Uno de los fenómenos más desconcertantes de la Pandemia que está viviendo el planeta es del papel que las multinacionales están jugando en lo que se ha dado en llamar “nueva normalidad”. Nunca he ocultado mi profunda perplejidad, no exenta de cierto temor, ante dicho vocablo. La propia noción de nueva normalidad me sugiere más un universo cercano a series de televisión de terror como Twilight Zone o American Horror Story, que a un concepto epidemiológico que supuestamente se referiría a un periodo de transición en el final de la una pandemia de escala global.
No hace falta abonarse a teorías conspirativas relativas al supuesto origen no natural de la COVID-19 para percatarse de que la pandemia está sirviendo de coartada a los intereses de ciertos lobbies, grupos de presión y posicionamientos geoestratégicos de ciertos países como China. Parece como si la situación de confinamiento vivido y el estado hobbesiano de miedo consiguiente fueran la coyuntura perfecta para erradicar una serie de disfuncionalidades globales que amenazan los intereses uniformadores del llamado consenso social-demócrata de carácter globalista. Está claro que la libertad en las redes sociales, ciertos resultados electorales en ciertos países y ciertas resistencias nacionales a la imposición de agendas ideológicas globalistas son considerados obstáculos molestos en la transformación global de las sociedades que parecen perseguir estos lobbies a los que nos referíamos antes.
Un buena parte de esa agenda ideológica globalista coincide con los postulados posmodernos propios de la nueva izquierda, que une a su tradicional anticapitalismo, una serie de reivindicaciones sectoriales de corte identitario. Sin embargo no es menos cierto que a este componente izquierdista le acompaña el decidido impulso de elementos que la izquierda ha catalogado tradicionalmente de neoliberales. Con ocasión de los recientes disturbios raciales en los Estados Unidos, que ya pocos dudan que nada tienen que ver con el racismo y sí mucho que ver con dificultar al máximo una reedición del trumpismo, ciertas corporaciones han mostrado un decidido apoyo a una causa, la del Black Lives Matter, que no oculta en absoluto que su agenda política no sólo se nutre de cuestiones raciales e identitarias sino que también persigue propósitos claramente anticapitalistas. Una posible explicación de esto radicaría en el hecho de que Black Lives Matter como movimiento político está muy vinculado al Partido Demócrata. Un partido que ha venido recibiendo el apoyo de importantes corporaciones como Apple o Microsoft. Los supuestos ideales progresistas que encarnaría el partido demócrata serían aquellos ideales compartidos por buena parte de los clientes de estas grandes corporaciones.
La asunción de agendas globalistas suponen la implementación de un ideal socialista de centralización mundial, donde los estados nacionales tendrán el papel de otorgar concesiones monopolísticas a ciertas corporaciones transnacionales para implementar las nuevas políticas verdes que se supone contribuirán al sostenimiento medioambiental del planeta
El público objetivo de los productos y servicios que ofrecen estas grandes multinacionales son jóvenes liberales, en el sentido norteamericano del término, salidos de las más prestigiosas instituciones educativas del país y siempre dispuestos a defender lo que pomposamente se llaman causas progresistas. El apoyo a estas causas por parte de estas multinacionales vendría exigido por una estrategia de Marketing y de Comunicación de estas empresas, cuyo público objetivo demandaría un compromiso expreso por parte de aquellas empresas que quisieran tenerlos como potenciales clientes. Por otro lado, una América sin Trump sería una balsa de aceite, un país que volvería a la senda del progreso y de la justicia hacia las minorías. Buena parte de la sociedad americana acomodada podría dejar de jugar a la revolución para volver a consumir y reactivar la economía, maltrecha por el parón impuesto por la COVID-19.
