Las ideologías de la modernidad nacieron contingentes de un hecho puramente casual y formal; la ubicación espacial de los parlamentarios en el hemiciclo revolucionario francés. Sin embargo, las ideologías no tardaron en sustancializarse, al vincularse a una serie de valores y principios respecto de los cuales las ideologías se erigieron en vehículo de expresión.

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Ser de izquierdas se suponía que era creer en un proyecto de sociedad más igualitario, por el contrario, ser de derechas suponía primar el valor de la tradición y mostrarse temeroso frente a toda forma de utopía política. Dentro de cada una de esas grandes tradiciones había familias diversas (socialismo, anarquismo, comunismo, liberalismo…) que debatían sobre la mejor manera de articular la relación entre colectivo e individuo. La izquierda entró en barrena cuando vinculó su utopía igualitaria al último totalitarismo de moda (leninismo, estalinismo, maoísmo, sensentayochismo, feminismo, ecologismo…). La derecha murió de éxito cuando la caída del muro la dejó sin rival al otro lado de la trinchera y sin necesidad, por lo tanto, de justificar la superioridad moral de sus propuestas. Aplicó al ámbito político el famoso principio físico de la inercia de la materia. Entendida en este ámbito como la resistencia de su sustancia política a experimentar cambios en su programa político.

Muchos autores han teorizado sobre el llamado ocaso de las ideologías (Splenger, De la Mora, Ortega…) y sin embargo vivimos en una sociedad más ideológica que nunca. Ahora bien, ocurre, como muy bien teorizara Sloterdijk en su Crítica de la razón cínica, que la ideología no se identifica, como pensaban Marx o Althusser, con una conciencia falsa de la realidad, sino como una actitud cínica ante esta. Negamos que seamos seres ideológicos y disfrazamos un modo de pensar ideológico bajo una serie de ropajes diversos (consenso, cientificismo, progreso…).

Quine afrima que en ningún caso la ciencia puede sustituir al sentido común. Téngalo presente cuando lean algún artículo de la BBC que les aleccione sobre la última crítica de la ciencia al dimorfismo sexual de la especie humana o cuando vean en algún programa del duopolio televisivo la enésima profecía sobre el inminente final del planeta

Uno de los ejemplos más claros de cinismo ideológico lo constituye el cientificismo imperante en nuestras sociedades. En un artículo anterior hablábamos sobre la evolución que la relación entre ideología y ciencia había experimentado en el siglo XX. Vimos como a partir de la llamada revolución científica del siglo XVII, que había tenido su máximo exponente en Newton, la ciencia había entrado en la senda del conocimiento seguro, cosa que no había ocurrido con la filosofía. Algo que ya puso de manifiesto el propio Kant en el prólogo a su crítica de la razón pura

Este modo de acceso a lo real, llamado filosofía, quedó reducido una mera especulación dogmática empíricamente inverificable o ya en el siglo XIX devino pura legitimación retórica de posiciones ideológicas. Mientras que la ciencia nos otorgaba certeza, la ideología se convertía en fuente de querellas interminables. Ni tan siquiera la crisis de la fundamentación de las matemáticas y de la física a comienzos del siglo XX lograron desterrar la confianza plena en el cientificismo como único método fiable de acceso privilegiado a lo real.

La vinculación entre ideología y ciencia se hizo patente, como mencionaba en un artículo anterior, en una serie de controversias sobre la pretensión de cientificidad de una serie de disciplinas (la bilogía de Lysenko en el caso del estalinismo o la presunta vinculación de la sociobiología con el neoliberalismo o la propia constitución de la psiquiatría como ciencia). En todas ellas se ponía de manifiesto que la ciencia lejos de constituir ese saber objetivo y valorativamente neutro podía constituir también una forma de saber ideológico. Algunos autores de la llamada filosofía de la ciencia del siglo XX ponen de manifiesto está vinculación. T. S. Kuhn pone de manifiesto que la ciencia no evoluciona de una forma lineal, sino que en el desarrollo acontecen quiebras y rupturas sobre los propios presupuestos de lo que se tiene por ciencia.

