Se acentúan las huelgas por el clima, Fridays for future, y con ello aumentan la cantidad de personas que consideran necesario informar sobre el cambio climático y las consecuencias del mismo si no se toman las medidas adecuadas.

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El relato es conocido: la acción del hombre a partir de la Revolución Industrial está alterando las condiciones climáticas del planeta y esto ha de provocar la destrucción de la Tierra.

La primera alteración de las condiciones climáticas por esa acción humana se denunció en la década de 1980 con la apertura de la capa de Ozono, una estructura de la atmósfera que reduce los rayos ultravioletas que llegan a la superficie de la Tierra. En esa ocasión, se consideró que el agente agresor era los clorofluorcarbonos (CFC). Se crearon protocolos para la reducción de estos componentes, el agujero en la capa de Ozono pareció reducirse, pero hoy no está claro si el agujero se abre y se cierra con el paso de las estaciones, si realmente se está cerrando prácticamente eliminados los CFC, si la capa de Ozono protege tanto como nos indicaron, o si son las nubes las que desempeñan el papel más destacado para protegernos de los ultravioletas.

El siguiente capítulo, ya a finales del siglo XX, fue el calentamiento global, una tendencia al aumento de la temperatura media de la superficie de la Tierra por la emisión de los gases de efecto invernadero. Hace algo más de diez años, el término “calentamiento global” dejó de emplearse de forma masiva para dar paso a uno más neutro de “cambio climático”.

No se trata de demostrar que el cambio climático se produjo tal como se ha formulado. Se trata de creer en el cambio climático, de imponer una nueva fe de una religión entre ecologista y anticonsumista

Quizás este trasvase de terminología se produjo para incluir bajo la responsabilidad de los hombres no sólo la subida en la temperatura media del planeta, sino para poder dar cabida a otros fenómenos climatológicos, ya no sólo calor en exceso, sino olas de frío acusadas o grandes lluvias.

El resultado es que cualquier catástrofe climatológica ahora ya puede ser debida a la acción humana y su desmedido afán de fabricación y consumo y cualquiera que ponga en duda esa relación causa efecto entre el capitalismo de los hombres y la destrucción de la Tierra demostrará su escaso aprecio por las generaciones futuras y su incapacidad para comprender a los científicos contemporáneos.

Porque el cambio climático es un hecho científicamente demostrado.

De partida, la forja del término “cambio climático” es un ardid interesante. Nadie puede negar ese cambio porque el clima, por esencia, cambia. Es un fenómeno dinámico. Funciona mediante elementos que están en transformación constante. Si consideramos a corto plazo estaríamos hablando más de tiempo (meteorológico) que de clima. Pero el clima también cambia a medio plazo, años seguidos de sequía o años seguidos con numerosas lluvias, y cambia en la larga duración, periodos glaciares e interglaciares.

Obviamente, esos cambios los hemos podido constatar en la historia antes de la Revolución Industrial. Los documentos escritos nos pueden hablar de periodos de sequía prolongada durante varios años (y sus consiguientes efectos de malas cosechas, hambre y alta mortandad), o los datos geológicos nos explican los fenómenos glaciares, con hasta seis glaciaciones desde el final del Terciario hasta todo el Cuaternario.

Es decir, el clima cambia constantemente y en el pasado lo hizo de forma notable sin que aún existieran hombres sobre la Tierra o, cuando ya existían, sin que estos se hubieran puesto a producir gases de efecto invernadero fruto de la Revolución Industrial y el capitalismo.

Por lo que negar el cambio climático parece inútil, más allá de que hablar de cambio climático sea un pleonasmo en sí. Recordemos, la esencia del clima es dinámica y, por tanto, en cambio constante.

