la baja en la tasa de natalidad en Europa, sea por la pauperización y la informalidad laboral en los países en vías de desarrollo, las cuentas de los sistemas previsionales no cierren. Porque con un promedio de edad que supera los 80 años, los jubilados reciben, por su condición de tal, durante prácticamente 20 años, un estipendio que los aportes de los sectores activos no logran cubrir. Dicho más fácil: la gente vive más tiempo después de jubilarse y los trabajadores que aportan son menos. Matemática básica. No se puede autosustentar. Las soluciones que se han dado a este desafío varían de país en país, desde subir la edad de jubilación hasta sistemas de capitalización privado pero se trata de parches y, en algunos casos, el remedio es peor que la enfermedad ya que subir la edad de la jubilación impide que haya trabajo para los más jóvenes y los sistemas de capitalización privada no han obtenido mejores resultados ni para el individuo ni para la comunidad, tal como lo demostró el caso argentino.

A propósito, entonces, de la vejez como problema, vino a mi mente una novela corta, llamada Diario de la guerra del cerdo, publicada, justamente, por un argentino en 1969: Adolfo Bioy Casares. El dato no es menor porque si bien parece ambientada en los años 40, momento en el que en Argentina irrumpía el peronismo, también puede leerse como una reacción al avance de las ideas socialistas y a esta reivindicación de la juventud por la juventud misma que fue tan potente en los años 60, como si haber nacido después que otra persona supusiera un mérito. 

En la novela, “la guerra al cerdo” es como denomina un diario a la persecución que los jóvenes realizan sobre los viejos. El protagonista es un hombre que está cercano a “hacerse viejo” y relata, en forma de diario personal, los hechos que se van sucediendo: golpizas, secuestros, persecuciones y asesinatos a viejos por su condición de viejos. Nunca queda del todo claro por qué lo hacen. Por momentos parecen razones morales, por ejemplo cuando se manifiesta el desprecio que tienen los jóvenes por las actitudes lascivas que puede tener un viejo con una jovencita. Pero también se dice que puede obedecer a cuestiones económicas vinculadas al problema demográfico o, simplemente, a la intolerancia de una generación que está acelerada y ya no puede aceptar las torpezas propias de quienes tienen más edad. 

Esto se puede conectar con algunas de las ideas expresadas por Simone de Beauvoir en La vejez, publicado, justamente, un año después que la novela de Bioy Casares. Allí ella afirma: 

“Si los viejos manifiestan los mismos deseos, los mismos sentimientos, las mismas reivindicaciones que los jóvenes, causan escándalo; en ellos el amor, los celos, parecen odiosos o ridículos, la sexualidad repugnante, la violencia irrisoria. Deben dar ejemplo de todas las virtudes. Ante todo se les exige serenidad; se afirma que la poseen, lo cual autoriza a desinteresarse de su desventura. La imagen sublimada que se propone de ellos es la del Sabio aureolado de pelo blanco, rico en experiencia y venerable, que domina desde muy arriba la condición humana; si se apartan de ella, caen por debajo; la imagen que se opone a la primera es la del viejo loco que chochea, dice desatinos y es el hazmerreír de los niños. De todas maneras, o por su virtud o por su abyección, se sitúan fuera de la humanidad. Es posible, pues, negarles sin escrúpulo ese mínimo que se considera necesario para llevar una vida humana”.

Sin embargo, volviendo a la novela, Bioy Casares, en un pasaje extraordinario, le hace decir a uno de sus protagonistas algo que la autora de El segundo sexo también advertiría en su libro. Casi en clave psicoanalítica, uno de los protagonistas de la novela afirma: “Hay un nuevo hecho irrefutable: la identificación de los jóvenes con los viejos. A través de esta guerra entendieron de una manera íntima, dolorosa, que todo viejo es el futuro de algún joven. ¡De ellos mismos tal vez! (…) En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser. Un odio bastante asustado”.

