La política, cuando es algo mínimamente noble, vive del equilibrio y la tensión entre dos principios contrapuestos, el del interés, que es de suyo divisivo, y el de la razón, que tiende a unificar. Claro es que entre ambos polos no hay ecuación eterna ni inequívoca. El primero suele ser cambiante, aunque no tan deprisa como se pueda desear, el segundo tiende a ser más estable, pero está sometido a los vaivenes de la opinión, muy movida por el deseo y la ambición.
A medida que la apuesta por la política, como algo mejor y distinto que la imposición y la pura fuerza, se ha asentado con las democracias, se han ido estableciendo esos ámbitos de relativa concordia que son las naciones. En Europa, vieja y belicosa, las tensiones de los viejos reinos vinieron a calmarse, siempre de manera relativa, con la aparición del Estado moderno, con la fórmula jurídica y política por la cual los respectivos cuerpos sociales, las naciones que sucedieron a los antiguos reinos, aceptaban el dominio de una ley común apoyada, en principio, en el poder popular, en el gobierno del pueblo que se formula como democracia. Esta distinción territorial entre partes, es lo que se ha conocido históricamente como estados-nación y es obvio que no tiene ningún origen divino ni ningún destino eterno.
Las naciones son entidades históricas y los estados son entidades jurídico-políticas, pero ambas operan sobre los mismos sujetos ciudadanos. Su unión, y su fácil confusión, es la consecuencia lógica de que no se pueda establecer ningún Estado sin unos límites territoriales definidos, sin una Nación que lo acoja, lo consagre y lo soporte. Por eso, como dice nuestra Constitución, las naciones constituyen sus respectivos estados y, a la vez, se ven fortalecidas y unificadas por ellos. La historia europea del siglo XXI comienza en 1945, cuando al acabar la guerra contra un estado, el alemán del nazismo, que quería comerse a otras varias naciones, se comprendió que habría de empezar un proceso de acercamiento y colaboración de las viejas naciones que acabase de una vez por todas con las guerras que habían sido la maldición de cada una de las generaciones europeas desde finales del antiguo régimen, con Napoleón como fallido promotor del primer imperio revolucionario.
No se puede establecer ningún Estado sin unos límites territoriales definidos, sin una Nación que lo acoja, lo consagre y lo soporte
Al tiempo que ese proceso puramente político, el mundo entero ha experimentado cambios decisivos, y eso ha supuesto que las naciones estado europeas se hayan quedado muy pequeñas para el tamaño y las formas del mundo contemporáneo. Es obvio que ya no pueden competir en condiciones de igualdad con entidades como los EEUU, China o la India, lugares en los que la dialéctica histórica entre Nación y Estado ha tenido una historia y unas formas muy distintas a las europeas. La globalización, que es el nombre que ahora le damos al progreso histórico y tecnológico, le va mejor a las naciones continentales (como China o los EEUU) que a las pequeñas naciones de la vieja Europa. De ahí que algunos hayan profetizado el fin del Estado-Nación, sacrificándolo a las exigencias de tamaño que impone un mundo muy distinto al de los siglos modernos.
Es evidente que las formas políticas que ahora tenemos evolucionarán y que, en un futuro lejano, es posible que el panorama político sea tan distinto al contemporáneo como el nuestro lo es del imperial romano, pero eso, tal vez en la forma de una especie de Cosmópolis o estado universal, no evitará la verdadera razón de ser de los estados nacionales, le dará, si acaso, alguna forma nueva, cuando se pueda hacer, cosa que no está a la vista de manera inmediata. Porque la causa de esa división no es otra que la mezcla de la historia y la posibilidad, el hecho de que cualquier poder tiene que tener límites y que esos límites tendrán siempre un elemento territorial.
Una Europa Estado o super Estado, conducida por funcionarios y tecnócratas que no dependen de nadie y a nadie dan cuenta es más una pesadilla que un avance
En la medida en que Europa se esfuerce por dar un paso adelante en los factores de cooperación, solidaridad y cohesión se irán abriendo paso nuevas fórmulas de convivencia política de escala continental, pero será un fracaso intentar hacer eso desde arriba, sin un proceso continuado e inteligente de apertura y cooperación social entre los ciudadanos de las diferentes naciones, sin un reforzamiento de la conciencia de una ciudadanía común y una opinión pública que pueda dar empuje a una nueva cultura política de alcance europeo. Una Europa Estado o super Estado, conducida por funcionarios y tecnócratas que no dependen de nadie y a nadie dan cuenta es más una pesadilla que un avance, y no cabe duda de que hemos experimentado ya muchos intentos tecnocráticos de avanzar más deprisa de lo razonable… que se han traducido en fiascos notables, como el de la Constitución europea.
Es evidente que Europa se enfrenta a exigencias que superan las capacidades de cada una de las naciones por separado, pero es quimérico intentar hacer nada sin contar realmente con lo que ellas suponen, o tratar de inventar e imponer un supuesto paraíso regulatorio que olvide la realidad de las diferencias y no sepa aprovecharlas. Se trata de un gran desafío político que no se podrá sustituir con despotismos tecnocráticos, con ignorancia de la diversidad de nuestras naciones; superarlo será la gran aventura de las próximas décadas, pero no podrá hacerse nunca ignorando a las naciones y operando exclusivamente desde un nuevo Estado supuestamente superior.
Los Estados Nación europeos han sido fórmulas territoriales de probado éxito, han sobrevivido a guerras casi innumerables, y son, de facto, fórmulas de paz y de legalidad, entidades contra las que es iluso y, a la vez, criminal atentar de forma directa. Es muy posible que acaben cambiando, pero será por su voluntad, cuando encontremos algo mejor para mantener vivos los valores y las garantías de libertad ciudadana que se han hecho fuertes a través de siglos de tanteos, ensayos e incertidumbres. Pero una cosa es cierta, sería necio querer derribarlos antes de que sea evidente que su sustitución tendrá las ventajas que compensen cambios de ese calado, un proceso complejo y difícil que ahora nadie acierta a contemplar con la suficiente claridad y garantía. Larga vida, pues, a los viejos estados nacionales en una Europa que puede y debe crecer sin acabar con ellos.
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