Todos queremos progresar. No sabemos a dónde queremos llegar (ni nos lo preguntamos) pero sabemos que es hacia delante y lejos de aquí.

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Para ayudarnos a ir hacia delante los científicos cuestionan las teorías vigentes con todos los métodos que tienen a su disposición. Acaban llegando a conclusiones que tendrán el valor de certezas pasajeras, válidas hasta que se demuestre lo contrario. Si se demuestra lo contrario, los científicos abandonaran inmediatamente sus certezas. Por algo son científicos y no sacerdotes.

Desgraciadamente esto no sucede exactamente así, ya que las instituciones que representan a la ciencia, como los periódicos, tienen su línea editorial; los paradigmas.

Aún no hemos vencido a la muerte, pero podemos disimular su cercanía gracias a la cirugía estética y consolarnos pensando que sabemos más cosas que en otras épocas que imaginamos muy oscuras

En cada época rige un paradigma que funciona a modo de manual de instrucciones. El paradigma sirve a los científicos comunes, que en el 90 por ciento de los casos son personas que cayeron en la ciencia por falta de alternativa y no mentes brillantes con una curiosidad intelectual por encima de la media. Un paradigma dice qué se debe cuestionar, hasta qué punto y con qué métodos. Y qué no. La mayoría de los científicos siguen estos preceptos a rajatabla y por ello rara vez encuentran algo significativo (esta nunca es la meta de la ciencia institucionalizada). La mayoría de los científicos abandonaron muy pronto -si es que la tuvieron- esta ambición sustituyéndola por otra más mundana: encontrar un puesto de trabajo que les permita vivir.

Y si bien es cierto que a lo largo de la historia unos paradigmas van sustituyendo a otros, esto, al contrario de lo que se suele sobreentender, no ocurre cuando un científico «descubre» que una teoría no se sostiene, sino cuando mueren los miembros de la comunidad que se adscribían a un paradigma o cuando la comunidad científica, adaptándose a su época, ve conveniente este cambio por cualquier tipo de interés.

Actualmente en el ámbito de la medicina, aunque conviven varios paradigmas, domina el biomecánico según el cual todo trastorno, toda enfermedad, también las mentales, tienen una génesis física.

Y lo que suele suceder cuando algún científico cuestiona algo en lo que la comunidad cree (que no sea un detallito sin importancia para el todo, que son las únicas discrepancias que se admiten) la reacción automática de la comunidad científica no es cuestionarse a sí misma y cambiar, sino resistir y aferrarse a lo «viejo conocido» hasta que le sea posible. Para ello no dudará en aniquilar al hereje (Copérnico, Semmelweis o cualquier médico que se atreva a discrepar del omnipresente tema actual) con los métodos de la época, que actualmente, de momento, es el descredito.

Todo esto sucede de esta manera por el simple hecho de que la comunidad cientifica no está formada por científicos independientes y libres de pasiones demasiado humanas (competitividad, narcisismo, pereza de pensar, ansias de poder …).

Desengañémonos; los científicos (como los curas) no son mejores personas (ni más listas). Y no deberíamos confundir las grandes ideas, en este caso la de la Ciencia con mayúscula, con lo que resulta cuando el ser humano las aplica.

¿Y por qué creemos tan firmemente en la ciencia?

El ser humano en cuanto se ve confrontado con realidades existenciales (la muerte en cabeza) que es incapaz de soportar intenta aferrarse al primer clavo que vislumbra. Pero su mezcla de cobardia y arrogancia le impide asumir esta debilidad. Prefiere creer que se mueve hacia un lugar mejor, una especie de utopia informe.

Y que si no estamos ya allí es porque nos falta «conocimiento». Así que ¡reclamamos más dinero para más investigación! cuando en realidad nos sobra conocimiento (al menos para vivir mejor).

Sobra tanto conocimiento como burócratas en la ciencia. Y el dinero lo podríamos invertir, si quisiéramos y fuéramos menos hipócritas, en cosas más urgentes.

Si no vivimos mejor es porque no queremos, porque no sabemos lo que eso significa, porque no nos atrevemos y, sobre todo, porque no queremos decidir nada, no queremos asumir ninguna responsabilidad, tampoco equivocarnos. Preferimos que nos obliguen a vivir, de cualquier manera. La ciencia toma nota y asume la responsabilidad que nosotros no queremos. Sabe que responsabilidad significa poder. Y nos ofrece lo mejor que tiene, sus datos y fórmulas para mejorar nuestras vidas.

Más datos para prevenir la catástrofe. Esa catástrofe que cuando finalmente llegué y nos sorprenda armados y atrincherados con todo tipo de artilugios y contadores, se reirá de nosotros…. y, si ha de matarnos, nos matará igualmente. Pues a pesar de todo la ciencia todavía no ha logrado su objetivo último que es vencer a la muerte.

Aún no hemos vencido a la muerte, pero podemos disimular su cercanía gracias a la cirugía estética y consolarnos pensando que sabemos más cosas que en otras épocas que imaginamos muy oscuras. Sabemos ya tantas cosas y tan contradictorias que nos sirven de poco o muy poco.

Quizás le estemos pidiendo demasiado a la Ciencia, pero abolida la religión hemos tenido que depositar nuestra fe en algún lugar. Y, al fin y al cabo, fue ella, la Ciencia, la que nos avisó del peligro y nos dijo que traía también el remedio.

Y así nos hemos arrodillado ante la Ciencia y experimentamos los mismos sentimientos de misterio, nos sentimos igual de miserables e insignificantes y practicamos el mea culpa con el mismo ahínco con el que las generaciones anteriores se postraban ante Dios.

Esta mitificación del conocimiento, del saber por el saber, esta idea equivocada de que saber más cosas siempre es mejor y siempre va a sernos útil para vivir mejor nos está conduciendo al tedio y la desesperanza.

Lo decía aquel viajante de la noche: «¡La ciencia y la vida forman mezclas desastrosas! Procure siempre no cuidarse, créame… Toda pregunta hecha al cuerpo se convierte en una brecha… Un comienzo de inquietud, una obsesión».

Georgia Ribes Zankl, psicóloga.

Ilustración: Roberto Calvo. www.robertocalvo.es


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