Tiembla el suelo bajo nuestros pies, y en ese momento de urgencia nos agarramos a lo más seguro. Hudges nos ha hablado recientemente, tanto como el pasado lunes, 12, de ese terremoto que vive España. “El asalto del Gobierno al Constitucional…”, y se nos hiela la sangre a quienes el corazón late por España.

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La crisis de 2008 ha hecho que las instituciones flaqueen. El Estado del Bienestar es una gran promesa y una gran mentira. En cuanto se acabó el dinero, esa mentira se hizo patente. Lo mismo ha ocurrido con nuestro sistema político: en cuanto ha escaseado el trapo, se le han visto las vergüenzas a nuestra Constitución.

El patriotismo es una virtud moral, y como toda moral lo que necesita es despolitizarse

Hudges observa cómo caen ante nuestros ojos los muros de la patria, si un tiempo fuertes, ya desmoronados, y espera encontrar el modo de restaurarlos y, por qué no, reforzarlos. Es dudoso que la Constitución actual sirva. Vemos que la historia se repite como farsa, con Pedro Sánchez en el doble papel de Torcuato Fernández-Miranda y Adolfo Suárez, ideando y dirigiendo una transición “de la ley a la ley”, y de la democracia al bolivarianismo.

Si eso es posible es porque nuestra democracia es muy imperfecta, la Constitución era frágil y falible, y lo único que le sostenía era el consenso del pueblo español de hacerlo. O, por ser más precisos, el consentimiento de la izquierda española. En cuanto las dos últimas mayorías absolutas han sido del Partido Popular, el PSOE ha llegado al convencimiento de que este sistema no le interesa, y que hay que cambiarlo por otro en el que los golpistas, término bolivariano destinado a hablar de la oposición democrática, no tengan opciones reales de gobernar.

Como la izquierda es cada vez más inoperante y débil, se ha aliado con los nacionalistas. Y les ha entregado todo. España, su pueblo, sus instituciones… todo es despojo. Todo es almoneda. Mi reino por un poco de caballo, dice Pedro Sánchez aferrándose a una nueva dosis de poder.

Sí, pero ¿qué hacemos? Nos lo dice el periodista en otro artículo, del día 14. Es una llamada urgente al entendimiento entre españoles en torno a tres ideas: la unidad, la nación y la soberanía. Nación y soberanía son dos conceptos históricamente entrelazados. Comenzaré por este último: todo el esfuerzo de Pedro Sánchez es darle un sentido pleno a la palabra soberanía. Todo el poder ha de estar unido en sus manos, y cualquier fuerza que se le oponga es reaccionaria o golpista. Y ya sabemos qué podemos hacer con los golpistas. ¡Nada se oponga a la soberanía del gobierno español surgido de las urnas! En este aspecto de su propuesta política, Pedro Sánchez le lleva, a Hudges y al resto, una enorme ventaja.

Nuestro problema no es la falta de soberanía, sino su exceso. En España no hay separación de poderes. La política se decide desde los despachos de los partidos políticos, que son organizaciones para delinquir. Ellos consultan al pueblo español, en un ritual pautado, dónde se cortan las listas que hacen los propios líderes políticos. Y esas listas, cortadas por donde toque, se plantan en el Parlamento, así llamado, para obedecer a sus jefes, que no somos los votantes, claro. Es Sánchez, y son Feijóo et al. El Parlamento es una palanca que controla el resto de instituciones, incluido el poder judicial. Lo controla en parte, pero ahora Sánchez quiere hacerlo del todo. Es el triunfo de la soberanía, y el fracaso de lo que pudo haber de democracia liberal en el texto del 78.

Lo contrario de lo que vemos con ojos escocidos es… lo contrario de la soberanía. Es la división de poderes e incluso el viejo ideal de la Constitución mixta; una combinación entre los principios monárquico, aristocrático y democrático que, por ejemplo, los Estados Unidos plasmaron en la presidencia, el Senado y la Cámara de Representantes.

Lo que se le opone es la independencia del poder ejecutivo y legislativo, que están inextricablemente unidos hoy. Lo que se le opone es la independencia del poder judicial, que debería depender no del gobierno, sino de una figura pública elegida cada cuatro o seis años, con un presupuesto propio.

Y lo que se le opone no es la eliminación de las autonomías, que sería un nuevo triunfo de la soberanía sanchista, sino su división territorial. Para que la voluntad de uno encontrase la oposición de muchos. Y para que si tiene que superarse esa oposición tenga que ser por medio de un acuerdo.

Sólo así, sólo en un entorno con un poder distribuido, únicamente cuando la soberanía es un concepto para los libros de historia, es posible obligar a quienes participan en el espacio público a reconocer al otro, qué remedio, a negociar, y a fortalecer todo lo que permite la convivencia; todo lo común. Y lo común es España.

Ciertamente, no necesitamos un nuevo nacionalismo. Es viejo, también, pero más lo es el ideal de la libertad, y aquí lo traigo yo, a que nos ayude a evitar la destrucción de nuestro país. No sólo no lo necesitamos, sino que debemos denunciarlo. ¡No atemos a la patria a ningún programa político! Construyamos una Constitución de verdad, que asiente unas reglas de juego en la que un Sánchez soberano acabe en la cárcel. O, a ser posible, en la que el presidente del Gobierno sea menos conocido que Endrick, el último fichaje del Real Madrid. Sin un poder omnímodo que se le oponga, el pueblo español, con sus viejos pecados, encontrará la forma de reconocerse.

El patriotismo es una virtud moral, y como toda moral lo que necesita es despolitizarse. Nos queremos y nos reconocemos como españoles. Y quienes contra su voluntad vivan en un país libre, del que dicen abominar, estarán cada vez menos acompañados. Y en la libertad cabe la diversidad. Pero no la de las 16 formas de familia, sino toda la infinita variedad de las familias españolas, la de los idiomas que hablamos y no hablamos, la de los modos de ser y vivir, la de la gastronomía, y hasta la de los chistes. Tampoco queremos una diversidad encajonada y manipulada por los políticos.

De modo que sí, el patriotismo es una virtud moral, y el nacionalismo es peor que un vicio. Es un amargo y peligroso error intelectual y moral.

Foto: Francesco Zivoli.


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