En su diálogo sobre el amor, Platón habla de la relación con los jóvenes o con las mujeres de un modo despectivo. “Sólo inspira acciones bajas”, dice, pues “da preferencia al cuerpo sobre el alma”. El amor platónico es un amor honesto. Es un amor que no procede de la Venus de Júpiter y Dione, joven y nacida de padre y madre, sino que procede de otra Venus, “de más edad, hija del cielo, que no tiene madre, a la que llamaremos Venus celeste”. Es un amor “ligado a una diosa de más edad, y que, por tanto, no tiene la sensualidad fogosa de la juventud. Los inspirados por este amor sólo gustan del sexo masculino, naturalmente más fuerte e inteligente”.
El amor platónico es un silogismo, en el que la premisa mayor es que un hombre de aspiraciones elevadas ha de buscar un amor de cariz moral e intelectual que se sobreponga a los dictados de la carne. La premisa menor es que ese amor sólo lo puede ofrecer otro hombre, ya que es más inteligente que una mujer. La conclusión es el amor homosexual. La premisa menor ha decaído en nuestra cultura, y así la expresión “amor platónico” se ha mantenido desligada de su promoción del amor homosexual.
El futuro de la homofobia era el de un lento pero inexorable decaimiento en las sociedades occidentales, y sólo la imparable extensión del Islam, también sobre el suelo occidental, le otorgaba visos de recuperación
Es normal que así fuera, porque la capa que se superpuso sobre la cultura clásica fue la cristiana. Por un lado, la religión cristiana era, según el historiador Rodney Stark, una religión de mujeres. Y, por otro lado, el cristianismo condena, o condenaba, la homosexualidad. En la moral cristiana, el sexo es finalista, y está encaminado a cumplir con el mandato del génesis, “creced y multiplicaos”.
Aunque acuñemos esta condena de la homosexualidad en un párrafo, o unos cuantos, debemos tener en cuenta que se ha mantenido durante siglos y siglos, y que está incrustada en nuestra cultura.
La llegada del siglo XIX cambió la situación por varios motivos. Por un lado, el estudio de la mente de los hombres se desligó de la moral; adquirió un carácter más científico. Y se comenzó a estudiar la homosexualidad como un rasgo característico de ciertas personas. De hecho, es entonces cuando se acuña el término.
La migración masiva del campo a la ciudad, y el crecimiento de las urbes, permite el encuentro discreto, o secreto, al abrigo de la masa. Se crea una cultura clandestina, pero que poco a poco va saliendo a la luz.
Aproximadamente en la misma época, se expulsó la homosexualidad del catálogo de enfermedades mentales, y se acuñó el término homofobia como una actitud negativa hacia los homosexuales, pero también como una enfermedad mental.
En realidad, para cuando se creó ese término, la homofobia llevaba retirándose durante décadas. Aunque la tratase como una enfermedad mental, la psiquiatría descubrió que la inclinación al amor por alguien del mismo sexo era una cualidad permanente de ciertas personas, y no una mera actitud pasajera, fruto de una sexualidad desaforada o fuera de lugar.
Ver la homosexualidad como un rasgo propio de algunas personas, como un mandato de su propio cuerpo, como una inclinación que parte de su propia naturaleza, por un lado le otorga un carácter inevitable. Y por otro, expulsa la homosexualidad del ámbito del juicio moral.
Pero el gran cambio, a mi parecer, proviene de la decadencia de la moral cristiana, y del convencimiento moral de que nadie tiene derecho a importunar el comportamiento de otro en un ámbito tan privado como es el del sexo. Creo que en el siglo XX acabó por triunfar John Stuart Mill.
El futuro de la homofobia era el de un lento pero inexorable decaimiento en las sociedades occidentales, y sólo la imparable extensión del Islam, también sobre el suelo occidental, le otorgaba visos de recuperación. Pero hemos albergado la semilla de una idea que ha cambiado la situación por completo, y que puede darle nuevas alas a la homofobia.
En 1969 la feminista Carol Hanisch escribió un artículo titulado Lo personal es político, en el que decía: “No hay soluciones personales en este momento. Sólo hay acción colectiva para una solución colectiva”. Esta idea tiene consecuencias brutales. Decía en otro artículo: “(la idea), nacida dentro del feminismo radical, de que lo personal es político, es una bendición para el poder, porque le abre las puertas de nuestra casa. No hay ámbito estrictamente privado; todo lo que hacemos y decimos entra dentro del proceso político”.
Esto tiene implicaciones directas para la homosexualidad. Ya no es una decisión personal. Ya no consiste en dar curso a las preferencias personales. La homosexualidad es una declaración política, un acto de rebeldía contra la sociedad actual, contra cualquier concepción moral que no acepte como algo positivo, enriquecedor. Y una denuncia de todo lo que haya tocado la moral tradicional; de sus instituciones, de sus manifestaciones culturales, de las personas que hayan podido albergar una moral que no sea esta.
Así, la homosexualidad pasa de ser el libre ejercicio de una opción personal a ser una manifestación política; una postura militante, y combativa contra una parte de la sociedad. Pero en el terreno de la política jugamos todos, y eso incluye a quienes se sienten atacados. Además, se considera homofobia no la condena de un comportamiento sexual sino la crítica a esa manifestación política. Por todo ello, la homofobia como fenómeno tiene el futuro asegurado.
Foto: Harry Quan.