A veces arraiga en la opinión pública o en determinados ámbitos influyentes la idea de que el país –este o muchos otros- está ante una situación grave de carácter excepcional. No se trata tan solo del agotamiento de un programa de gobierno, el descrédito del partido en el poder, el rechazo a unos dirigentes concretos, la corrupción, el descontento o la supuesta inviabilidad de una alternativa convencional, sino de todo ello en su conjunto hasta conformar la sensación de crisis sistémica. Son insuficientes –solemos decir entonces- los recambios contemplados en el ordenamiento vigente, como la sustitución de líderes, elecciones y cambio de gobierno. Hace falta algo más. Surge entonces como un talismán el concepto clave: regeneración.

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Aunque se empleó puntualmente antes, la idea de regeneración en términos políticos empezó a tomar cuerpo en las últimas décadas del siglo XIX. Por influencia del positivismo y el avance de las ciencias de la vida, se popularizó en los análisis de la sociedad la nomenclatura de raíz biológica (la teorización primigenia se suele atribuir a Herbert Spencer). De hecho se convirtió en un tópico, de tan repetida, la comparación entre el organismo vivo y el conjunto social. La similitud entre ambos se llevó al extremo de hablar en ambos casos de cuerpo, células, miembros, columna vertebral, savia, salud, vitalidad y una larga lista de términos de esa índole.

En el extremo opuesto o, mejor dicho, desde una perspectiva complementaria y todavía más frecuente, la crítica social se articuló en términos de enfermedad o postración vital. Arraigaron así conceptos o acuñaciones como abulia, falta de tono, sin pulso, herida, gangrena, cáncer o incluso directamente agonía y muerte. Pero, contrariamente a lo que sucedía en la naturaleza, las sociedades, incluso las moribundas, tenían otra oportunidad: a pesar de que suele tildarse de pesimista esta concepción ideológica, lo más característico de ella es que dejaba la puerta abierta a un cambio. Eso sí, tenía que ser un cambio profundo, colosal, drástico: una regeneración.

Como ya el concepto está bastante sobado, se añade ahora la coletilla de una ‘profunda y auténtica’ regeneración

En términos historiográficos, es usual hablar en el reciente pasado de España de la época del regeneracionismo, para caracterizar el período que sigue al desastre de 1898. Hoy, aquellos teóricos y agitadores, desde Lucas Mallada a Macías Picavea, de Francisco Silvela a Joaquín Costa, nos resultan lejanos en todos los sentidos, pero sin embargo los conceptos críticos que empleaban y el mismo sustrato de transformación radical se han mantenido en lo esencial. La prueba más concluyente de ello es que de un tiempo a esta parte se vuelve a agitar la bandera de la regeneración.

La crítica en estos casos es fulminante y dogmática. El tono, catastrofista: ¡no podemos seguir así! Se insta a la premura: el tiempo se acaba. Y el diagnóstico de negras tintas solo admite un remedio contundente: como ya el concepto está bastante sobado, se añade ahora la coletilla de una profunda y auténtica regeneración. Díganme con sinceridad si no han oído, visto o leído en los últimos tiempos cientos de argumentaciones en ese sentido. Me atrevo a decir incluso que la ruptura del bipartidismo en España y la irrupción de nuevos partidos y movimientos no hubiera sido posible sin esa extendida convicción en la opinión pública de que el actual sistema político español está agotado y hace falta una profunda y auténtica regeneración.

Ya sé que me voy a ganar las iras de múltiples lectores, pero quiero argumentar aquí en sentido contrario. Reconozco que en el fondo malgré moi. Sí, yo también estoy profundamente descontento -y hasta indignado tendría que decir- con buena parte de lo que me rodea. A mí también me gustaría creer en un borrón y cuenta nueva. Pero considero también que con impulsos, sentimientos y visceralidad no se puede, o no se debe, hacer un análisis político. Uno sabe ya por experiencia propia que las proclamas voluntaristas –año nuevo, vida nueva; de aquí en adelante todo va a cambiar- terminan siendo patéticos ejercicios de autoengaño.