Probablemente haya muchas razones para explicar por qué la vejez aparece hoy como problema, y nótese que en estas últimas líneas comencé a hablar de “viejos” porque es tanto el espanto que nos provoca la vejez que debemos nombrarla con eufemismos como “los abuelos” (a pesar de que muchos no han dejado descendencia), los “adultos mayores” (que evidentemente parecen que son mayores que los adultos que se definen por ser “no mayores”), etc. Pero no son ni abuelos ni son adultos mayores. Son viejos y, en general, se los trata como viejos de mierda. Porque en una cultura donde impera el musculito, el verse bien, la velocidad y la juventud, a un viejo no le queda otra que ser un viejo de mierda. 

Sobre todo porque ser viejo es sinónimo de improductivo y aquí podemos permitir cualquier cosa menos dejar de ser activo. Por eso el viejo es un descartado y no compite en igualdad de condiciones ni siquiera en las nuevas políticas de la identidad. Es que, en la carrera meritocrática por ver qué grupo es más víctima, los viejos pierden ya que, al no producir y al ver mermada su capacidad de consumir, quedan fuera de la competencia. Por eso, incluso quienes defienden el uso del lenguaje inclusivo, excluyen a los viejos. No los llaman “les viejes” ni “les abueles” ni “les adultes mayores”. Tampoco se habla de “les infectades” cuando hacen referencia a los afectados por el covid-19 probablemente porque la mayoría de los que mueren son viejos y son viejos de mierda porque además de viejos son pobres. De hecho, por el tipo de jubilación a la que acceden, en buena parte del mundo, ser viejo es sinónimo de ser pobre. De aquí que la gerontofobia, el desprecio por los viejos, sea quizás, más bien y sobre todo, una aporofobia, un desprecio por los pobres. 

Además los viejos tampoco entran en el tipo de representación clásica en tanto extrabajadores porque como también indica De Beauvoir, “el interés de los explotadores es quebrar la solidaridad entre los trabajadores y los improductivos de modo que éstos no sean defendidos por nadie (…) Los viejos, que no constituyen ninguna fuerza económica, no tienen los medios de hacer valer sus derechos”. 

Por ello, en tanto nuestra cultura nos evalúa según nuestra producción, ser viejo es una carga, una sobrevida inmerecida. Podemos tolerar que cumpla 65 años si sigue produciendo, esto es, si no se asume como viejo, o sea, si sigue produciendo como si fuese joven. Su “sobrevida” tiene que ver con la negación de lo que es. Sobrevivirá por no ser lo que es, por ocultarlo. Los propios viejos dicen sentirse bien si producen como lo hacen los jóvenes. No hay nada en el ser viejo en sí mismo que sea virtuoso. La única virtud está en poder ser como un joven. No se valora lo que se es sino lo que permite que no se vea lo que verdaderamente se es.

Cumplir más años y eventualmente obtener el beneficio de la experiencia no tiene ningún valor en tiempos donde reina lo efímero. De hecho hoy ya nadie busca la inmortalidad en sí misma sino que, en todo caso, lo que se busca es la continuidad (eterna) de la juventud. 

Para concluir, una última reflexión: siempre solemos decir que no podemos saber quiénes somos si no recuperamos nuestro pasado, nuestra historia. Por supuesto que esto es verdadero. ¿Pero por qué nos desinteresamos de lo que vamos a ser? Esa es la pregunta que se hace De Beauvoir cuando indica “No sigamos trampeando: en el futuro que nos aguarda está en juego el sentido de nuestra vida; no sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos: reconozcámonos en ese viejo, en esa vieja”. 

Si logramos reconocernos en ese otro viejo puede que actuemos diferente a como actuaron los jóvenes de la novela de Bioy Casares; puede que tengamos algo menos de odio a aquel viejo de mierda que vamos a ser.

Foto: ???????? Janko Ferlič

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