Escribo cuando aún se desconoce en gran medida el resultado de los pactos entre partidos para ocupar alcaldías y algunas presidencias autonómicas. Por lo que se oye, se trata de pactos que van a producir algún descontento, pero suele olvidarse que un cierto nivel de insatisfacción es ingrediente inevitable de cualquier pacto, puesto que pactar es ceder más que conseguir, y eso es lo que diferencia al pacto de la victoria, que el adversario no se rinda y consiga sacar tajada.

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No me parece que entrenarse en el pacto sea mala cosa. Al fin y a la postre, pactar es lo propio de la política, lo que la diferencia de la guerra. Lo interesante no es que haya pactos, los resultados electorales obligan a que los haya, sino si los pactos son creativos, si sirven para fortalecer la trama política y favorecen, en consecuencia, ciertos intereses comunes, o si, por el contrario, acaban siendo meros apaños para el mejor lucimiento de los firmantes.

En la memoria de los españoles de mi edad figura de forma casi indeleble una magnífica pintura velazqueña que se conoce como “La rendición de Breda” o “Las Lanzas” y trata de fijar el momento en el que la ciudad de Breda se rinde al asedio inteligente y tenaz de Ambrosio de Spínola que dirigía las tropas enviadas por Felipe IV. El cuadro llama la atención por la forma elegante en la que se saludan el vencedor y el vencido y parece que esa cortesía obedecía al respeto de las tropas españolas al valor y entrega de quienes defendían la ciudad. No es que la guerra de entonces, la de los ochenta años en este caso, no fuese violenta y cruel, pero la imagen nos trasmite un sentimiento de concordia que tendemos a estimar incoherente con la guerra, que entonces, como ahora, era, sin duda, la continuación de la política por otros medios.

No hay pactos ‘contra natura’, y bueno sería que aprendiésemos esa lección de una vez por todas, evitando al máximo la excusa antipolítica por excelencia, la del cordón sanitario

Lo que me gustaría indicar es que entre rendiciones y pactos no hay tanta distancia como pareciera, tanto en una guerra civilizada como en la política ordinaria. Lo primero que tienen en común los pactos y las rendiciones es que son provisionales, que no hay nada definitivo, y la plena conciencia de ese carácter provisional debiera llevarnos a pactos inteligentes y a rendiciones de conveniencia.

Una herencia espuria de la cultura política autoritaria tiende a presentar los pactos como pasteleo, como traiciones, porque para algunos no existe victoria sin aniquilación del otro, sin hacer que el adversario sea un enemigo eterno que ha de ser aniquilado. Pero no puede haber política sin atenuar esa oposición primaria entre amigos y enemigos, sin hacer que en lugar de enfrentar a muerte a las personas enfrentemos de la forma más inteligente posible las distintas ideas, para que sufran ellas en lugar de perecer nosotros, entre otras cosas porque las ideas, sobre todo si son buenas, nunca mueren.

Spínola y Justino de Nassau, gobernador de Breda, sabían que toda acción de guerra forma parte de un juego más amplio en el que nunca nada se da por perdido en forma definitiva, y por eso conviene comportarse con una elegancia de fondo que, además, rinde beneficios comunes porque a nadie convenía la destrucción de una ciudad que resultaba imposible de defender por más tiempo en ese momento.

Velázquez ha pintado una escena barroca, pero cuando el barroquismo se convierte en pura máscara, cuando la elegancia de los salones y de los gestos oculta una disposición alicorta, insincera, envidiosa y falsa, las ceremonias solo nos trasmiten confusión, oportunismo y estafa.

La predisposición de los políticos a decir hoy una cosa y mañana la contraria, a aplicar aquí una regla sabia y a considerarla allí como un delito, suele servir para mostrar el lado menos digno de la política, el pacto como pantalla de ambiciones sin fundamento (pues no lo tiene aquello que no se ha obtenido en las urnas) y el escamoteo de las verdaderas intenciones como forma de evitar el rechazo de los afectados.

Nos jugamos todos mucho en aprender a pactar, pero todavía nos falta mucha experiencia y algo de grandeza para que los pactos no acaben siendo pasto de maledicentes. Hay que comprender que no puede haber pacto sino entre rivales, pero que el objetivo del pacto ha de ser siempre la paz y el buen gobierno de lo que está en juego. Los pactos han de ser forzosamente locales, ligados a la circunstancia del lugar y del momento, porque, es muy fácil demostrar, por reducción al absurdo, que pactar entre iguales y en toda ocasión solo serviría para demostrar lo idiotas que son los que siendo iguales se esfuerzan en comparecer por separado, en entretenernos con disputas forzadas y artificiosas.

Por la misma razón, no hay pactos contra natura, y bueno sería que aprendiésemos esa lección de una vez por todas, evitando al máximo la excusa antipolítica por excelencia, la del cordón sanitario, una metáfora que oculta a duras penas la disposición a expulsar del terreno de juego al rival que se necesita para volver al maniqueísmo más primitivo, a una situación en que lo único lógico sería la guerra sin cuartel, una democracia en la que parte de los votantes,  y casi siempre una parte nada pequeña, debieran de ser privados de su derecho a elegir representantes. Cuando se dice que se ama a la patria, hay que amar a la única que en verdad existe, claro es que algunos patriotas son tan exigentes que prefieren su España imaginaria a la que puede causarnos pena y dolor, pero nunca desafecto.

Nuestra historia tiene un componente barroco muy importante, pero debiéramos esforzarnos en recoger lo mejor del barroquismo, su apuesta por el pacto y la palabra, sin reducirnos a lo peor, al trampantojo y la palabrería sin sustancia. Decía Gracián que no hay mayor desaire que el continuo donaire, y ese afán por ceder el último, por simular una entereza que no se tiene puede acabar cansando, porque ni es deshonroso pactar, ni hay que hacerlo siempre con la única excusa de lo inevitable. Pactar es escoger, y si no se sabe escoger, debiera ser absurdo presentarse a unas elecciones.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web