Aunque existan diferencias, no es difícil notar que el entramado jurídico-constitucional de sistemas que se consideran democráticos es bastante similar, sin embargo, el funcionamiento efectivo de sus instituciones registra diferencias mucho mayores, lo que hace que la vida política de cada nación discurra de forma diferente y también que los ciclos políticos no siempre se acompasen tanto como las circunstancias podrían hacer pensar. En España ha sido muy frecuente que las olas conservadoras en Europa nos pillasen con gobiernos de izquierda y al revés. La razón de todo esto se encuentra en las respectivas historias porque, aunque la democracia se trate de imponer como un sistema indiscutible, y lo sea en cierto modo, la cultura política de las distintas sociedades acaba haciendo que las cosas que pasan en cada país sean bastante peculiares y, en ocasiones, incomprensibles desde perspectivas ajenas o desde puntos de vista en exceso doctrinarios.

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Si esto es así en el caso de las instituciones, con mucha más razón pasará en el caso de los partidos cuyo funcionamiento, idiosincrasia y arraigo popular dependen mucho más de la propia historia, aunque en buena parte sea inventada, que de las definiciones jurídicas e institucionales, como por ejemplo las que les encomienda la Constitución del 78 en España, de forma que, salvo en los vicios más notorios y comunes, apenas responden a un modelo ideal.

La cultura política de los ciudadanos se va haciendo cada vez más estatista, incapaz de ver en la libertad ninguna salida para las crisis de la economía, para la ausencia de empleos o para conseguir que nos atiendan bien los médicos

Partiendo de esta premisa no muy discutible, me parece, se entiende un poco mejor la dificultad que en España han experimentado tanto las doctrinas liberales, como los partidos que se hayan querido inspirar en ellas. La razón está en que, aunque sea simplificando algo el panorama, las dos grandes fuerzas que encauzaron la transición, los políticos reformistas del sistema franquista y la izquierda, eran estatistas, es decir estaban dispuestos a tolerar principios liberales en el entramado doctrinal y jurídico del nuevo régimen, pero no pensaban ni por un momento en aplicar políticas liberales, económicas o de otro tipo, a no ser que fuesen obligados bajo severo castigo.

En la UCD existieron algunas figuras liberales, pero ese partido estuvo siempre gobernado por una mezcla de suaristas, tecnócratas más o menos reformistas, democristianos y socialdemócratas (algunos de ellos se pasaron al PSOE tan pronto como vieron seguro su destino) sin que los pocos liberales tuviesen el menor protagonismo práctico. Con esa tradición a las espaldas no es extraño que tanto la derecha como la izquierda hayan competido frente a los electores en ver quién hacía más y mejores “políticas sociales”, quién llegaba más lejos en la protección y promoción de una creciente floración de derechos sociales, cosa que llegó a la caricatura con el gobierno de Rajoy, en el que Montoro, ministro de Hacienda, presumía, con harto motivo, de haber dejado en mal lugar a la izquierda a la hora de subir los impuestos necesarios para sostener un Estado insostenible que no en vano acabó al dejar Rajoy el gobierno (es una forma de decirlo) con un incremento de deuda pública monumental.

Tampoco los nuevos partidos de centro, que en otros países son liberales casi por definición, se han atrevido a exhibir una etiqueta que les parecía inquietante: el CDS de Suárez era “social” hasta en su nombre, aunque se integró por sorpresa en la Internacional Liberal, la UPyD tampoco era dudosa al respecto, y Ciudadanos se definió como socialdemócrata para acogerse al marbete liberal a la hora de su suicidio.

