Se ha hecho bastante común considerar que el recurso a lo emocional se está convirtiendo en el (mal) denominador común de casi todas las políticas. Merece la pena detenerse en este asunto, porque el mundo parece atacado por una gran variedad de acciones violentas (Chile es tal vez el caso más notable, por cercano y eruptivo), y no es difícil poner ambas observaciones en una relación bastante directa.
Lo que se suele argumentar es que la acción política tiende a remitirse a relatos que buscan captar la voluntad y la emoción del ciudadano antes que proponerle alternativas más complejas, es decir que, se sepa o no, se trata de evitar cualquier debate racional y, por supuesto, de ahuyentar el menor rasgo de espíritu crítico y de escepticismo ideológico para conseguir adhesiones inquebrantables (como se decía en tiempos ya muy lejanos) siempre vinculadas a planteamientos maniqueos cuya justificación se supone de índole moral.
Si las cosas fueren así, y en alguna medida lo son, estaríamos ante algo tan viejo como la política, ante lo que siempre se ha llamado demagogia, una peste que nunca ha dejado de producir sus desastrosos efectos. Ahora, además, hay elementos nuevos y distintos a los de cualquier querella del pasado, me parece, y, si estoy en lo cierto, es algo que se escapa a ese tipo de análisis del discurso político.
La nueva moralidad pública se concreta en una ecologismo cada vez más exigente, en el feminismo radical, en la creencia de que podremos lograr el paraíso en la tierra, con tal de que seamos capaces de anonadar a los diversos tipos de negacionistas
Empezaré con lo más elemental, que es una cuestión de magnitudes. En comunidades pequeñas y que comparten un alto nivel de creencias y actitudes morales, el discurso del demagogo no tiene demasiadas oportunidades de triunfar. Ahora estamos, en efecto, ante el caso contrario, en sociedades de dimensiones enormes, casi incontrolables, con un tráfico mercantil, informativo y cultural que está fuera de cualquier esquema clásico y que ha roto casi por completo cualquier asomo de vigencia de lo tradicional y, desde luego, casi todo lo que pudiera recordar a una cierta concordia moral.
En estas condiciones y se reconozca o no, se produce lo que podríamos llamar una politización de la existencia, un fenómeno que implica, sobre todo, dos consecuencias bastante sorprendentes. La primera es que la política se hace cargo de la moral y deja de ser un asunto que afecte únicamente a cuestiones de carácter público distinguibles, como tales, de las privadas, la más importante de las cuales es, desde luego, la conciencia moral individual y la libertad que ello exige. En consecuencia, el poder dicta la moralidad, y el Estado se convierte en el único profeta.
La segunda consecuencia es la otra cara de la moneda de esta anulación estatista del parecer individual, de cualquier libertad. Como no hay distinción entre lo privado y lo público, lo público no se limita a mediar e intervenir en las relaciones entre individuos, sino que, convertido en una fuerza muy poderosa e invasiva, se dedica a ejercer una inmensa presión a favor de la sumisión universal ante los dogmas morales que actúan como impulsores de la emocionalidad política. La moral política adquiere, entre los más aguerridos, las connotaciones de emotividad de una creencia religiosa.
No hay que ser un genio para ver que, a día de hoy y de forma casi universal, esa nueva moralidad pública se concreta en una ecologismo cada vez más exigente, en el feminismo radical, en la creencia de que podremos lograr el paraíso en la tierra, con tal de que seamos capaces de anonadar a los diversos tipos de negacionistas, y en una continua reclamación sobre las desigualdades, reales o supuestas, de forma que un Estado cada vez más interventor llegue a ser el administrador universal y, en el colmo de sus poderes, en lugar de cobrarnos impuestos acabe dándonos a todos un patrimonio económico suficiente, como ha sugerido Piketty, al proponer la superación de la propiedad privada para edificar una sociedad justa sobre la base de lo que llama socialismo participativo, por decir algo.
Este tipo de políticas se inspira, a mi modo de ver, de forma muy clara, en el modelo chino de compatibilidad entre capitalismo y comunismo, sin que apenas se repare en que resulta imposible imaginarlo sin un coeficiente extraordinario de desigualdad ante la ley y ante su garante, el partido-gobierno, una circunstancia que muchos parecen considerar soportable, como se ha podido comprobar en la aceptación de las discriminaciones legales introducidas en las relaciones entre hombres y mujeres.
El discurso que considera que el paraíso es posible, que todos los problemas tienen una solución justa y social (en la misma línea del Marx que se despreocupó por completo de cómo funcionaría la economía del paraíso proletario), supone una oposición radical entre buenos y malos, entre quienes están dispuestos a facilitar la llegada del reino y los canallas que lo impiden por su egoísmo y su insensibilidad. Como tal, esa forma de enjuiciar lo que ocurre incita a la violencia, un elemento que ha estado presente en cualquier convulsión, pero que Hegel convirtió nada menos que en partera del progreso. Como lo expresó Gilson: ‘‘”La guerra ‑dice Hegel‑ no es un accidente’’, sino un elemento ‘‘por el cual recibe el carácter ideal de lo particular su derecho y realidad’’. Se trata de ideas real y verdaderamente asesinas; aún no se ha vertido toda la sangre de que son responsables”.
El crecimiento incontrolable de lo público es el fenómeno más característico e inquietante de la historia moderna. Al convertirse el Estado en un Dios providente, los ciudadanos tienden a rendirle culto y a exigirle resultados, y cuando no parece capaz de proveer según una demanda siempre creciente, la tentación de tomar el cielo por asalto se hace sugestiva para quienes se consideran indignados por la desigualdad insoportable que les atribula. Esa es la droga alucinógena que permite pasar de una protesta por la subida del Metro a destrozar cuanto se ponga por delante, es la irritación por la negación y el retardo del Paraíso.
Esos discursos de la indignación se hacen sentimentales porque no hay forma de racionalizarlos, pero lo decisivo no es su sentimentalidad, sino la inmensa mentira que encierran, su atentado al derecho que la razón tiene a manejarse con conjeturas y refutaciones, a desmentir una y otra vez las ensoñaciones que siempre han conducido a la barbarie y la tragedia, a mayor pobreza y mayor humillación, al infierno.
Foto: ractapopulous