A propósito de la expresión “distancia social”, explicaba José Luis González Quirós que combatir los virus con terminología es, sin duda, un logro; sobre todo, cuando en el gobernante escasean habilidades esenciales. Dante Augusto Palma, de otra manera, venía a desarrollar esta idea haciendo hincapié en que, si atendemos a las imágenes difundidas, la pandemia del coronavirus en realidad no ha existido, porque no se han mostrado los muertos ni las dramáticas aglomeraciones en los hospitales. En su lugar se han difundido eslóganes voluntaristas y secuencias de gente aplaudiendo en los balcones. Así, como remarca Dante, se cumpliría la máxima de que aquello que no se ve, sencillamente no existe. O, dicho a la inversa, que sólo existe aquello que se muestra. Por lo tanto, la pandemia es más una sensación de peligro, con la que el gobernante aspira a controlarnos, que una amenaza verdadera.
Demasiados políticos, expertos y burócratas quieren constreñir la incómoda evidencia de que el mundo no es siempre bello y bueno a una falsa disyuntiva, donde la seguridad es lo único importante, mientras que la libertad se devalúa moralmente porque no sólo pone en peligro nuestra vida, sino que nos convierte en potenciales asesinos
Ambos análisis, el de Quirós y el de Palma, son, en mi opinión, acertados, pero sin ánimo de refutarlos, más bien al contrario, pienso que la eliminación de las imágenes duras y explícitas, su sustitución por escenografías edulcoradas y la invención de expresiones estrafalarias, constituye una práctica que trasciende la incompetencia y la huida de la responsabilidad de los gobernantes. Son también, a mi juicio, la lógica continuación de una deriva de largo recorrido de las sociedades modernas: la sustitución de los tradicionales lazos humanos por relaciones vigiladas. Desde esta perspectiva, lo que se ha denominado “distancia social” dejaría de ser una expresión absurda para adquirir un significado tan coherente como inquietante.
La estrategia del aislamiento
En la novela 1984, George Orwell explicaba lo importante que era para los gobernantes borrar el pasado o rehacerlo. Sin un pasado que pueda expresarse en ritos, tradiciones y memoria, todo anclaje desaparece; los sujetos quedan aislados en el presente. Y de ese aislamiento es bastante fácil pasar la autodestrucción.
Sin embargo, la estrategia anticipada por Orwell se ha perfeccionado o, mejor dicho, se le ha dado una vuelta de tuerca. Una vez la sociedad ha sido privada de sus anclajes, en previsión de que se vuelva ingobernable, se ha optado por profundizar en el aislamiento, desconectando a las personas no ya del pasado, sino a unas de otras.
Así, la expresión “distancia física”, si bien es mucho más correcta que “distancia social”, no incorpora la instrucción subliminal de que debemos dejar de relacionarnos de la forma acostumbrada. Ahora debemos hacerlo de forma virtual, en entornos cada vez más vigilados, restrictivos y, sobre todo, sobreexpuestos a las instrucciones políticas y a los contenidos difundidos por los medios, como son las redes sociales.
Si nos detuviéramos a pensar, caeríamos en la cuenta de que en los entornos virtuales somos contantemente interferidos, no ya por opiniones de gente a la que ni siquiera conocemos, sino por diarios, ideólogos, políticos y gurús que emergen en nuestra línea de tiempo inopinadamente. Así, sin quererlo, atendemos a polémicas que no teníamos en mente y, además, lo hacemos de forma atropellada, saltando de un asunto a otro sin margen para extraer conclusiones consistentes.
En cambio, en una conversación convencional, por ejemplo, en una reunión de amigos, las discusiones surgen de nuestra propia iniciativa. Hablamos y comentamos aquello que despierta en nosotros un interés íntimo. Y sólo cuando el tema parece agotarse, cambiamos de conversación. De esta forma, seamos mejores o peores conversadores, tendemos a profundizar en los asuntos y, salvo por las intervenciones de nuestros interlocutores, debatimos libres del hostigamiento y la vigilancia de terceros.
Además, cuando conversamos cara a cara, la comunicación es mucho más rica, porque no sólo nos comunicamos con palabras; también utilizamos el lenguaje corporal, los gestos, las microexpresiones e incluso sonidos que no son propiamente palabras. Establecemos así una relación compleja con el otro; una relación llena de matices que nos humaniza. Expresamos sentimientos, pero también nos esforzarnos por controlarlos, por desarrollar la empatía, la tolerancia y la cortesía: aprendemos a convivir y nos socializamos porque deseamos ser aceptados.
En cambio, en las relaciones virtuales, el reconocimiento se reduce a los like que nos otorgan desconocidos. Podemos prescindir, y de hecho muchas veces lo hacemos, del esfuerzo por moderarnos y concederle a nuestro interlocutor la misma atención y consideración que demandamos para nosotros, porque no vemos al otro, sólo palabras, mensajes y opiniones vinculadas a un incono; a menudo, ni siquiera hay detrás un nombre real, sino un alias.
La pandemia y la forja del carácter
Esta virtualización de las relaciones que impone la pandemia tiene efectos muy negativos en las personas adultas, pero en los niños y los jóvenes es demoledora. Así, respecto a la polémica de si es conveniente que los niños cursen sus estudios de forma presencial o de forma telemática en sus casas, no sólo debemos valorar los riesgos sanitarios, o si los padres podrán o no conciliar su trabajo, también hay que sopesar el daño que supone para el niño el aislamiento, porque para él no será una privación sobrevenida, como lo puede ser para el adulto, sino una carencia en una fase crítica de su formación que marcará su carácter.
Cuando se aprovecha la pandemia para defender la alternativa del homeschooling, es decir, la opción de enseñar a los hijos en casa, prescindiendo de las instituciones públicas o privadas, donde unos ven una oportunidad para la libertad individual, yo veo sin embargo el peligro de un futuro regido por individuos intransigentes, adultos que de niños no tuvieron que competir por la atención y que, en consecuencia, no desarrollaron habilidades sociales. De hecho, la excesiva tolerancia con los niños, tanto en casa como en la escuela, ha provocado la proliferación de seres adanistas e intolerantes. Si los apartamos por completo del entorno compartido, no es descabellado suponer que alumbraremos una generación de sociópatas.
A veces los extremos se tocan, y lo que puede parecer la máxima expresión de la libertad individual, en realidad es otra forma de ingeniería social, cuyos efectos son tan negativos como los producidos por colegios que son factorías del pensamiento único.
La vida y la forma de vivirla
La pandemia es mucho más que una amenaza para la vida: es una amenaza para nuestra forma de vivirla. Muchas medidas impuestas ponen en riesgo nuestra humanidad amparándose en la falsa disyuntiva libertad o seguridad. Sin embargo, lo cierto es que el mundo no es bello ni bueno. Los países desarrollados, con sus Estados de bienestar, han podido ocultar esta realidad hasta que llegó la pandemia. Ahora, demasiados políticos, expertos y burócratas quieren constreñir esta incómoda evidencia a esa falsa disyuntiva, donde la seguridad es lo único importante, mientras que la libertad se devalúa moralmente porque no sólo pone en peligro nuestra vida, sino que nos convierte en potenciales asesinos.
Este planteamiento es un planteamiento equivocado. Atendiendo a unas reglas elementales, podemos aprender a convivir con el coronavirus sin renunciar a nuestra humanidad, igual que nuestros ancestros aprendieron a convivir con amenazas bastante más letales sin encerrarse en las cavernas. La vida es importante, desde luego. Pero también debemos preguntarnos qué vida es aquella que no puede ser vivida.
Foto: Engin Akyurt