Todos conocemos la expresión “a veces los árboles no nos dejan ver el bosque”. Pues bien, Pedro Sánchez es la secuoya gigante que nos impide ir más allá del presentismo que alientan los partidos y los medios de información.
Qué duda cabe que el personaje es una calamidad… pero una calamidad sobrevenida que se asienta sobre otra calamidad mayor. Sólo así se explica que un político tan mediocre, por más que sea un virtuoso de la mentira, haya podido pasarse por el arco del triunfo derechos civiles fundamentales e imponer de facto a todo el país el toque de queda, no ya durante las primeras semanas, cuando la temible función exponencial con la que se propagaba el coronavirus nos aterrorizaba, sino después, cuando esta función ha desaparecido.
Para lograr esta proeza, tener una mayoría parlamentaria es condición necesaria pero no suficiente. Se supone que la democracia liberal se sustenta en las leyes. Es decir, que además del sufragio universal existen salvaguardias para asegurar los derechos fundamentales. Sin embargo, en la práctica, Sánchez ha podido desembarazarse con sorprendente facilidad de ese supuesto sistema de garantías. Lo cual debería hacernos reflexionar sobre la existencia de una anomalía que trasciende al personaje.
Sin salvaguardias
Ahora, a toro pasado se anticipa un aluvión de querellas contra el gobierno en cuanto los tribunales vuelvan a la actividad. Pero estas acciones judiciales tienen más que ver con la justicia ordinaria que, por lógica, sólo puede juzgar y resarcir a posteriori, que con las salvaguardias a las que me refiero. Su carácter diferido, sumado a los tecnicismos legales y a lo no existencia de un poder judicial verdaderamente independiente, hace que las causas relacionadas con la política no sirvan para subsanar los males de fondo. Si acaso, en el mejor de los supuestos, podría dejar para el recuerdo la fotografía de un gobierno sentado en el banquillo y quizá la entrega en prenda de alguna que otra cabeza de turco. Para todo lo demás, las reclamaciones al maestro armero. Ya lo comprobamos con el ‘caso Bárcenas’ y también en buena medida con el llamado juicio del Procés.
La justicia ordinaria es así, además, su exasperante lentitud es un problema generalizado que afecta a prácticamente todos los litigios. De ahí el mal de ojo “pleitos tengas y los ganes”. Pero como digo la justicia ordinaria no es el quid de la cuestión. Las garantías a las que aludo deberían funcionar de manera automática, como interruptores, en cuanto se produce el abuso de poder. No sustanciarse en sentencias años después de que los derechos fundamentales fueron conculcados. Además, no sólo dependen de leyes escritas sino también de determinadas actitudes enraizadas en la tradición y la costumbre.
Si a Pedro Sánchez le hubiera constado que los españoles eran celosos defensores de las salvaguardias democráticas y poco o nada mansos cuando se trata de asegurar sus derechos fundamentales, seguramente no se hubiera atrevido a actuar tal y como lo ha hecho, pero sabía que no era así
En España se supone que la democracia está asentada, al menos debería ser así en sus aspectos más elementales, donde se incardinan precisamente esas salvaguardias. Pero lo cierto es que las salvaguardias no han funcionado y todavía, a día de hoy, siguen sin funcionar. Ni están ni se las espera.
El mito del modelo
Seguramente algún repúblico apuntará que el problema es que no existe verdadera libertad política, que la Transición no fue tal sino una transacción mediante la que el régimen anterior, basado en una dictadura personalista, mutó a una dictadura de partidos. Es decir, que la oligarquía que ostentaba el poder optó por abrir la mano y compartirlo con los agentes de la oposición, pero evitando trasladar el control del mismo al ciudadano de a pie.
