En primero de carrera nos enseñan que las fuentes del ordenamiento jurídico español son: la ley, la costumbre y los principios generales del derecho. En todos los países, de forma más o menos refinada, esta es la regla genérica (en el mundo anglosajón la costumbre se haya más extendida). Sin embargo, la principal fuente del derecho durante las crisis o situaciones especiales (reales o inventadas) es el miedo.
Un buen ejemplo se haya en los campos de concentración que los estadounidenses crearon entre 1942 y 1946 para ciudadanos de ascendencia japonesa, alemana o italiana. Decimos “ascendencia” porque la mayoría de las 120.000 personas internadas forzosamente en dichos campos tenían exclusivamente la nacionalidad estadounidense. La mayoría eran de segundo o hasta tercera generación de inmigrantes. La Casa Blanca y el Congreso, ambos de mayoría demócrata (sólo se opuso un senador republicano), no dudaron lo más mínimo en encerrar, privando del derecho más básico, a miles de personas con el pretexto de tener los ojos rasgados, hablar arrastrando las consonantes o realizar gestos con la unión de todos los dedos de un mano al hablar.
La histeria había alcanzado semejante extremo gracias, en parte, a la labor de la prensa. Desde periódicos como Los Ángeles Times pedían el internamiento preventivo como mejor respuesta a la seguridad. Por cierto, miles de unidades militares apostadas en Los Ángeles y alrededores dispararon sus armas contra el cielo la mañana del 24 de febrero de 1942, arrastrando a miles de ciudadanos histéricos a realizar lo mismo bajo la creencia de un ataque japonés a la ciudad. La historia ha denominado jocosamente a este episodio Batalla de Los Ángeles, aunque no existiesen dos contendientes.
Así, el 19 de febrero el presidente Roosevelt, uno de los mayores enemigos de la libertad que haya pisado la Casa Blanca, firmó la orden ejecutiva 9.066, donde autorizada esta tropelía por parte de los Estados Unidos, sin parangón desde que el Norte invadió los Estados soberanos del Sur en 1861. Una apelación a la Corte Suprema fue posteriormente rechazada, en una nueva muestra de que los derechos constitucionales en un sistema jurídico positivista no dejan de ser meras expresiones escritas e interpretables al arbitrio del poder. Los campos comenzaron a ser desmantelados avanzado ya 1943, aunque el último prisionero estadounidense de origen extranjero no fue puesto en libertad hasta 1946. Como podemos suponer, sus bienes fueron embargados.
Como vemos, la posibilidad de que el miedo sea el que dicte la legislación no es algo nuevo y rompedor. Podemos llegar a pensar que las situaciones absurdas, como trapos en la cara por la calle, certificados QR excluyentes o limitaciones de la movilidad, por no decir suspensiones absolutas sin consecuencias para los que las impusieron, son cosa de tiempo pretéritos y lejanos. Nada más lejos de la realidad. Una vez que el ser humano entra en un estado de pánico, toda defensa de sus libertades no es que quede en suspenso, es que llega a ser mal vista.
Una vez que el ser humano entra en un estado de pánico, toda defensa de sus libertades no es que quede en suspenso, es que llega a ser mal vista
De esta forma, las otrora dictaduras en las que un déspota imponía su voluntad sobre el conjunto de la población han evolucionado, gracias al sistema democrático, en una dictadura perfecta. Ya no se trata de desobedecer unas normas injustas porque obedecen al capricho particular de alguien, sino que es la voluntad (guiada) de la mayoría a lo que se enfrentan los disidentes. ¿Cómo enfrentarse a la voluntad de un pueblo, expresado a través de sus representantes democráticos? Si los cargos electos deciden que salir de casa representa un riesgo y que las personas pueden ser detenidas e internadas, la posibilidad de resistencia no es contra el aparato estatal (que ya es suficiente), sino contra el conjunto. No se trata de evitar cruzarse con una patrulla cuando se sale a hurtadillas, sino no ser visto por una red de espionaje por balcón que ya lo hubiera querido Erich Honecker en sus mejores tiempos.
*** Cristóbal Matarán, economista y profesor universitario.
Foto: Anastasiia Chepinska.