El principal talón de Aquiles de esta interpretación radicaría en que lejos de haber supuesto esa hecatombe económica, que muchos pronosticaban sería la proteccionista administración Trump, durante el mandato del controvertido presidente los índices económicos del país se han disparado, las cotizaciones en bolsa se han disparado y estas grandes multinacionales han logrado beneficios históricos. Por el contrario aquellos lugares donde los Demócratas han llevado su agenda social-demócrata identitaria más lejos, como California, se han convertido en zonas económicamente deprimidas, con altos niveles de delincuencia y conflictividad social, y en zonas fiscalmente gravosas para muchas de estas grandes corporaciones. Lo Lógico, desde el punto de vista de sus intereses económicos, sería otorgar su apoyo al trumpismo, sino expreso (pues el personaje resulta odioso a muchos americanos), sí al menos tácito. Un poco como ocurrió con Ronald Reagan en su relección para la que contó con el apoyo de ciertos círculos económicos progresistas, alarmados por el radicalismo de la vicepresidenta elegida por el candidato demócrata Walter Mondale, Geraldine Ferraro.
Por otro lado la era Obama, caracterizada como el epítome del triunfo de los ideales progresistas en la sociedad americana, conoció un nivel de polarización política sin precedentes en el interior del país. Resulta poco probable que una derrota de Trump y el consiguiente encumbramiento de la Administración Biden, con multitud de promesas netamente ideológicas que llevar a cabo, fueran vistas con agrado por buena parte de la sociedad americana. Una América post-Trump distaría mucho de ser esa sociedad pacífica y uniformizada en la que esas compañías podrían dedicarse a ganar dinero. Multitud de potenciales clientes continuarían dando la espalda a L’Oreal y otras corporaciones que se han posicionado claramente en favor de esta agenda ideológica globalista, incluso recurriendo a la descalificación y al insulto de muchos de sus potenciales clientes.
Más plausible parece que el apoyo de este gran capitalismo a la agenda ideológica globalista obedezca a la denuncia Trumpista de una connivencia corrupta de estas grandes corporaciones con las élites políticas del país. La principal crítica que se puede hacer a este planteamiento es que no se trataría de ninguna novedad en la política norteamericana. La propia forma de articulación de las campañas electores en los Estados Unidos favorece el lobbismo y la implicación de la economía en la política. Con esto no quiero defender tampoco que la financiación pública de las campañas electores convierta a los procesos electorales en más trasparentes o más democráticos, sólo pretendo señalar que aquello que critica Trump también le benefició en 2016 o a candidatos anteriores. El sistema político norteamericano es radicalmente representativo, fundamentalmente por ser un sistema electoral mayoritario, pero no plenamente democrático. Otra cosa distinta es que la democracia no deje de ser una especie de idea regulativa kantiana, un ideal que jamás podrá ser realizado en la práctica.
Desde mi modesta opinión la tesis aceleracionista es la que mejor explicaría los intentos de las grandes corporaciones mundiales de acabar con los mercados libres, el pluralismo ideológico y los procesos electorales abiertos. El libre mercado ofrece grandes oportunidades para el emprendimiento y suele privilegiar a los actores económicos más innovadores y creativos. Sin embargo también supone una enorme presión en favor de la permanente reinvención de los procesos productivos y en la articulación de respuestas adecuadas a las nuevas demandas de consumo. El intento de desplazar el modelo desde un capitalismo productivo e industrial hacia una forma de capitalismo financiero se ha convertido en una gran ruleta rusa para los intereses de las grandes corporaciones. Junto a enormes posibilidades de enriquecimiento más o menos inmediato se abre también la posibilidad de experimentar enormes pérdidas.
La asunción de agendas globalistas como la llamada agenda 2030 suponen la implementación de un ideal socialista de centralización mundial, donde los estados nacionales tendrán el papel de otorgar concesiones monopolísticas a ciertas corporaciones transnacionales para implementar las nuevas políticas verdes que se supone contribuirán al sostenimiento medioambiental del planeta. Para lograr que dicho paradigma se imponga es necesario fomentar un nuevo miedo hobbesiano frente a las nuevas amenazas globales derivadas del deterioro medioambiental que justifiquen una intervención radical sobre los mercados, sólo que a escala planetaria. El ideal troskista del socialismo global está más cerca de implementarse que nunca. Por otro lado es necesario que el desprestigio del libre mercado quede más patente que nunca, vinculándolo con las nuevas lacras culturales de la posmodernidad (pandemias, desigualdad, insensibilidad de género y de identidad, deterioro medioambiental) a los ojos de la ciudadanía. Sólo así ésta podrá tolerar de buen agrado intromisiones cada vez más flagrantes en su esfera de libertad personal.
Foto: Taylor Nicole