Y en cierta medida fue así. No tenemos una constitución sino una carta otorgada, puesto que no hubo un proceso constituyente. Además, la constitución del 78 es un texto tan abierto e inconcreto en muchos aspectos que, se quiera o no, permite la interpretación discrecional. Pero no voy aquí a elucidar si el régimen del 78 se diseñó mejor o peor, tampoco si existió una intención perversa, porque el buen funcionamiento de todo modelo político depende en buena medida de otros factores que difícilmente pueden ser reglados y que los puristas suelen olvidar.
El factor que más puede contribuir a amplificar las fuerzas centrífugas que amenazan el orden democrático es la actitud de los ciudadanos y el comportamiento de las organizaciones informales que vertebran la sociedad
Un país con una democracia exquisitamente diseñada puede funcionar mal y, sin embargo, otro con una democracia imperfecta ser mucho más confiable. Es más, democracias que, aunque también imperfectas, sobre el papel estarían mejor diseñadas que la española y funcionarían mejor, con el paso del tiempo están dejando de funcionar correctamente o, cuando menos, muestran alarmantes signos de agotamiento.
Un factor relacionado con esta degradación es la hiperlegislación, es decir, la propensión de los tecnócratas a complicar el marco legal y expandirlo por doquier, haciendo que las reglas generales, fácilmente comprensible e iguales para todos en que debe sustentarse la democracia, se convierten en una jerigonza incomprensible, lo que con el tiempo deviene en desafección hacia el sistema.
Pero el factor que más puede contribuir a amplificar las fuerzas centrífugas que amenazan el orden democrático es la actitud de los ciudadanos y el comportamiento de las organizaciones informales que vertebran la sociedad, como son los partidos políticos, el ecosistema de los medios de información, las organizaciones sindicales y empresariales, y otras agrupaciones de intereses de más difícil clasificación.
Por lo tanto, el contrapeso efectivo del poder depende no sólo de las reglas formales sino también de que aniden en la sociedad actitudes que fortalezcan dichas reglas. Así, si a Pedro Sánchez le hubiera constado que los españoles eran celosos defensores de las salvaguardias democráticas y poco o nada mansos cuando se trata de asegurar derechos fundamentales, seguramente no se hubiera atrevido a actuar tal y como lo ha hecho, pero sabía que no era así. Al contrario, sabía que esas convenciones democráticas eran débiles, que somos gente asustadiza, acostumbrada a renunciar a la libertad a cambio de seguridad.
Para que el ideal democrático prevalezca necesita, además de buen diseño de modelo, una determinada cultura y actitud. Si esa cultura existe y perdura, una democracia imperfecta podrá no ya funcionar mejor de lo esperado, sino incluso aspirar a ser mejorada gradualmente. Por el contrario, aunque el modelo político sea teóricamente perfecto, si la cultura imperante es contraria o se vuelve contraria a los ideales democráticos, la democracia tenderá a fracasar. De ahí, por ejemplo, que la pretensión de los Estados Unidos de instaurar la democracia en países como Afganistán, donde impera el tribalismo, terminara en un rotundo fracaso.
En cierta medida, apelar a soluciones exclusivamente de diseño, además de alejar el foco de otros problemas complejos y de difícil solución, se asemeja bastante a la visión del ingeniero social que piensa que la sociedad puede ser diseñada desde cero. Si el diseño es bueno, los sujetos serán buenos; mientras que si ese diseño es malo, tenderán a ser malos. Ojalá fuera así de sencillo, pero la evidencia indica que no es exactamente así.
El modelo político es un engranaje más de una maquinaria compleja donde las piezas interactúan unas con otras y donde ninguna de ellas por sí sola puede asegurar su buen funcionamiento. Así, al igual que sucede con el modelo, el material humano es importante, sin embargo, un simple agregado de individuos brillantes no hace sin más a una sociedad brillante. La eficiencia y la equidad de un orden social depende de su sistema institucional y, subordinadamente, de la calidad de sus organizaciones, y éstas a su vez de la actitud de los sujetos que las integran. Esta es la cuestión elemental que se expresa cuando nos referimos a la «cultura» como razón última del nivel de desarrollo de un país.
