No conozco a ningún autor relevante en los campos de la biología evolutiva, las neurociencias o cualquier otra ciencia natural relevante en el estudio y caracterización de la especie humana que descuide en sus trabajos el factor cultural. En las «ciencias» sociales, sin embargo, – muchos de los autores nacidos de la tradición del behaviourism, por ejemplo – sí encontramos autores que creen que pueden ignorar completamente los factores biológicos a la hora de explicar el comportamiento humano. Es un grave error. Partiendo del principio de que «lo que no debe ser, no puede ser» surgen corrientes ideologizadas capaces de obviar los más elementales conocimientos que tenemos sobre la especie humana. De esos polvos nacen muchos barros, entre otros el del igualitarismo.

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La paradoja de todo movimiento igualitarista radica en que nace primero del autorreconocimento de varias, muchas personas, como diferentes: o bien se consideran diferentes en la elección de su modelo de sexualidad, o en la propia percepción de su género, o diferentes en sus capacidades físicas, o diferentes en lo que al trato que la ley les da se refiere. El drama del igualitarismo comienza cuando, abandonando la legítima reclamación por la igualdad ante la ley, se convierte en herramienta de reparto de privilegios … y mordazas. Incluso desde la violencia. Y surge el conflicto: «La violencia pasiva hacia quienes no piensan como tú, tanto por parte de la derecha más conservadora como de la izquierda más radical, ha llevado a que, quienes son de derechas o de izquierdas, pero no radicales, se sientan asediados». María Blanco en Afrodita Desenmascarada (Ediciones Deusto, 2017).

La igualdad no tiene nada que ver con el igualitarismo. Éste se contradice con cualquier experiencia de la vida cotidiana: la mayoría de la gente, alguna vez en su vida, ha podido comprobar de manera fehaciente la falsedad del cuento de hadas piadoso «todos somos iguales»

¿Violencia? Sin duda: para imponer principios sociopolíticos basados en la superstición por la cual «cualquiera puede ser cualquiera» es necesario el uso de la imposición. Simplemente porque son principios contranaturales que siempre encontrarán resistencia entre quienes sí son conscientes de sus propias limitaciones… y de las de los demás.

La igualdad no tiene nada que ver con el igualitarismo. Éste se contradice con cualquier experiencia de la vida cotidiana: la mayoría de la gente, alguna vez en su vida, ha podido comprobar de manera fehaciente la falsedad del cuento de hadas piadoso «todos somos iguales»: les han robado, han sido abusados sexualmente, han sido víctimas de mobbing o simplemente de la estupidez o ignorancia del vecino del 5°. Cuando un venerable documento como la Declaración Americana de Independencia hablaba de «igualdad» («todos los hombres son creados iguales»), se refiere a que, ante Dios, la ley y las instituciones del Estado, nadie debe gozar de privilegios; no dice nada de que todos seamos iguales en cuerpo, mente o riqueza.

La verdadera igualdad es la que nos permite a cada uno de nosotros poder convertirnos en quien podemos llegar a ser … o no. Eliminar las trabas legales, sociales, culturales o intelectuales que nos impiden ser/hacer aquello que deseamos, aquello de lo que somos capaces: la especie Homo sapiens basa su extraordinaria robustez y adaptabilidad precisamente en la profunda diversidad de sus individuos, de cuyas interacciones han surgido emergencias y atractores (la moral, la organización social, la tecnología, el comercio, el arte …) absolutamente impensables en ninguna otra especie sobre este planeta. Individuos diferentes haciendo lo que mejor saben hacer: intercambiando, aprendiendo, creciendo juntos. Citando a Alberto Benegas Lynch (h)

“Lo atractivo del proceso del mercado, es decir, la libertad de millones de personas para efectuar los arreglos contractuales que estimen pertinentes, es que se aprovecha el conocimiento disperso y fraccionado en lugar de concentrar ignorancia en los megalómanos arrogantes que pretenden coordinarlo todo con lo que se desarticula y desmorona el proceso”.

Sí, lo sé: el individuo tiene mala prensa en nuestros días. Vivimos en la era de las masas igualitarias, se dice que el individuo está muerto. De hecho, nos tratan a todos únicamente como miembros de colectivos anónimos: como jóvenes votantes, como asegurados, como jubilados, como conductores de automóvil, como homosexuales, como parados, como alumnado …  Sin embargo, Homo sapiens es una especie de desiguales. No debemos sentir las diferencias como reproche o desventaja, sino como una valiosa posesión.

Abandonar la patología clasificatoria y agrupadora de una sociología trasnochada y enajenante, re-identificarnos en lo que somos y no en el grupo al que dicen que pertenecemos, procurar un sistema legal que nos permita a cada uno de nosotros alcanzar las metas que nos fijamos, sin atender a nuestro sexo, color de piel o lugar de nacimiento, enseñar a nuestros hijos el inmenso valor de sus particularidades y cómo desarrollarlas: estos son los retos del movimiento emancipador de mañana. Debemos ser capaces de superar los estigmas impostados, abandonar el cajón de sastre sociológico en que nos han empotrado, sobrevolar, desde la rotunda afirmación de mi yo, cualquier lodazal social que me convierta en apenas un número más en una lista, una víctima más en un programa político, o un soldado anónimo más en una guerra/reivindicación que seguramente no es la mía. Y debemos aprender a identificar al de enfrente con nombres y apellidos, con su equipaje de capacidades y torpezas, por lo que es y lo que hace. ¡Lo demás… no importa!

Foto: Jesse Chan.


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