Una vez que sabemos que el clima cambia y que lo hace en el medio y largo plazo, ahora se trata de demostrar que el clima está cambiando en ese medio y, sobre todo, largo plazo, como resultado de la Revolución Industrial. Ojo, el largo plazo es importante para el discurso catastrofista. Ya hemos vivido el medio plazo. El caso de agujero de la capa de Ozono es un buen ejemplo. Cuando se detectó el agujero, todo abogaba porque en unas pocas décadas el planeta estaría abrasado por los rayos ultravioletas. Los seres humanos “corrigieron” su fallo y nada pasó. Ojo, no se redujo ni la fabricación de productos, ni el consumo, ni se abolió el sistema capitalista. Más bien se aumentó la fabricación y el consumo y tan sólo se eliminó una mala práctica, los CFC. El sistema capitalista supo corregir un error de forma poco dolorosa.

Ahora se trata de plantear que el problema real es a largo plazo, que hemos de tomar medidas radicales hoy para evitar que ocurra algo terrible en cuarenta, cincuenta o cien años. La propuesta es interesante. Si no hacemos nada y se produce la catástrofe, seremos unos grandes canallas. Pero si no hacemos nada y no ocurre nada dentro de cuarenta y cincuenta años, ya dará igual, porque el agorero de hoy y la mayor parte de los que le escuchamos ya estaremos muertos. Es una apuesta interesante: aceptamos que los catastrofistas tienen razón o no lo aceptamos. En cualquier caso, la mayor parte de nosotros no estará para ver el resultado.

Obviamente, los catastrofistas sí pueden predecir el futuro porque cuentan ya con los datos del pasado que avalan su teoría, cuentan con mediciones de largo plazo que demuestran que estamos abocados a la desaparición de la Tierra como consecuencia del sistema capitalista y su afán por consumir. Pero aquí caemos en varios problemas de metodología nada baladíes.

Tomar el pasado como referencia para entender el futuro es lo que hacemos todos cuando apelamos a la historia como maestra de la vida. Ahora, considerar que la historia predice el futuro, es decir, pensar que la historia nos muestra exactamente lo que ocurrirá en cuarenta o cincuenta años, no una tendencia, una previsión, sino exactamente lo que va a ocurrir, ningún historiador riguroso lo aceptaría. En realidad, ningún científico riguroso se atrevería a predecir el futuro. Es cosa de adivinos, magos de circo y charlatanes varios.

Bien, podemos pensar que sin llegar a esa predicción absoluta, sí podemos mostrar ciertas tendencias (y los historiadores plantean continuamente tendencias a futuro). Pero aquí entramos en otro problema metodológico: el valor real de los datos con los que contamos para establecer una previsión a nivel mundial.

Los datos absolutos sobre el clima, temperatura, nivel de precipitación y demás, empezaron a tomarse no hace más de dos siglos. Cualquier dato previo se basa en mediciones muy parciales o en conjeturas.

De modo que cualquier gráfica de la evolución de las temperaturas de la Tierra que nos muestren como fueron esas temperaturas antes de los últimos doscientos años son hipótesis. No son hechos verificables aún, mal que le pese a Luis Gómez, colega aquí en Disidentia, que es la persona de la que más he aprendido sobre este tema del cambio climático.

Lo que acabo de decir pudiera parecer arrogante, dado que no soy un especialista en la materia del cambio climático, pero sí sé cómo funcionan los datos históricos.

Hace unos días me presentaban un vídeo muy didáctico sobre la toma de datos del pasado que muestran la evolución hacia la catástrofe del clima de la Tierra. Allí, se utilizaban tres tipos de datos históricos: las fuentes escritas, la dendrocronología (el estudio de los anillos de los árboles) y los análisis de carbono 14 (C14).

En el caso de las fuentes, ya hace más de medio siglo Braudel, que sí buscaba pequeñas edades de hielo y era un concepto que le seducía, reconocía que tenía el problema de que las gentes del pasado no tenían termómetros que nos dijeran la temperatura exacta y no pasaban de decir que hacía mucho frío o mucho calor, algo que no deja de ser muy subjetivo. Pero, además, esas observaciones suelen tener un carácter muy local, algo que también ocurre con mediciones de partida más rigurosas como las de la dendrocronología o el C14. Pensemos en el llamado “óptimo climático medieval”, del que Fernando Díaz Villanueva, otro de nuestros colegas aquí en Disidentia, hablaba hace unos meses en su Contracrónica.

