Aunque las ideologías de la modernidad nacieron de algo puramente contingente, como fue la ubicación espacial de los parlamentarios en el hemiciclo revolucionario francés, durante mucho tiempo creímos que había algo sustancial y consistente en ser de derechas o de izquierdas, unos valores y principios asociados a dichas formas de pensar con los que pretendíamos legitimar nuestra convivencia política.

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Ser de izquierdas se asociaba a la creencia en un proyecto de sociedad más igualitaria. Ser de derechas era primar el valor de la tradición y mostrarse temeroso frente a toda forma de utopía política. Dentro de cada una de esas grandes tradiciones había familias diversas (socialismo, anarquismo, comunismo, liberalismo,…) que debatían sobre la mejor manera de articular la relación entre colectivo e individuo.

La izquierda entró en barrena cuando vinculó su utopía igualitaria al último totalitarismo de moda (leninismo, estalinismo, maoísmo, sensentayochismo, feminismo, ecologismo…). La derecha murió de éxito cuando tras la caída del muro se quedó sin rival ideológico y sin necesidad, por lo tanto, de justificar la superioridad moral de sus propuestas. Aplicó al ámbito político el famoso principio físico de la inercia de la materia, entendida como la resistencia de su sustancia política a experimentar cambios en su público. Sin ningún enemigo enfrente al que disputar los favores del demos, se instaló en la comodidad del consenso político económico de la segunda mitad del siglo XX. En el ámbito de la economía abrazó la desconfianza clásica de la socialdemocracia hacia el mercado como instrumento óptimo para la redistribución de la riqueza. Asumió el libre mercado más como mal necesario que como principio ideológico inserto en su ADN.

Los estragos del sesentayochismo francés

También hizo estragos en la nueva derecha el sesentayochismo. Una revolución, la de 1968, que fue más cultural que política. Las instituciones políticas básicamente siguieron siendo, al menos formalmente pluralistas y democráticas. El llamado Bloque del Este cayó con el Muro, salvo los reductos cubanos y norcoreanos que permanecieron fieles a la ortodoxia marxista-leninista. Hasta la llegada del socialismo del siglo XXI en la década de los 90 y la crisis financiera del 2008, el socialismo no apareció con la suficiente fuerza como para asustar a una sociedad confortablemente asentada en el “final de la historia” que preconizaba Francis Fukuyama.

Pese a que la crisis financiera ha traído un cierto renacimiento de la literatura apologética del comunismo y una crítica acerada del pensamiento económico liberal en ciertos ambientes intelectuales, no parece que la democracia pluralista, al menos formalmente, esté hoy en serio cuestionamiento. Otra cuestión es si realmente existen opciones políticas que verdaderamente cuestionen la hegemonía del denominado marxismo cultural. Porque la socialdemocracia y el llamado liberalismo social, predominantes en el área europea y norteamericana, han aceptado acríticamente el discurso cultural de la llamada teoría crítica, inspirada en la llamada Escuela de Frankfurt y la filosofía francesa de la diferencia. Mucho más preocupante es que desde el ámbito del Centro Derecha esto ocurra también.

Parece el Centro Derecha instalado en una especie de cinismo político. Con un discurso cultural hegemonizado absolutamente por este marxismo cultural, ya sea en las aulas, en los medios de comunicación de masas o en el mundo editorial, los políticos de Centro Derecha temen las consecuencias electorales que puedan depararles cuestionar discursos feministas,  pro-inmigración,  multiculturales etc… . Discursos todos ellos hábilmente manipulados en el sentido favorable a las tesis más proclives a la cultura de la victimización.

La derecha frente a la cultura del sentimentalismo

El Centro Derecha encuentra la coartada para su desarme ideológico y su falta de discurso político en la confianza en que el ciudadano medio vota según su sentido común, aquel que le lleva a preferir aquellas opciones políticas que le garantizan seguridad jurídica, libertad personal y mayor bienestar económico. Uno de los mayores logros del marxismo cultural ha sido transformar el sentido común en el menos común de los sentidos, consiguiendo que lo que se considera prudente en la esfera personal, la administración conservadora de las finanzas y el respeto de la propiedad y la libertad ajenas, sea considerada “fascista” y “retrógrado”.

Lo que se considera prudente en la esfera personal, como el respeto de la propiedad y la libertad ajenas, es considerado “fascista” y “retrógrado” en la esfera pública

Nadie dilapidaría su cuenta corriente o se gastaría el dinero que no tiene para perseguir la alocada idea de que “otro mundo es posible”: precisamente ese es el mensaje que “compra” el supuesto votante racional de la democracia posmoderna; la idea de que el sentimiento prevalece sobre la racionalidad. Una de las grandes obsesiones de los teóricos de la Escuela de Frankfurt ha sido la de convencer a la mayoría silenciosa de que el realismo en política es una forma de represión fascista. La voluntad de la mayoría, hábilmente manipulada, debe convertirse en el principio supremo que dirija la acción política. Ni el estado de derecho ni la tozuda realidad económica pueden interponerse en el derecho a vivir instalado en la utopía adolescente.

Hablar hace cincuenta años de un “derecho absoluto a la migración” hubiera parecido a cualquier persona con un mínimo sentido común un alocado disparate. Todos los países, por muy ricos que sean, tienen una limitación en sus recursos financieros y todo fenómeno inmigratorio que desborde las posibilidades efectivas de un estado es una potencial causa de ruina para cualquier país. El nuevo sentido común del posmodernismo no se dirige desde la razón sino por el sentimiento. Lo que uno siente es básicamente el criterio de verdad.

Del «siento luego existo» cartesiano hemos pasado al «siento luego tengo derecho»: lo que uno ‘siente’ debe ser cierto también en la realidad

Del siento luego existo cartesiano hemos pasado al siento luego tengo derecho. Lo que uno siente como justo, verdadero o razonable debe ser cierto también en la realidad. La verdad ya ni siquiera es intersubjetivamente construida o aprendida desde la experiencia sino que es meramente sentida como tal. Esa idea tan primaria, como peligrosa, se ha convertido en el axioma del sentimentalismo que domina el posmodernismo.

La nuestra no es tanto una sociedad de la información, capitalista o globalizada, como una sociedad “peluche”. El sentimentalismo es transversal (concierne tanto a la gente de derechas como a la de izquierdas) y global. Las  noticiarios dan mayor preponderancia al aspecto emocional de la noticia que al análisis de lo que acontece. Es la sociedad del espectáculo que se “emociona” la que determina el carácter noticiable o no de un acontecimiento. La muerte de un niño que huye de la guerra en una playa de Lampedusa “emociona” o “conmueve” más que la decapitación del cristiano copto de Egipto a manos de un fundamentalista islámico.

Generaciones enteras de jóvenes están siendo fanatizadas en estas nuevas madrasas del marxismo cultural en que se están convirtiendo nuestras universidades en occidente.  Esta hegemonía cultural hace imposible penetrar en la esfera pública de discusión sin barruntar, al menos, los rudimentos del neo-lenguaje post-marxista hoy en día tan en boga.

Canales contra-culturales de youtube, al estilo de Un tío blanco hetero, o las propias redes sociales son mucho más contundentes a la hora de altertar de los peligros de este nuevo totalitarismo de la corrección política, que los discursos autocomplacientes y tan alejados de la realidad de muchos de  intelectuales liberales que se atrincheran en una torre de marfil. De nada sirve tener razón. Es más  efectivo abandonar la comodidad de la “fortaleza liberal” y reinventar el discurso propio para hacerlo más persuasivo.


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