En las elecciones españolas de 2015, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, habló de niños que rebuscan en la basura y tiritan en aulas sin calefacción… y rompió de largo el techo histórico de la ultraizquierda. La foto del niño muerto en una playa turca obligó a la UE a replantearse su política de refugiados. Y, cuando se intenta comprender por qué nacionalistas catalanes y vascos no son felices en las regiones más autónomas de Europa, tropezamos al final con un misterioso “sentimiento” y el axioma de que el corazón identitario tiene razones que la razón no comprende.
Que el hombre es un híbrido de razón y emoción, y que los sentimientos juegan un papel en la cosa pública, no es ninguna novedad. Pero el ideal clásico -desde Aristóteles o los estoicos, y también después en el cristianismo- era el encauzamiento de las pasiones por la recta razón. Ahora, en cambio, vivimos en una sociedad que rinde culto a los sentimientos, exige su exhibición impúdica y consume ávidamente la emoción ajena. La llantina de una famosa en “Sálvame” o unos oportunos arrumacos en Operación Triunfo disparan las audiencias.
La nación que aguantó sin pestañear las devastaciones de la Luftwaffe en 1940, gimoteaba inconsolable en 1997 por la muerte de una princesa pop
Esta deriva sensiblera afecta a todo Occidente, y resulta quizás más llamativa en pueblos como el británico, que en tiempos habían hecho del autocontrol emocional –la famosa “flema”- su seña emblemática de identidad. La nación que aguantó sin pestañear las devastaciones de la Luftwaffe en 1940, gimoteaba inconsolable en 1997 por la muerte de una princesa pop que había aireado sus adulterios (y los del príncipe Carlos) ante las cámaras. Se confirmaba, señaló Melanie Phillips, “que Gran Bretaña había dejado de ser un país de estoicismo, autocontención y responsabilidad para pasar a ser una tierra de sentimentalismo, irresponsabilidad y autoindulgencia”.
Lady Di consiguió ese grado de veneración popular precisamente porque encarnaba -en su propia vida amorosa caótica, en su publicitada militancia en sucesivas causas buenistas y en su reivindicación de la autenticidad emocional frente a una Familia Real percibida como envarada y gélida- las nuevas características de la sociedad inglesa. Esta “orgía sentimental kitsch” alcanzó su máximo simbolismo cuando la plebe dobló el pulso de la reina Isabel II, obligándola a abandonar su código clásico de dignidad y majestad: “Show us you care!”. Elton John triunfó sobre Purcell y Elgar. Hubo un tiempo en que controlar la propia emotividad en público se consideraba una señal de respeto a sí mismo y a los demás, a quienes les pueden resultar embarazosas nuestras efusiones. Hoy es interpretado como inhumanidad.
La emoción desbordada distorsiona el juicio racional y, cuando la distorsión es masiva, las consecuencias públicas pueden ser graves
El doctor Theodore Dalrymple, psiquiatra forense con amplia experiencia judicial, reflexionó sobre el triunfo del sentimentalismo chav en la cultura británica en una obra titulada Spoilt Rotten. El imperio de la sensiblería no solo resulta lamentable por su acompañamiento estético de vulgaridad e impudicia emotiva: la emoción desbordada distorsiona el juicio racional y, cuando la distorsión es masiva, las consecuencias públicas pueden ser graves.
Cuando el debate llega a estar dominado por “proposiciones emotivas”, la sociedad tiene un serio problema. La “proposición emotiva”, explica Dalrymple, es “una proposición falsa cuya principal función es dejar sentada la superior sensibilidad de aquél que la emite”, y que comporta “una suspensión voluntaria de la racionalidad crítica a favor de una respuesta emocional inmediata”. Cuando el podemita habla de niños hambrientos, cuando la feminista recuerda la “brecha de género”, el portavoz LGTB denuncia el “odio homofóbico” o el Papa dice que la muerte de balseros en el Mediterráneo es “la vergüenza de Europa”, cuando el separatista grita que “España nos roba”… de poco sirve sacar balanzas fiscales o demostrar con datos que en España no se pasa hambre, que no se discrimina a la mujer, que es uno de los países más gay friendly del mundo, o que los africanos se juegan el tipo en las pateras precisamente porque consideran Europa un destino nada “vergonzoso”. Pues son afirmaciones que no pretenden describir hechos, sino suscitar respuestas emocionales.
El código moral clásico recomendaba desconfiar de la autocompasión, pero la sensibilidad postmoderna rechaza esa autovigilancia como inhumana
A primera vista, el resorte emotivo que buscan activar es el de la preocupación por los supuestamente oprimidos. Ahora bien, la proposición sentimental hace vibrar también cuerdas emocionales menos nobles. Por ejemplo, la del victimismo: se está invitando a mujeres, homosexuales, inmigrantes, etc. a que se consideren víctimas del machismo, el racismo o la homofobia; es una invitación tentadora, dada la innata inclinación humana a la autocompasión. El código moral clásico recomendaba desconfiar de la autocompasión, pero ya sabemos que la sensibilidad postmoderna rechaza esa autovigilancia como inhumana. Frente al ideal estoico de la entereza ante la adversidad, hoy, en cambio, todo el mundo quiere sentirse víctima.