La mula vaga
Nos guste más o menos, que un personaje como Sánchez gobierne y que, además, lo haga de manera terrible, no es sólo consecuencia de un modelo político mejorable —que lo es, no lo niego—, es consecuencia también de una cultura incompatible con las exigencias democráticas. Esta cultura, si bien alcanza su expresión más temible en la izquierda, también está presente más allá de la izquierda.
Que la izquierda tienda a subvertir el orden democrático para patrimonializar el poder entra dentro de lo previsible; y que para lograrlo considere que el fin justifica los medios, también. Lo que no se comprende es que las personas que dicen defender la libertad y la responsabilidad, que afirman ser gente de orden, en el sentido de que aspiran a un orden justo donde las leyes sean iguales para todos y todos seamos iguales ante la ley, caigan en el encanallamiento, saquen la política del parlamento y la trasladen a la calle, e incluso hagan escraches y se arroguen el papel de guardianes del bien.
Dice el refrán que la mula vaga es la que más arreones pega. Pues bien, los españoles durante décadas hemos sido extremadamente conformistas, por decirlo suavemente, y ahora queremos solventar los problemas con un arreón
Es comprensible que ante la gravedad de esta situación nos sintamos tentados a actuar de forma semejante a la izquierda, pero si lo hacemos no seremos más que una mala copia que servirá para reforzar la dinámica de confrontación, precisamente alentada por esa izquierda, que es incompatible con los ideales democráticos.
Dice el refrán que la mula vaga es la que más arreones pega. Pues bien, los españoles durante décadas hemos sido extremadamente conformistas, por decirlo suavemente, y ahora queremos solventar los problemas con un arreón. Mientras no nos ha ido del todo mal, nos hemos dedicado a sestear. De hecho, hemos transitado de un modelo capitalista competitivo a otro tecnocrático dirigido, donde el voto se entregaba a cambio de la promesa de un Estado de bienestar cada vez más costoso e ineficiente, hasta el punto de que el último presidente de “derechas” se jactó de ser más socialista que sus homólogos de izquierda. Lo cual a muchos de sus votantes les pareció genial, y aún hoy se lo sigue pareciendo.
También hemos consentido que el modelo político deviniera en un sistema clientelar, en no pocos casos con la vista puesta en ser sus beneficiarios. O asumido que la educación se redujera a la adquisición de una acreditación académica, porque nos importaba obtener un salvoconducto burocrático para mejorar nuestra posición o la de nuestros hijos, no adquirir conocimientos. O actuado en el ámbito privado en base a las mismas reglas que criticamos en los partidos, es decir mediante la compra de voluntades, el servilismo, el favoritismo e, incluso, la mentira. O renunciado a la honestidad intelectual, porque resultaba mucho más conveniente estar de parte de Agamenón que de su porquero, de tal suerte que la “cultura de la cancelación”, que originariamente surge de la izquierda, se ha generalizado.
En resumen, somos en buena medida el reflejo de los políticos que tanto criticamos, porque compartimos la misma cultura. Ahora, en vez de aprovechar esta hecatombe para reflexionar, asumir nuestra responsabilidad, que no es poca, e intentar mejorar empezando por nosotros mismos, pretendemos encarnar todos los males en un único enemigo. Pero lo cierto es que el sistema ha fallado porque nosotros hemos fallado lastimosamente, y si pretendemos arreglarlo imitando a la izquierda volveremos a fallar.
Pedro Sánchez es un presidente terrible, a qué negarlo. Con todo, es la consecuencia lógica de todo lo que estaba mal, la excrecencia de una forma de ser y hacer incompatible con la excelencia. Ese es el bosque que el árbol Sánchez nos impide ver. Mientras no alcancemos a entenderlo, va a ser muy difícil que las cosas mejoren, en todo caso tenderán a empeorar. Debemos pues cambiar de actitud, porque, como dice otro aserto bastante sabio, cualquier salvación que no provenga de donde nace el peligro es en sí misma una desventura.