El Estado es un gas flatulento, nauseabundo, hediondo y pestilente. Es un gas que apesta, pero también por cómo se comporta, por su modelado matemático, físico y químico. Intuimos, por el tufo que desprende, la magnitud del mojón que se avecina, pero cuanto más tiempo pasamos rodeados por sus vapores, más parece que nos habituamos a ellos. A todo se acostumbra uno, dice la coda popular, y nuestro cuerpo, que tiende a minimizar todo aquello que no siendo principal distorsiona nuestra vida, reduce el efecto de muchas externalidades negativas para que no nos resulten insoportables y podamos centrarnos en lo mollar de la existencia. Sin embargo, tan peligroso es el montón de excrementos que tenemos delante, que solo hay que aspirar levemente para notar su repugnante perfume.
Los gases tienden a ocupar todo el espacio que queda disponible. Se meten en nuestra boca y en nuestras orejas. Nos acompañan al cajero, mientras tecleamos nuestro número secreto y a nuestra alcoba, mientras yacemos, dormimos o jugamos al Scrabble. Están en nuestro trabajo o con nuestros amigos. En todas partes. Si no fuera por la gravedad escaparían al espacio exterior y aun perdiendo densidad se repartirían por el cosmos. Eso sí, a pie de calle se cuelan por cualquier rendija o recoveco que haya disponible y es difícil, incluso hoy, tener recipientes absolutamente herméticos y totalmente al vacío, sin una pizca de esa mezcla de nitrógeno, oxígeno y algún que otro gas, que necesitamos respirar. Exactamente igual que el Estado.
Quizá todos necesitemos de cuando en cuando ensuciarnos un poco los pulmones con algún cigarrillo que otro, no digo que no, pero entre un cielo limpio jurásico y los establos irrespirables en los que se están convirtiendo nuestras sociedades, es evidente que hay un término medio –mínimo diría yo– soportable
Si queremos controlar un gas debemos meterlo en un recipiente bien sellado, con un cierre apropiado. Tal cual debiéramos proceder con el Estado. Todo debe estar perfectamente confinado, en un receptáculo sin poro alguno, puesto que por pequeño que este sea, el gas tenderá a salir de su cautiverio y el Estado comenzará a expandirse. Al principio del escape es fácil que no caigamos en la cuenta, al fin y al cabo, la proporción de gas-Estado en nuestra atmósfera-vida es muy pequeña en ese temprano momento y no entorpece nuestro quehacer diario, sin embargo, como andemos descuidados puede escaparse completamente del cautiverio y ocuparlo de nuevo todo, impidiéndonos respirar.
Es necesario un diseño adecuado de los recipientes-leyes que hayan de ejercer contener y ejercer el sistema de control y, más necesario si cabe, que nosotros, los sufridos contribuyentes, ejerzamos las labores de mantenimiento que precisa, cada poco tiempo, un contenedor sometido a tanta presión. No podemos delegarlas en nadie.
Puesto que a fecha de hoy la atmósfera europea o americana, lo que diríamos nuestra atmósfera occidental, está ya completamente viciada, son muchos los que difícilmente detectan el olor. Están acostumbrados, institucionalizados como decía Red Redding en Cadena Perpetua. Los políticos y toda su troupe serían incapaces de vivir en una atmósfera limpia de Estado. Quizá todos necesitemos de cuando en cuando ensuciarnos un poco los pulmones con algún cigarrillo que otro, no digo que no, pero entre un cielo limpio jurásico y los establos irrespirables en los que se están convirtiendo nuestras sociedades, es evidente que hay un término medio –mínimo diría yo– soportable.
Por otro lado, y para complicar más si cabe la ecuación, hay un altísimo porcentaje de ciudadanos tornados en una suerte de Ozzys Osbourne o Keiths Richards incapaces ya de sobrevivir un solo día sin meterse su dosis de mierda. Si dejan de hacerlo, palman. Viven enganchados al BOE como aquellos humanos de Matrix y ya no pueden salirse del sistema. Como tantas otras sustancias el gas-Estado, una vez que el cuerpo se acostumbra a consumirlo, lo necesita. Los que somos conscientes de la asfixia que se avecina no podemos privarles de su ración, así como así. Un yonki solo vive para conseguir un poco de aquello que le calma el mono y cuando has nacido en una cloaca el aire puro se te hace irrespirable.
Es evidente que el depósito que contiene este embrollo tiene vías por todas partes. Es necesaria su reingeniería. También es indudable el enorme volumen de veneno que campa por nuestros pueblos y ciudades, por lo que para confinarlo debemos empujar todos a la vez y en todas direcciones. Una vez encerrado el Estado en un globo, si solo aprietas por un par de sitios, el globo revienta y vuelta a empezar. No cabe tampoco esperar nada de quienes están enganchados, ni de quien les suministra. No importa que sea el camello que consume su propia droga para ver qué tal y pasar un buen rato como el cínico que la vende sabiendo lo nociva que es. Todos aceptan el juego y creen que es mejor así. Todos sacan tajada.
Que las Wachowsky se quedaran cortas todavía puede parecer exagerado, pero sin duda hay cada vez más institucionalizados que matarían solo por volver a vivir en la prisión de Shawshank y a los que tomarse una cerveza bien fría después de alquitranar el tejado rodeados de sus guardianes les parece la máxima cota de Libertad que se puede alcanzar. Quizá tengamos que arrastrarnos, como Andy Dufresne, por kilómetros de alcantarillas para ser hombres libres. Quizá no quede otra que respirar un montón de metros en alcantarillas llenas de gases flatulentos, nauseabundos, hediondos y pestilentes para alcanzar la Libertad. Vayan reventando la tubería con cada trueno.