En su obra más conocida La estructura de las revoluciones científicas establece una interesante analogía entre la política y la ciencia. De forma que hay cierta semejanza entre cómo se producen los cambios de paradigmas políticos (prevalencia de ciertas ideologías) y los propios cambios en el seno de los paradigmas científicos. Kuhn pone de manifiesto que cuando entran en conflicto dos maneras de entender lo científico, por ejemplo, lo que ocurrió cuando colisionaron la física cualitativa aristotélica y la nueva física matemática del siglo XVII, la elección en favor de uno u otro no depende sólo de procedimientos objetivos que permitan validar la objetividad de un saber frente a otro, sino que entran en juego procedimientos alternativos.

Al no existir un meta procedimiento que permita dirimir entre los paradigmas en conflicto, cada uno de ellos intenta legitimar su superioridad basándose en elementos propios de su propio paradigma. Esto es lo que llama Kuhn la circularidad en la elección del paradigma y que le permite a éste establecer una cierta similitud entre lo que acontece en la política y en la ciencia. Algo similar expresa Vattimo cuando incide aún más en esa vía que sólo apunta Kuhn y que lleva al pensador italiano a defender la tesis de que en la ciencia se ha producido una reducción de la lógica científica en favor de la retórica, de forma que muchos planteamientos científicos que no pueden ser “lógicamente “demostrados se acaban por imponer sobre la base de la pura persuasión retórica.

Un ejemplo de esto último lo vemos claramente en el triunfo casi total que el paradigma científico del catastrofismo climático ha tenido en los últimos años. Curiosamente se da la paradoja de que los elementos puramente retóricos favorables a la aceptación de este nuevo “paradigma catastrofista” apelan al carácter incuestionado e incuestionable de la ciencia. Nuestros políticos apelan a este cientificismo para sangrarnos con nuevos impuestos y para establecer nuevas agresiones a nuestra libertad y propiedad sobre la base de la autoridad indiscutible de una ciencia que oculta tras su aparente cientificismo una clara deriva ideológica.

Feyerabend con su denominado anarquismo metodológico hace saltar por los aires los dos grandes dogmas del cientificismo desde la llamada revolución científica. Tradicionalmente se nos ha venido diciendo que la ciencia es falible en sus resultados, que sus avances son conquistas parciales de cada vez mayores parcelas de la verdad. Lo único verdaderamente infalible en ésta parece ser su superior metodología,

Sin embargo, Feyarabend en La ciencia en una sociedad libre cuestiona esta premisa apelando al carácter mítico del universalismo del método científico. No existe un único método en la ciencia universal y estable “que mida cualquier magnitud al margen de las circunstancias”. No existe ninguna regla científica que no haya sido violada en alguna ocasión. Además, tales violaciones ni son circunstanciales ni son puramente accidentales. Él establece multitud de ejemplos al respecto que van desde la teoría cinética, la teoría de la dispersión, la estereoquímica o la propia física cuántica.

En la actualidad se observan claramente dos tendencias. Una vinculada al llamado posmodernismo y a la llamada crítica cultural frankfurtiana que ha tendido a denigrar lo científico y a hacerlo equivaler a una forma más de acceso a la verdad de la realidad. Esta forma de pensamiento ha incidido, siguiendo las líneas de las llamadas filosofías de la sospecha del siglo XIX, en el carácter etnocéntrico, alienante y deshumanizador de la ciencia. Por otro lado, vemos también un uso cienticista de la propia ciencia, por parte de una agenda globalista que busca implantar cambios culturales y económicos de gran calado al margen de la voluntad de los propios individuos. En este caso el propósito ideológico-retórico del discurso científico es ocultado apelando a otro mito: el de la ciencia objetiva, valorativamente aséptica y fuente exclusiva de acceso a la verdad. Esta vinculación entre la ciencia y la ideología de corte progresista no es nueva. Ya estaba en la base del positivismo decimonónico. Ahora sencillamente es más potente debido al influjo de los medios de comunicación de masas y a la aversión al riesgo que presenta una sociedad cada vez más infantilizada.

No estaría de más cerrar este artículo haciendo referencia a la advertencia que el filósofo analítico Quine nos hacía como sociedad: en ningún caso la ciencia puede sustituir al sentido común.

Téngalo presente cuando lean algún artículo de la BBC que les aleccione sobre la última crítica de la ciencia al dimorfismo sexual de la especie humana o cuando vean en algún programa del duopolio televisivo la enésima profecía sobre el inminente final del planeta.

Foto: Science in HD


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