Tengo un amigo que siempre dice que Cristo dio a la Iglesia el poder de perdonar los pecados, pero no el de cargar a los humanos con nuevas culpas. Tiene razón, entre otras cosas porque eso de inventar responsabilidades abrumadoras y acuciantes se nos da muy bien a los simples mortales, y habría sido excesivo encomendar a nadie la garantía de celo, tan farisaico por otra parte, en el cumplimiento de una función que resulta tan placentera a quienes se regodean en su buena conciencia y desprecian con saña al vulgo pendenciero y vicioso.
Cuando se analiza la manera en la que los observadores más inclinados a condenar a quien haga falta consideran la situación del mundo contemporáneo enseguida se ve que abundan las miradas pesimistas, los que adivinan desastres y amenazas sin cuento, los que aseguran que o se hace lo que ellos dicen o no habrá que esperar al infierno para sufrir de manera indecible. Se trata de los pesimistas, esa gente empeñada en que todo va mal, los que se apresuran a negar la libertad, en especial la de pensamiento, y a imponer penitencias a los que no comparten sus torvos presagios. Tanto da que sean conservadores como progresistas: los primeros no se hartan de hablar de la crisis de valores en que vivimos, como si la moral fuese una rama de las finanzas con una Bolsa que sube y baja, solo que para ellos siempre va mal, más que Bolsa es un abismo. Los progresistas, por su parte, necesitan repetir que todo está en retroceso, que la desigualdad avanza, que la pobreza crece, que el clima se destruye, que se destroza el planeta, y que la vida no vale nada, y lo hacen para que les demos la razón y les dejemos dirigir el mundo a su antojo.
Los pesimistas se ven forzados a afirmar que todo va mal, a decir que la democracia liberal es insuficiente, a proclamar su desprecio a la libertad efectiva de los ciudadanos prometiendo liberarles de unas cadenas que tienen un fortísimo coeficiente de fantasía, como el machismo, la emergencia climática o la falta de diálogo
Es pasmoso que cuando no ha existido en toda la historia humana un mundo más apto para lograr una vida feliz, una mayor porosidad social, y mayores oportunidades para todos, cuando el hambre ha desaparecido en (casi) todo el mundo, cuando la duración media de la vida personal alcanza cifras impensables tan solo hace décadas, y cuando existen mayores libertades que nunca, haya individuos que se dediquen, por ejemplo, a detectar amenazas sin cuento en el futuro de los (muy pocos) recién nacidos Nunca un niño ha tenido mejor salud y esperanza de vida que los nacidos en 2019, pero unos científicos acaban de descubrir que, si continuamos sin tomar en serio su exagerado catastrofismo, nuestros hijos y nietos sufrirán daños irreversibles durante toda su vida. El pesimismo, como se ve, da para mucho, está creando nuevas ciencias, como está predicción de enfermedades futuras, además de que sirve para asustar al más pintado.
Oakeshott decía, un poco en broma, que cómo iba a ser posible predecir el futuro si ni siquiera había manera de adivinar qué tipo de sombreros se pondrían las señoras en la siguiente temporada, pero los pesimistas no se permiten semejantes frivolidades porque, no lo olvidemos, creen que el porvenir mismo del hombre está en juego y que nuestra capacidad para adaptarnos y superar las dificultades se ha terminado de manera definitiva.
Como decía Luis Gómez hace solo unos días, la economía de libre mercado tiene un problema, porque la prosperidad que trae consigo hace creer a los profetas de desgracias, y en especial a los colectivistas que desprecian con descaro los derechos individuales (los únicos imprescindibles para vivir una vida digna), que esta sociedad de la abundancia es la base perfecta para conseguir que tengan éxito sus ensoñaciones igualitarias e intervencionistas, es decir que convencidos, por fin, de que la revolución es incapaz de crear riqueza y bienestar, se disponen a convertirse en jerarcas chinos del capitalismo gobernando para el bien común desde sus dachas, aprovechándose de que hay productividad y se generan y distribuyen toda clase de bienes. Pero para conseguir esa ansiada posición deben convencer a los más incautos de que los recortes han acabado con la sanidad pública, de que ir a la universidad es imposible para la mayoría, de que las becas son inexistentes o de que las mujeres viven sometidas en una especie de granja brutal administrada por una manada de bárbaros violadores. No parece probable que mucha gente se tome en serio este tipo de descripciones de la vida que vivimos, pero el caso es que funciona, da votos y permite una propaganda más insistente que nunca al insobornable grito de “leña al mono hasta que se aprenda el catecismo”.
Cualquiera que dijese que los coches son peores que antes, los ordenadores más lentos y caros, la comida más escasa y que han desaparecido los hospitales, será tomado por idiota, pero la habilidad de los pesimistas consiste en transformar esas evidencias sometiéndolas a pruebas cada vez más exigentes, presentándolas en escenarios confusos y amenazantes, sin dejar, en ningún caso, que la experiencia pueda contradecirlos. Así se afirmará que los automóviles están acabando con la calidad del aire que respiramos, que las redes sociales potencian el fascismo (compendio infernal de todos los males sin mezcla de bien alguno, pero del que cabe librarse con solo llamar fascista a otro), que la comida está envenenada, produce obesidad y toda clase de trastornos, y que las listas de espera en los hospitales son cada vez más insoportables.
Los progresistas, en particular, han conseguido convertir la cualidad que se adjudican, y cuya verosimilitud deriva del único progreso evidente que es el de la tecnología y los mercados competitivos, en una mercancía que se vende muy bien en el clima de amenazas que propicia su catastrofismo. Se ven forzados a afirmar que todo va mal, a decir que la democracia liberal es insuficiente, a proclamar su desprecio a la libertad efectiva de los ciudadanos prometiendo liberarles de unas cadenas que tienen un fortísimo coeficiente de fantasía, como el machismo, la emergencia climática o la falta de diálogo. La maniobra es burda, pero engaña a muchos, porque siempre se refiere a zonas de la realidad que, por supuesto, muestran deficiencias, pues es evidente que existen crímenes sexuales, atentados al medio ambiente o gentes que no se conforman con lo que les toca en el juego político y pretenden convertir sus demandas en la regla dorada con la que evaluar cualquier forma política.
Deberíamos saber librarnos de los sofismas de quienes no saben apreciar los progresos reales de que disfrutamos en todos los órdenes y de quienes no saben hacer otra cosa que ponernos delante de las narices defectos que afean el panorama pero que no pueden considerase generales sin grave atentado al buen sentido. Estos sujetos que viven de ocultar lo mejor con lo peor son los maestros de la mentira y los campeones de la manipulación. Juegan con los sentimientos de todos y tratan de convencernos de nuestra condición pecadora para imponernos la penitencia de obedecer sus consignas. Si lo hiciéremos, pronto aprenderíamos que, aunque hubiésemos llegado a la igualdad que propugnan, unos seguirían siendo más iguales que otros y ya imaginan quienes sacarían suculenta tajada de esa paradoja orwelliana.
Foto: Geralt