La política es esencialmente un esfuerzo por convivir, por entenderse, lo que supone una apuesta por buscar la paz y arrinconar la violencia, sin ignorar que siempre seguirán existiendo una diversidad de conflictos que requieren una constante actualización de los pactos políticos, recurrir una y otra vez a la conversación entre quienes representan distintas opciones para procurar fórmulas renovadas de acuerdo.

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Así entendida, la política funciona como un lenguaje y, como cualquier lengua, precisa atenerse a reglas básicas, aquellas que permiten que el habla lleve al entendimiento y aparte al máximo la confusión y el malentendido que pueden hacer que la conversación sea imposible y la convivencia pacífica se ponga en riesgo.

La política crea un ámbito de igualdad esencial entre ciudadanos libres, una patria, en sentido moral y sentimental, una nación, en sentido político, y encuentra la solución a sus problemas en la aprobación de leyes, no en ninguna persona revestida de poderes indiscutibles, ni en el mero criterio de nadie en particular. Esas leyes ni son ni pueden ser eternas, son expresión del consenso moral en que consiste y se apoya la política, y pueden ser cambiadas, deben serlo, con una cierta frecuencia, porque el ayer no es el hoy ni el mañana, porque la política se ejerce a la vista no solo de lo que podamos llamar la naturaleza del hombre, sino también de su historia, de su deseo de cambiar.

Es un insulto a la inteligencia la mera afirmación de que es necesario desjudicializar la política, porque lo que se quiere decir con esa expresión tan engañosa es que se admita que la ley rija para algunos, pero no para todos, que existen seres superiores que tienen derecho a pasarse la ley por salva sea la parte

En el caso de la política, las reglas básicas de funcionamiento tienen la forma de leyes, de normas que se han de respetar incluso cuando se esté tratando de cambiarlas. Es como si en una conversación necesitamos cambiar el significado de una palabra, podemos hacerlo, pero respetando las reglas que sirven para explicar, empleando los significados establecidos, el nuevo significado que se le quiere dar a una palabra, si es que tiene sentido hacerlo. No actuar así supone dar por sentado que cada cual habla un lenguaje privilegiado que solo él entiende y que nadie sino él puede interpretar, una pretensión que haría imposible por completo la comunicación. De la misma manera que la idea de lenguaje privado carece de sentido, pues todos los lenguajes son por definición públicos, la idea de que pueda existir una política que no respete la legalidad vigente es un absurdo, y la mera contraposición entre hacer política y respetar la ley, para sugerir que la política tiene el paradójico derecho de pasar sobre las leyes supone una aberración lógica y moral, la ruina misma del sistema de convivencia.

Un corolario de este principio es que es un insulto a la inteligencia la mera afirmación de que es necesario desjudicializar la política, porque lo que se quiere decir con esa expresión tan engañosa es que se admita que la ley rija para algunos, pero no para todos, que existen seres superiores que tienen derecho a pasarse la ley por salva sea la parte, y que no existe ley ni juez que pueda impedirles hacer su realísima gana. No suele llamarse la atención sobre que esto supone una reinvención de los privilegios, la creación de una desigualdad básica entre los que son en esencia iguales por la que unos pasan a ser más y a tener distintos derechos que el resto.

¿Significa esto que las leyes son inamovibles? De ninguna manera, significa casi lo contrario: que nadie puede cambiar las leyes a su capricho y conveniencia, de manera que para poder hacerlo hay que contar con el concurso, la aquiescencia y el acuerdo de la comunidad política que ha establecido la legalidad vigente y que, hoy por hoy, es lo que se conoce como nación, el conjunto de los ciudadanos establecido sobre un territorio con fronteras conocidas, reconocidas y respetadas por terceros, que es el único sujeto concebible que puede aprobar cualquier modificación de las leyes vigentes de acuerdo con los procedimientos  establecidos, y eso es lo que significa soberanía, la capacidad de establecer, abolir y cambiar la ley. Frente a esta limitación básica, no cabe política alguna, por tramposas que sean las palabras con las que se pretenda establecer una suspensión de la legalidad para dar cabida a una nueva política. Cuando se vive en un sistema en que eso puede hacerse, cuando alguien puede cambiar la Constitución sin la aprobación del sujeto que la ha constituido es que ya no se vive en una democracia sino bajo una tiranía.

Por eso es una tomadura de pelo la idea de que una nación cualquiera, España, por ejemplo, pueda ser vista como una nación de naciones (sean estas dos, tres o más de una docena) porque eso supone atentar a la unidad de la nación, sin la cual la nación no sería lo que es sino cualquier otra cosa. Los idiotas y/o trileros que repiten que el significado de nación es equívoco olvidan que, justo por haber sido palabra empleada para muy diversas cosas, la idea de nación es muy precisa cuando se está hablando de política constitucional, de forma tal que solo puede haber una nación por la misma razón por la que la soberanía es indivisible y pertenece al pueblo en las democracias.

Quienes juegan a confundir las cosas es porque saben muy bien que sus propósitos son indignos e indefendibles, y necesitan dar a las palabras el sentido contrario al recto para que no se note demasiado el auténtico desmán que preconizan. Es lo malo del lenguaje, y de la política, que las personas decentes y pacíficas escuchamos con respeto a cualquiera que use la palabra, pero debemos advertir con claridad la pésima intención de quien nos confunde. Recuerdo que hace años un nacionalista vasco le propinó una patada en la entrepierna a alguien que le reprochaba sus opiniones y, no contento con tan vil acción, acuso a la víctima de golpearle el píe con sus testículos, y como eran años de mucho miedo, hubo juez que admitió a trámite su denuncia.

Ahora asistimos a pactos secretos que se presentan como avances en la construcción de una democracia, pero es más de lo mismo, un embuste que trata de hacernos olvidar cómo se trata de recortar la soberanía nacional, de conseguir que traguemos que unas decenas de miles de políticos catalanes tienen más derecho que el resto de los españoles a la hora de la investidura de un nuevo presidente, o para decidir si la nación cuyas fronteras son las más viejas de Europa se puede trocear para dar gusto a unos burgueses supremacistas y recrecidos que quieren convertirnos en una colonia de sus intereses.

Si se les recuerda que la ley no puede dejar de aplicárseles se ofenden, porque están convencidos de su superioridad intelectual y moral y de que somos tan idiotas que les dejaremos salirse con la suya. Pero la verdad simple y sencilla es que, sin respeto a la ley, a sus instituciones, sus plazos y procedimientos, lo único que queda es la barbarie, y, en consecuencia, la guerra, por mucho que ese proceso destituyente de la convivencia política y constitucional española pretenda disfrazarse de política imaginativa y progresista.

Foto: Quim Torra


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web