Supongo que muchos recordarán la famosa frase del brasileño Olavo de Carvalho: “El comunismo no es un gran ideal que se pervirtió. Es una perversión que se vendió como un gran ideal”. Los cientos de millones de muertos unidos a las todavía pobladas hordas que lo defienden atestiguan la veracidad de la aseveración del escritor sudamericano. Sin embargo, aunque con diferentes grados de maledicencia dependiendo de la profundidad de su aplicación, no es solo el comunismo, sino cualquier forma de colectivismo, un ejemplo de depravación social vendida como bondad. Ésta será tanto más perversa cuanto más hondamente hunda las garras en el entramado relacional que formamos todos nosotros.
Cumplir años conlleva, ineludiblemente, un sinfín de desengaños personales. Por nuestras vidas pasan familiares, amigos y personajes públicos que acaban por defraudarnos, hasta perder el contacto con ellos, a veces, incluso, nos caemos del caballo de nuestras ideas. No son pocos los que lucharon en la Guerra Civil española y que, en su lecho de muerte, o incluso antes, espetaron aquello de que “yo no hice una guerra para esto”. Los humanos intercambiamos naturalmente y, en esa vorágine de compras y ventas, las ideas o, peor aún, las ideologías, no son más que mercancía que hay que sacar del stock, por lo que los entendidos en el packaging político se estrujan la masa gris para colocarnos lo que tengan en el almacén criando polvo.
Se preguntaban estos días, por ejemplo, los peronistas argentinos, qué habían hecho mal. En realidad, solo hicieron una cosa mal: escoger colectivismo
No deja de ser curioso como los más radicales comunistas tachan al capitalismo de fascista porque en la Alemania nazi había empresas privadas. Hoy en la China comunista también las hay y en uno y otro lugar para tener una empresa es condición sine qua non ser afecto y útil al régimen totalitario gobernante. Todos los regímenes extremos han sido y son esencialmente iguales. Se anula al individuo y se rinde culto al partido o al líder. El resto está en los anales.
Partiendo de estos extremos, comunes y normales en las edades antiguas, se ha venido abriendo espacio al individuo, especialmente desde la ilustración y sobre todo con la llegada de la era industrial. El siglo XX produjo un aumento sin par en toda la Historia de la calidad de vida de las personas en general, una reducción de la pobreza generalizada, incluso con un incremento de la población casi exponencial. Al permitirse al individuo mantener sus posesiones, comerciar con ellas y con su trabajo, no solo el linaje, si no también la pericia en el comercio y el servicio a los ciudadanos se ha posibilitado el crecimiento de la riqueza individual. En estas relaciones no hay posibilidad de colectivización y por eso han sido símbolo y ejemplo de prosperidad.
Se preguntaban estos días, por ejemplo, los peronistas argentinos, qué habían hecho mal. En realidad, solo hicieron una cosa mal: escoger colectivismo. Cuando más profundamente se aplica y más se dilata en el tiempo un sistema como el que allí impera desde hace años mas se acelera la caída. El ejemplo venezolano, como todos sabemos, es paradigmático.
Dentro de nuestras fronteras existe un caldo de cultivo parecido que, en países como Irlanda, Estonia o la República Checha, parecen haber desterrado. No cabe la distinción maniquea de izquierda o derecha. Aquí hubo alternancia de partidos que usan estas etiquetas, sin embargo, como en el caso de China y la Alemania nazi, se comportaron de forma similar, obviamente sin llegar –todavía– a los extremos totalitarios de estos países. La presión del colectivo, a través del Estado, sobre el individuo no ha dejado de crecer desde hace más de veinte años. Poco importa si este colectivo es nacional o sexual, si es ideológico o físico. La capitalización de estos apoyos es crucial para mantenerse en el poder y así lo entienden los partidos políticos que tratan por todos los medios de mostrarse afines a cualquiera de estas mayorías.
Se convierte la gestión entonces en un círculo vicioso en el que para seguir contando con el fervor de los fieles es necesario aumentar el ingreso público, para hacer crecer el gasto con posterioridad contentando a cada parroquia. Las parroquias crecen, pues se vive más cómodo y calentito dentro del sistema y éste no puede parar de engordar. Si a esta bola de nieve añadimos el rechazo de toda racionalidad y la adoración por el sentimentalismo millenial, empujamos a las sociedades hacia el abismo de una dictadura en la que se puede votar.
Todas estas perversiones han acabado en España con la deuda pública desbocada, un paro estructural que no baja nunca del 15%, unos pésimos resultados educativos y ahora, para más inri, hemos caído en la cuenta de que nuestro mix energético no se sostiene, con las consecuentes apreturas para empresas y usuarios domésticos.
Podemos caer en la tentación de echar la culpa a un colectivismo y abrazar otros. Puesto que en España gobierna la izquierda, cabe enunciar a Olavo, como hacíamos al principio, pero hay que andar muy despierto para no caer en la trampa. La negación de la izquierda per se no es buena ni mala, es solo eso, su negación. Sostener la postura contraria a un colectivo para sumarse al de enfrente no es más que crear una estúpida imagen especular, que acaba siendo lo mismo mentado de otra manera. Esto es lo que hacen mal los gobernantes, elegir colectivos a los que regar de pasta, que es lo que da votos en lugar de elegir lo que otros han tenido la valentía de elegir y que da prosperidad a la gente. La prosperidad de los ciudadanos puede que también dé votos, seguramente los dé si se identifica al gobernante como su causante, pero indefectiblemente quita poder al gobierno. Es mucho más fácil sostenerse en los colectivos y que salga el sol por Antequera, aunque salga con más nubes que claros.
Foto: Jordon Conner.