No sé las veces que habré visto la película Lo que el viento se llevó (1939) desde que la vi por primera vez en casa de mis abuelos. Mi cabeza infantil no comprendía cómo una mujer tan guapa y talentosa podía estar enamorada del insulso y gris Ashley Wilkes, teniendo a un rendido admirador como Rhett Butler, que no es que me pareciera el summum de la belleza masculina, pero era mucho más gracioso y carismático. Desde la infancia ya supe apreciar el juego que da el cinismo en cualquier historia, el atractivo del personaje que actúa con falsedad y desvergüenza y que aporta a la narrativa un toque canallesco.

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Los cínicos con labia son populares, aunque despistan porque son tan descarados en su forma de conducirse que dejan estupefactos a quienes interactúan con ellos, incapaces de creerse lo que están viendo u oyendo. Tendemos a disculpar las muestras de cinismo haciendo como si no existieran o, simplemente, atribuyéndolas a errores involuntarios. Rhett Butler, John Doe (Kevin Spacey) en Se7en, Jocker (Joaquin Phoenix) en the Dark Night, Walter White (Bryan Cranston) en Breaking Bad, o Cersei Lannister (Lena Headey) en Juego de Tronos, personajes todos ellos seductores por su descaro, su inmoralidad y su forma de conseguir lo que quieren desprendiéndose de toda atadura ajena a su propio interés, aunque he de reconocer que Rhett, en el fondo, era un buenazo.

Que los jueces, juristas y, en general, defensores del Estado de Derecho y de la independencia judicial nos arranquemos ante cualquier trapo que nos presenten y embistamos con toda la fuerza de un astado, lejos de ser una virtud, en mi opinión, es una muestra de debilidad y de cesión de poder ante el manipulador

La escuela cínica, como corriente filosófica griega fundada por Antístenes en Atenas, defendía la idea de que la felicidad y la virtud tienen por fundamento la mayor independencia posible con respecto a las condiciones de vida exteriores. Sus seguidores enarbolaban el desprecio hacia las instituciones y las convenciones sociales como vehículo para regresar al “estado natural” del hombre. Nada que ver, por tanto, la acepción filosófica de “cínico” con la vulgar que ha trascendido a nuestro diccionario, más allá de tener en común el sustrato último de inmoralidad, entendiendo “moral” como conjunto de normas éticas que guían nuestros actos hacia el bien común. El desprecio a las normas de los cínicos griegos se ha transformado en el rechazo a “lo correcto” de los cínicos actuales.

El cinismo se ha convertido en una forma de influir en la sociedad a través de la manipulación verbal con soflamas falsas pero eficaces, construyendo un relato, tapando los problemas reales y sacando noticias inexistentes de pozos secos.

El cínico provoca al adversario a sabiendas de la falsedad de lo que dice. Con descarada falta de respeto hacia la honestidad intelectual, consigue que comulguemos con ruedas de molino a fuerza de repetir mentiras hasta hacerlas verdaderas. El cínico no busca la verdad de las cosas porque es mucho más útil para él adaptar la realidad a su verdad, a esa “verdad” necesaria para construir su relato. El cinismo imperante es tenaz, metódico y paciente, es perversamente premeditado. Pero, sobre todo, el cinismo es útil para hacer políticas de saldo, de esas que no persiguen el bien común sino la conservación del poder para el cínico y los suyos.

Las redes sociales y medios digitales adictos al clickbait hacen más eficaz aún esta manipulación orquestada. Me gusta que me recuerden a menudo que las redes sociales no son tan importantes como creemos y que fuera de ellas la ciudadanía —la mayoritaria ciudadanía— se encuentra al margen de las discusiones y polémicas tuiteras. Sin duda, es necesario tenerlo presente para no sobredimensionar los problemas. Pero también tenemos que ser conscientes de que cada vez hay menos periodismo y más volcado del contenido de las redes en las noticias, por eso tampoco podemos menospreciar a la jungla digital de microbloggers. La política, como ya dije en mi artículo Trueque de tiranos, se hace cada vez más en twitter.

¿Cuál es la dinámica de la provocación? Los cínicos escogen la materia sobre la que desean formar una opinión que favorezca a sus objetivos. A continuación, lanzan el sofisma que afirme de forma capciosa el hecho que se pretende introducir como indubitado en el ideario colectivo. Entre quienes no se cuestionan nada y tragan las afirmaciones en base a la ciega adscripción ideológica del emisor del mensaje, aquel sofisma comienza a circular, captando más afirmaciones derivadas de la primera y engordando el no-problema a fuerza de repetirlo. La mentira reiterada comienza a tomar consistencia como cuando se liga una salsa en la cocina y aquellos que inicialmente dieron por falsa la noticia, comienzan a dudar. La manipulación de masas no es algo que se haya inventado en los últimos años, lo que sí es nuevo es la posibilidad de obtener reacciones directas de los afectados por esta estrategia.