El problema que todo esto plantea es que, al margen de que se puedan ver algunas contradicciones entre las proclamas doctrinales de la Constitución y numerosas políticas públicas, es que resulta muy difícil presentar alternativas políticas creíbles a los “hallazgos” de la izquierda, de manera que cabe apostar que los 400 euritos para la cosa cultural y juvenil que acaba de reglar nuestro Sánchez gozarán de buena salud aunque cambie el ciclo político, al menos mientras el BCE no decida ponernos las barbas a remojar. Si bien se mira, se trata de un mal bastante extendido y ya viejo, no vayan a creer, nada menos que Chesterton observó en cierta ocasión que “La totalidad del mundo moderno está dividido entre conservadores y progresistas. Los progresistas se ocupan de cometer errores. Los conservadores se ocupan de que no se corrijan”.

La segunda consecuencia de esta carencia liberal es que la cultura política de los ciudadanos se va haciendo cada vez más estatista, incapaz de ver en la libertad ninguna salida para las crisis de la economía, para la ausencia de empleos o para conseguir que nos atiendan bien los médicos. La izquierda, que es implacable con su negocio, no deja de insistir en que la libertad es sinónimo de abuso, de debilidad de los menesterosos y que nadie nos arregla la vida mejor que unos buenos servicios públicos. La consecuencia inmediata es que la opinión común se hace incapaz de percibir los muchísimos defectos y abusos que tachan el funcionamiento de numerosos servicios públicos incompetentes y se dedica a defender lo público incluso cuando los maquinistas de la Renfe (pública) les estropean sus vacaciones privadas, un fijo en la quiniela, porque los maquinistas siempre están defendiendo que la compañía siga siendo pública para seguir siendo quienes la controlan, o cuando los estibadores portuarios o los controladores aéreos (siempre públicos) se las arreglan para que nadie que no sea de su familia entre en el codiciado jardín de su exclusivo disfrute.

¿Cuál es la razón de que los partidos de centro derecha sean tan renuentes a defender políticas liberales, no estatistas, a abrir las puertas a la libre competencia y al mérito como proclaman los principios y las trayectorias de éxito en que se debieran inspirar?

Ya hemos apuntado alguna de las razones, pero no hay que olvidar que los partidos mismos se resisten como gatos panza arriba a que penetre en ellos el corrosivo gen de la competencia, algo que podría poner en duda el derecho de los que están arriba a seguir estando, un ingrediente que en su fuero interno muchos siguen considerando tan peligroso como la vieja contraposición entre la libertad y el libertinaje. Para asegurarse la permanencia de quienes mandan sin que nadie pueda hacerles sombra, los partidos aluden al mal de la división, a que hay que mostrar unidad, a que los electores castigan la desunión y mil monsergas de este tipo, pero la verdad de Dios es que quienes están arriba dicen creer en la democracia y en la libertad, pero siempre que eso se aplique en casos distintos al suyo. El PP era, hasta hace muy poco, un partido hereditario en el que, por cierto, ser hijo-de sigue siendo una garantía de buena carrera interna.

A causa de esa renuncia a hacer real el debate y la libertad política los partidos se esclerotizan y acaban ofreciendo dos sustitutos bastante penosos de cualquier política atractiva: el primero, el odio y el temor al enemigo, la apuesta en el terreno del maniqueísmo (lo que no quiere decir, obviamente, que los adversarios sean ejemplares ni santos) lo que les permite, o eso creen, prescindir de la buena persuasión, del debate inteligente y abierto, de presentar alternativas que respondan de verdad a las necesidades y exigencias que sienten los electores en sus carnes, de modo que su política se ritualiza y se convierte en una letanía repetitiva. El segundo sustituto es, si cabe, más penoso, la pretensión de presentarse como mejores administradores, como salvadores de la quiebra pública. Pero de la quiebra pública solo nos salvará quien sea capaz de convencer a los electores que hay alternativas mucho mejores y más baratas para sus bolsillos que unas administraciones públicas que crecen de manera indefinida y una legislación agobiante que pretende controlar hasta nuestros sueños.

Hasta que a un socialismo creciente e incompetente no se opongan políticas liberales valientes, todo seguirá igual y la derecha conservadora (aunque se diga liberal) se limitará a arreglar algunos desaguisados contables, poco más.

Imagen: Promulgación de la Constitución de 1812.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web