Luchando contra el zarismo, Lenin primero y luego Stalin se convirtieron en zares rojos, del mismo modo que Putin es el nuevo autócrata

Digámoslo sin ambages: en el ámbito colectivo, la regeneración, entendida al pie de la letra, es un imposible en sus propios términos. En el fondo, es lo mismo que le pasa a las revoluciones. Se me dirá que las revoluciones existen, claro. Pero una perspectiva distanciada nos muestra siempre la continuidad que subyace a todo cambio revolucionario, incluso los más espectaculares. Luchando contra el zarismo, Lenin primero y luego Stalin se convirtieron en zares rojos, del mismo modo que Putin es el nuevo autócrata. Para poner en marcha la Alemania posterior a Hitler no hubo más remedio que contar con los funcionarios y cuadros medios del régimen nazi, reconvertidos en discretos servidores apolíticos del Estado.

Un planteamiento de esta índole corre el riesgo de ser tildado de inmovilista u otras cosas peores. No obstante, debía resultar evidente, sin necesidad de hacerlo explícito, que la comprobación de una realidad no le convierte a uno en cómplice de la misma. Si digo que las leyes penales jamás acabarán con el asesinato, parece obvio que me limito a una constatación y que no estoy defendiendo que se despenalice el crimen. Del mismo modo, puedo enfatizar que no abogo por la inacción política o la pasividad social sino todo lo contrario, la movilización y la protesta como armas eficaces de transformación colectiva.

Entonces, ¿contra quien dirijo mi crítica? Lo diré de la manera más sencilla posible: contra todos aquellos que usan la idea de regeneración de forma demagógica, simplemente para ganar votos; contra los que se sirven de ese banderín para embaucar a los bienintencionados, para dibujar un horizonte utópico que solo llevará a la frustración y al desengaño. Es indudable que sería más confortador creer que las cosas pueden cambiar según nuestros deseos (los conceptos mágicos: justicia, igualdad, solidaridad, prestaciones gratuitas, sanidad universal, etc.) y que aquellos activistas pueden conseguir ese cambio.

Hay quien dice que todo se resuelve con una reforma constitucional o un nuevo sistema electoral o un modelo federal. Desgraciadamente, las cosas no son tan fáciles

La crisis del actual modelo político español es un buen ejemplo de ello. Hay quien dice que todo se resuelve con una reforma constitucional o un nuevo sistema electoral o un modelo federal. Desgraciadamente, las cosas no son tan fáciles. Reconocer esto es muy poco popular, porque nos deja instalados en el problema y nos corta la salida fácil. Pero una política para ciudadanos maduros e informados pasa necesariamente por reconocer la complejidad del mundo que vivimos y la imposibilidad de implementar medidas que no lleven contraindicaciones.

Las proclamas regeneracionistas hacen justo lo contrario, simplificar hasta extremos sonrojantes esa realidad. Lo paradójico de nuestra época es que la respuesta de amplísimos sectores sociales a esa creciente complicación se mueve en la línea de apoyar respuestas cada vez más toscas y elementales. El nuevo regeneracionismo, que puede tener razón en muchas de sus apreciaciones, ofrece sin embargo soluciones más pedestres que el clásico, como si se terminara contaminando de la triada que mueve el mundo actual: proteccionismo, populismo, nacionalismo.

El nuevo regeneracionismo, que puede tener razón en muchas de sus apreciaciones, ofrece sin embargo soluciones más pedestres que el clásico

No les extrañe por todo ello que el regeneracionismo haya adquirido últimamente nuevos vuelos. En España, no hay partido político o maniobra que no agite el concepto para los más diversos fines. Luego resulta que una cosa es predicar y otra, dar trigo. Si no les he podido convencer antes, me remito a los últimos movimientos políticos que se han vivido en España. La moción de censura de Pedro Sánchez contra Mariano Rajoy se hizo en nombre de la regeneración democrática y hasta moral. Ya ven, siendo benévolos y nos metiéndonos en muchas honduras, la cosa no ha pasado de un quítate tú para ponerme yo, y de paso colocar a los míos.

En el Partido Popular, la opción regeneradora de Pablo Casado solo ha podido imponerse mediante un pacto con el statu quo. Insisto en que no es una crítica, sino una constatación empírica. No hubiera podido ser de otra manera. Pero que luego no nos quieran, ni unos ni otros ni los de más allá, dar gato por liebre. Desconfíen de los regeneradores. Ya sé que para muchos es difícil sustraerse a sus cantos de sirena. En tiempos confusos el atajo es una tentación casi irresistible frente al camino tortuoso. Pero la historia nos muestra que en momentos como estos es imprescindible la racionalidad. Como ciudadano, prefiero que me traten como adulto.

Foto Rodrigo Ponce de León


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).