Para demostrarlo, tendríamos que tomar un número determinado de años, los cuatrocientos-quinientos años que tenemos entre el siglo X y el XIV y en los que los teóricos han planteado ese óptimo climático medieval. En ese período de 400-500 años tendríamos que tener datos de toda la superficie de la Tierra, tanto de lo que obtengamos de los anillos de los árboles, como del C14 o de cualquier otra medición de laboratorio que se nos ocurra. ¿Contamos con ello? No. Hemos tomado muchas muestras en Europa occidental, en Norteamérica y luego algunas desperdigadas por el resto del mundo.

¿Son muestras representativas? Para algunas regiones muy específicas en un tiempo muy acotado, sí. Para generalizar para la totalidad de la Tierra, sólo como hipótesis, es bastante arriesgado. Un buen estadístico diría que la muestra es demasiado pequeña.

Por supuesto, a partir de ahí, todo el sesgo de confirmación que queramos. Cualquier dato que en ese margen de quinientos años parezca anunciar que hacía más calor, pasará a formar parte de los datos que avalan la teoría. Cualquier dato que lo contradiga, se descartará. Es más, ni siquiera nos plantearemos alternativas no climatológicas que expliquen nuestro dato positivo. Quizás razones sociales, culturales, cambios meteorológicos muy específicos, una erupción, un terremoto… En un afán por demostrar el cambio climático, el rigor metodológico quedará a un lado y nos quedaremos con el titular. No se trata de demostrar que el cambio climático se produjo tal como se ha formulado. Se trata de creer en el cambio climático, de imponer una nueva fe de una religión entre ecologista y anticonsumista.

Por supuesto, podríamos ir más lejos y explicar que las pruebas del C14 conlleva ciertas dudas en su datación, que tienden a salvarse comparando los datos obtenidos con otras mediciones. O que la dendroconología es un complejísimo rompecabezas que sólo podrá darnos datos amplios en el tiempo y el espacio cuando tengamos no miles, sino millones de ejemplos. O que los análisis de polen (por poner otro ejemplo de medición de laboratorio que estudia los cambios en el tiempo) dan unos datos muy precisos, en un período de tiempo muy largo, pero para un espacio muy concreto, de modo que ese mismo análisis, tomado veinte kilómetros más allá, puede dar un resultado diferente.

Aquí no trato de negar las evidentes ventajas de utilizar energías más limpias, reforestar o reciclar. Algo que es habitual en los países más desarrollados como consecuencia de ser más desarrollados. Esto no quiere decir que el capitalismo es benigno con la naturaleza, sino que cuando el capitalismo vuelve ricos a los países, sus ciudadanos pueden ser benignos con la naturaleza.

Lo que trato de explicar, en definitiva, es que no tenemos los datos necesarios para construir una historia climática que nos sea útil para establecer una previsión a largo plazo. Quizás podamos hacerlo en el futuro, cuando esa cantidad de datos aumente de forma notable.

Pero ahora, sólo tenemos una información demasiado dispersa, demasiado sesgada, demasiado pobre, que nos permite plantear unas hipótesis sin suficientes cimientos. Unas hipótesis que se están convirtiendo en dogmas, donde ya no importa el supuesto rigor científico que generó el dogma, sino la imposición ideológica.

Foto: The Climate Reality Project


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Alberto Garín
Soy segoviano de Madrid y guatemalteco de adopción. Me formé como arqueólogo, es decir, historiador, en París, y luego hice un doctorado en arquitectura. He trabajado en lugares exóticos como el Sultanato de Omán, Yemen, Jerusalén, Castilla-La Mancha y el Kurdistán iraquí. Desde hace más de veinte años colaboro con la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala, donde dirijo el programa de Doctorado.