“¡La mala hierba del crimen da frutos amargos! El crimen no paga… ¡La Sombra lo sabe!” Era la frase final de cada episodio radiofónico de The Shadow —La Sombra—, el personaje pulp creado en 1931 por la editorial estadounidense Street & Smith y el escritor Walter Gibson para la revista Detective Story Magazine.
El personaje de The Shadow, alter ego de Lamont Cranston, un millonario justiciero y misterioso vengador del crimen en los bajos fondos, a pesar de haber sido exitoso en su tiempo y adaptado a otros medios como los cómics, los seriales de cine y varios largometrajes, hoy ha caído prácticamente en el olvido. El crimen no paga, su lacónica sentencia convertida en lema, apela a la idea de que el crimen siempre será descubierto y castigado.
En la vida real, los políticos corrompidos, por más que lo intenten, no logran generar la más mínima empatía: sus crímenes corroen la ilusión de millones y destruyen, poco a poco, la democracia
Los tiempos han cambiado, pero el mal perdura y se transforma. Si bien hoy, a pesar de que el crimen pueda parecer lucrativo a corto plazo, a la larga las consecuencias deberían ser negativas. Si todo funcionase como debería dentro del marco del Estado de derecho y la Ley, los criminales acabarían en la cárcel, carcomidos por el remordimiento y pagando sus delitos tras las rejas, luego de ser juzgados por los tribunales. La pena por el crimen cometido debería superar cualquier beneficio obtenido ilícitamente, ya que la justicia y la moralidad son más valiosas que el dinero o el poder logrados ilegalmente.
¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de crimen? Según el Diccionario de la RAE, el crimen es un delito grave, sinónimo de ilícito, falta, infracción, transgresión y fechoría. Un criminal es quien ha cometido o procurado cometer un crimen.
¿Y qué es una organización criminal? Nuestro Código Penal, en su artículo 570 bis, establece que una organización criminal es “la agrupación formada por más de dos personas con carácter estable o por tiempo indefinido, que de manera concertada y coordinada se repartan diversas tareas o funciones con el fin de cometer delitos”.
Una organización criminal también podría calificarse como mafia, ya que, según la Enciclopedia Italiana Treccani, la mafia es un “complejo de organizaciones criminales surgidas en Sicilia en el siglo XIX, extendidas por todo el territorio, regidas por la ley del silencio y estructuradas jerárquicamente”.
Cuando quien fuera secretario de Organización del partido de gobierno y persona de confianza del presidente entra en prisión por los delitos de pertenencia a organización criminal, cohecho y tráfico de influencias, ¿se puede afirmar que en el seno del gobierno de España actuaba una mafia? ¿El Estado está en manos de una organización criminal estructurada jerárquicamente con el fin de cometer diversos crímenes y delitos?
Cuando la Justicia imputa al Fiscal General del Estado por revelar información confidencial con fines políticos; a altos directivos de entidades públicas por delitos de pertenencia a organización criminal, cohecho, tráfico de influencias, prevaricación y malversación de caudales públicos; a un exministro por su implicación en una trama de corrupción relacionada con adjudicación de contratos públicos; por no mencionar los casos que afectan al llamado “entorno familiar” del presidente… ¿frente a qué nos encontramos? ¿el gobierno y el Estado tienen carácter de organización criminal? ¿nos gobierna una mafia?
En el Congreso, el pleno monográfico sobre corrupción se convirtió, una vez más, en una puesta en escena, donde la degradación institucional quedó tan expuesta como puede ser lo genital en un film XXX. Como si se tratara de una película híbrida entre el cine negro y el de gánsteres, plagada de criminales inmorales, hombres y mujeres ambiciosos y sin escrúpulos, sobornos, delaciones, prostitutas y múltiples traiciones, poco a poco —casi sin darnos cuenta— nos encontramos inmersos en una situación política estrambótica, chocante, obscena y, por momentos, incluso con tintes tragicómicos, que tiende a normalizarse.
Como en un viejo serial cinematográfico, en nuestra vida política e institucional se suceden los episodios: a veces con mayor dramatismo, otras con menos tensión, pero siempre con el riesgo de terminar cansando y aburriendo al espectador. Y ese es el mayor peligro.
Vito Corleone, Tony Montana, Tommy DeVito, Tony Soprano, algunos de los personajes mafiosos más emblemáticos del cine, han dejado una huella imborrable en la cultura popular gracias a su carisma, complejidad moral y representación del crimen organizado. Sus acciones delictivas pueden resultar atractivas o fascinantes en pantalla, pero no dejan de ser ejemplos de corrupción moral. Por el contrario, en la vida real, los políticos corrompidos, por más que lo intenten, no logran generar la más mínima empatía: sus crímenes corroen la ilusión de millones y destruyen, poco a poco, la democracia.
No olvidemos que, también según el diccionario, corrupción significa putrefacción, descomposición, podredumbre y degeneración, que no es solo material sino también moral, y que esta debería ser la que más repugne a la ciudadanía. A esa lacra se la combate con la firmeza de la Ley y la Justicia que —de una forma u otra, más pronto que tarde— siempre prevalece. Como decía el viejo justiciero pulp, The Shadow: “El crimen no paga… ¡La Sombra lo sabe!”. Nosotros también.
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