Un abogado francés escribió en 1864 una furiosa sátira política contra Luis Napoleón Bonaparte –único presidente de la Segunda República Francesa y autoproclamado Napoleón III, Emperador de los Franceses, mediante un autogolpe–. Se llamaba Maurice Joly y su obra, Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu. Es una conversación ficticia que tiene lugar en el más allá. El jurista francés expone una defensa de la separación de poderes como único medio de garantizar la libertad política de los ciudadanos. El realista político florentino, por su parte, le muestra cómo un hombre puede llegar a derribar la más consolidada de las democracias y erigirse en tirano mediante el uso fraudulento de las instituciones. “Ved cómo los pueblos retornan a la barbarie por el camino de la civilización”, le dice Maquiavelo a Montesquieu.
En este aciago 2020, el Gobierno de España sigue con determinación este manual de instrucciones que marca el camino hacia una autocracia bonapartista. Una semana tras otra –desde hace meses– el ordenamiento jurídico que presumimos vigente es violado por el poder Ejecutivo, por el poder Legislativo o por una acción conjunta de ambos en unidad de poder. En el momento de escribir estas líneas están suspendidas la libre circulación, la libertad de empresa, la de reunión, la igualdad ante la Ley. Al mismo tiempo, el Gobierno lanza ataques repetidos y explícitos a la libertad de expresión, a la inviolabilidad del domicilio, a la libertad de enseñanza. Y con una acometida insólita en el mundo, pretende liquidar la garantía de recibir instrucción pública en español en España.
El hecho de que un poder constituido –como es el Ejecutivo– se haya erigido en poder constituyente es, por sí mismo, la más terrible amenaza a la libertad política
Todo ello es, por supuesto, justificado por Moncloa como acciones que persiguen el bienestar de la población. El autoritarismo desplegado por el Ejecutivo ha sido contestado por el Legislativo con un aplauso del que sólo se han desmarcado 53 diputados. Vivimos una carrera de elusión de responsabilidades. Nadie en España asume la responsabilidad inherente al poder del que está investido en virtud del cargo público que ocupa. Esto sucede en los dos sentidos del término, el de las obligaciones y el de la asunción de las consecuencias de los actos. Los poderes del Estado han dejado de someterse a la Ley y la Ley no da señales de tener capacidad para caer sobre los que así se rebelan contra el ordenamiento. Ante este estado de cosas, sólo cabe concluir que el Estado de derecho está quebrado y que los ciudadanos están indefensos y a merced de un poder que ha sometido a la Ley.
El sometimiento del poder a un ordenamiento jurídico es lo que distingue a la civilización de la barbarie. Donde sucede al contrario y es el poder el que somete a la legislación, la civilización retorna a la barbarie, la jungla en la que la única ley es la voluntad del poder. Y aquí es donde ha llegado España en una travesía de apenas diez meses. En este momento, todo está sometido a la arbitrariedad de un hombre sin escrúpulos que a lo largo de su carrera ha demostrado de forma indubitable que está dispuesto a cometer cualquier felonía que le provea de una semana más de poder.
El Gobierno está dictando una pléyade de nuevas normas con las que está constituyendo un ordenamiento paralelo que está en conflicto con el preexistente. Pero las instituciones fingen que no hay conflicto. Este hecho tiene su origen en la discordia no resuelta de la llamada Ley de Violencia de Género. Esta normativa viola varios artículos de la Constitución con el aval y visto bueno del Tribunal Constitucional. Así tenemos dos ordenamientos en los que el cumplimiento de uno implica la violación del otro. Lo que hace Moncloa desde hace meses es repetir este escenario una y otra vez. Dado que una ley ha podido violar e imponerse a la Constitución, nada impide reiterar este escarnio jurídico tantas veces y en tantos ámbitos como le apetezca al Gobierno y a sus socios.
Esta situación escala en la misma proporción en la que el poder del Ejecutivo acrece en la medida en que devora los poderes que deberían frenarlo, pero que carecen de energía para hacerlo. El resultado es que el Gobierno pretende cambiar la Constitución mediante fórmulas legales de rango inferior, para lo que utilizará las que en cada momento se acomoden mejor a sus propósitos. Este es el proceso constituyente al que hizo referencia el ministro de Justicia en el Congreso el pasado 10 de junio. Moncloa ha puesto en marcha unilateralmente un proceso constituyente por la puerta de atrás y no hay una sola institución del Estado que salga en defensa del ordenamiento vigente. Las instituciones españolas no funcionan.
Pero nada de esto lo hace el Gobierno en soledad. Cuenta con la connivencia de las Cortes con la sola salvedad de 53 diputados. La bancada azul está acompañada por sus socios y por los grupos parlamentarios del PP y Ciudadadanos, que han optado por apoyarle con los hechos mientras denuncian en la calle con desvaríos lo que no tienen la entereza de defender desde el escaño.
El hecho de que un poder constituido –como es el Ejecutivo– se haya erigido en poder constituyente es, por sí mismo, la más terrible amenaza a la libertad política. Sólo un designio mueve a un Gobierno a convertirse en dictador de las reglas del juego político y es atrincherarse en el poder para no desalojarlo nunca.
Aún estamos a tiempo de revertir esta situación. La violencia con la que Moncloa golpea las libertades y los derechos de los ciudadanos no se va a detener por sí misma. El Ejecutivo no va a desistir voluntariamente de sus objetivos y menos aún va a hacerlo tras la rendición de la mitad de la oposición. La responsabilidad debe volver a los dos grupos opositores que la han abandonado. No hay nada que sea más importante que impedir que este Gobierno culmine el usurpador proceso constituyente que ha puesto en marcha hace meses. Si la oposición sigue dividida a galgos y podencos, acabará devorada por los lobos. Sólo hay dos opciones, civilización o barbarie. Y una vez afianzada de nuevo la civilización, habrá llegado ya la hora de que sean los ciudadanos los que establezcan unas reglas del juego que impidan que un hombre pueda llegar a henchirse de poder hasta arrastrar a los ciudadanos a la barbarie.
Foto: La Moncloa