Por otra parte, bajo una fachada de solidaridad con los humillados y ofendidos, la proposición sentimental encubre el narcisismo moral: suscribiendo las declaraciones emocionalmente correctas, uno está comprando gratis la satisfacción de pertenecer al bando del bien. Cuando veo un documental sobre el sufrimiento de los niños del Tercer Mundo, mi primera lágrima es de compasión, pero la segunda es de autocomplacencia: “¡qué sensible soy, cómo me conmueven los niños del Tercer Mundo!”. Uno se emociona de su propia emoción. Esta cualidad automultiplicadora se da también en otras emociones morales, como el victimismo. Pruebe a fingir indignación por un agravio imaginario: a poco que persista, se habrá metido tanto en su papel que la indignación llegará a ser sincera e insoportable.
El discrepante queda deslegitimado como insensible: sus argumentos no merecen siquiera ser examinados
La otra cara de esto es la dimensión intimidatoria de la declaración moral-sentimental: si suscribirla es estar automáticamente con los buenos y admirarse a sí mismo por ello, negarla implica situarse en el campo siniestro de los machista-racista-homófobos. El discrepante queda deslegitimado como insensible: sus argumentos no merecen siquiera ser examinados. Quien usa el lenguaje emocional-políticamente correcto está deslizando también el mensaje: “yo soy más sensible que tú” y “no se te ocurra llevarme la contraria, si no quieres quedar como un repugnante machirulo”. Y este bullying funciona… ¡vaya si funciona!
La parte más interesante del libro de Dalrymple es la que muestra cómo el paradójico corolario del imperio de la sensiblería es a menudo la barbarie. El imperativo de autenticidad emocional, por ejemplo, requiere deshacer las parejas cuando “ya no estamos enamorados”. ¡No se puede engañar al corazón, no se puede “vivir en la mentira”! El resultado ha sido una volatilidad familiar creciente: el matrimonio ha sido desplazado por uniones libres más frágiles y efímeras.
“Cuando se le pregunta quién es su padre, el niño responde a menudo: ¿Quiere decir mi padre en este momento?”
Lo que omite el discurso de la corrección emocional-política es la enorme factura de sufrimiento infantil y desarraigo adulto que ha acompañado a esta revolución. Como psicólogo, Dalrymple conoce bien los “nuevos modelos de familia”. “Cuando se le pregunta quién es su padre, el niño responde a menudo: ¿Quiere decir mi padre en este momento?”. El modelo en la clase trabajadora –y cada vez más también en la clase media- ha pasado a ser la “serial step-fatherhood”: la mujer va encadenando compañeros sentimentales, con algunos de los cuales tendrá hijos.
Y no, el nuevo novio de la madre no puede llenar el vacío del padre biológico. El riesgo estadístico de que los niños reciban agresiones físicas o sexuales se multiplica hasta por veinte cuando hay padrastros en casa (huelga decir que eso no significa que todos los padrastros sean violentos). Dalrymple documenta casos en los que el nuevo novio exige a la mujer que elija: “o los niños, o yo”. Y ella entrega sus hijos a los servicios sociales.
El fracaso escolar y la indisciplina en las aulas son otros tantos capítulos de la factura social de nuestro culto al sentimiento
Esos son casos extremos. Mucho más frecuentes son aquéllos en los que padres o padrastros aplacan la mala conciencia que les produce haber antepuesto su autorrealización amorosa al bienestar de los hijos mediante el mimo excesivo de éstos. El resultado ha sido una generación de niños consentidos que, desconociendo la autoridad parental en casa, tampoco aceptan la del profesor en el colegio. El fracaso escolar y la indisciplina en las aulas son otros tantos capítulos de la factura social de nuestro culto al sentimiento.
Y el ámbito en que la emoción sin barreras se traduce directamente en brutalidad es el de la “violencia de género”. La necesidad humana de exclusividad en la posesión sexual recíproca parece hondamente arraigada, y no puede, por tanto, ser culturalmente modificada. Pero eso significa que, en un contexto social de gran volatilidad de las parejas, serán frecuentes los celos, y también la violencia asociada a ellos. Si la única ley es la espontaneidad emocional, la fidelidad de la pareja pende siempre de un hilo: de ahí la suspicacia, la alerta constante (la who-are-you-looking-at-culture). Una relación que comenzó frívolamente se puede romper también frívolamente: si le birlaste la chica a un conocido, estarás obsesionado con que te la puedan birlar a ti; como en la berrea del ganado, cualquier varón se convierte en un rival sexual potencial. Cuando finalmente les ocurre, algunos especialmente emotivos entonan el “la maté porque era mía”. Así es cómo la dictadura del sentimiento nos va devolviendo al Paleolítico.
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