Mucho se habla del “efecto Streisand”, aquel por el cual, cuanto más se pretende silenciar algo en internet, más famoso se hace. Debe su nombre a la polémica creada por la actriz Bárbara Streisand en 2003, que demandó al fotógrafo Kenneth Adelman exigiéndole una indemnización por los daños ocasionados al publicar una imagen de su mansión en Malibú en la página pictopia.com. El fotógrafo adujo que la fotografía en cuestión (“la imagen 3580”) era una de tantas otras obtenidas desde el aire para denunciar la degradación de la costa de California por la construcción de edificios en primera línea de playa. La actriz pretendía salvaguardar su intimidad, pero con su demanda lo único que consiguió fue que esa fotografía, que había sido descargada seis veces antes de la demanda, tras ella lo fuera 420.000 veces en un mes.

El efecto multiplicador de la provocación y la falta de estrategias de comunicación en los incautos afectados por las informaciones deliberadamente manipuladas, convierten al cínico en dueño y señor de la polémica, llevando a su terreno a todo aquel que pretende, sin éxito, contrarrestar la falsedad de las afirmaciones vertidas. Y el ofendido hace de altavoz.

En esta España crecientemente antitaurina, me atrevo a utilizar el fantástico símil de la tauromaquia para describir en pocas palabras de forma más precisa el movimiento de descrédito hacia la judicatura que desde determinados sectores de la izquierda se está produciendo en los últimos años.

Dicen que el toro bravo es el que embiste de frente, de lejos, sin titubeo ante la provocación que el matador le presenta citándole desde los medios con la muleta. Decía Álvaro Domecq y Díez, ganadero y rejoneador, que «un toro bravo es un hermoso y orgulloso animal que ataca siempre, sin el menor resquicio de miedo. La bravura consiste en ir siempre donde le llaman y se complementa con otros matices». La bravura es una cualidad del toro de lidia pero no deja de ser un calificativo que valora la actitud de un animal que no tiene capacidad de discernimiento, ni de diseñar estrategias, ni de anticiparse al resultado de sus actos, motivo por el cual casi siempre acaba sucumbiendo ante la superioridad intelectual del hombre. Que los jueces, juristas y, en general, defensores del Estado de Derecho y de la independencia judicial nos arranquemos ante cualquier trapo que nos presenten y embistamos con toda la fuerza de un astado, lejos de ser una virtud, en mi opinión, es una muestra de debilidad y de cesión de poder ante el manipulador.

Es tan sencillo de ver desde la asepsia de quien no se da por aludido que, a veces, resulta enternecedor observar cómo cumplimos como colectivo todos y cada uno de los hitos previstos de reacción ante ataques infundados y falsos, hasta el punto de que acabamos completando el discurso manipulador que nos provoca. Las reacciones —tanto individuales como colectivas— sin un ápice de reflexión y sin pararse a pensar que no siempre merece la pena desmentir las invenciones a riesgo de darles credibilidad, acaban creando artificialmente una apariencia de realidad que no existía al inicio. Hay que analizar quién es el emisor, en qué contexto emite su opinión y qué alcance ha tenido. No es lo mismo un político que un actor; un responsable de Justicia que un tertuliano; unas declaraciones parlamentarias que un tuit. Si alguien afirma que los jueces somos todos privilegiados, ricos y conservadores, asimilando la procedencia acomodada a una menor catadura moral, como una premisa sin matices, patalear pretendiendo convencer de nuestro supuesto origen humilde permite dejar en evidencia las costuras de nuestro propio discurso que, en lugar de centrarse en tan pueriles argumentos, debería poner el foco en la realidad de nuestro trabajo, técnico e independiente, al margen de nuestra adscripción ideológica, nuestra condición sexual o nuestros gustos inconfesables. Y lo digo como autocrítica, porque yo misma he caído una y cien veces en la trampa y me temo que seguiré haciéndolo. De tanto desmentir bobadas, alimentamos la noticia y Streisand y Rhett Butler hacen de las suyas.

Quizá en esta sociedad tan frenética, tan ávida de titulares impactantes que indignan a la misma velocidad que son olvidados, debamos ser los ciudadanos los que empecemos a autoimponernos mesura, reflexión y sosiego. Debemos aprender a contrastar, a leer y a escuchar antes de formarnos una opinión. Y, sobre todo, debemos examinar las consecuencias de nuestras reacciones: aunque en un momento determinado nos sirvan de desahogo, en ocasiones somos enemigos de nosotros mismos. Nos citan de frente y embestimos. No les demos ese poder.

Foto: Giovanni Calia.


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Natalia Velilla
Soy licenciada en derecho y en ciencias empresariales con máster universitario en Derecho de Familia. Tras un breve periplo por la empresa privada, aprobé las oposiciones a las carreras judicial y fiscal, entrando en la Carrera Judicial en 2004. Tras desempeñar mi profesión en las jurisdicciones civil, penal y laboral en diversos juzgados de Madrid y Alicante y una época como Letrada del Gabinete Técnico de la Sala Primera del Tribunal Supremo, en la actualidad trabajo como magistrada de familia. He sido docente en la Universidad Carlos III, Universidad Europea de Madrid, Escuela Judicial, Instituto Superior de Derecho y Economía y otras entidades y a ratos escribo artículos de arte, derecho y opinión en Expansión, Vozpópuli, El Confidencial, El Español y Lawyerpress. Autora del ensayo “Así funciona la Justicia: verdades y mentiras de la Justicia española”, editada por ARPA.