En la célebre película Sopa de Ganso, Rufus Firefly (Groucho Marx) es nombrado presidente de la república de Libertonia. En su toma de posesión declara solemnemente: «No permitiré de ningún modo la corrupción… sin que yo reciba mi parte». Acto seguido nombra como ministro de la Guerra a un vendedor callejero de cacahuetes, que casualmente trabaja como espía para una potencia enemiga, Sylvania. Al estallar la guerra, y ante la falta de tiempo para cavar, pide que le sirvan trincheras prefabricadas. Y al general del ejército que informa de un ataque de gases en su sector… recomiendan una cucharada de bicarbonato.
Si por algo se distingue la etapa actual es por tener el régimen político más absurdo de la historia de España
España ha vivido etapas convulsas, guerras civiles sangrientas, gobiernos corruptos, autoritarios. Pero si por algo se distingue la etapa actual es por tener el régimen político más absurdo de nuestra historia. Visto con perspectiva, puede decirse que el Régimen surgido en 1978 ha degenerado en algo no menos descabellado que el gobierno de Libertonia. La declaración solemne de Firefly bien podía haber sido pronunciada por cualquiera de nuestros gobernantes; las ridículas decisiones de las trincheras y el bicarbonato no desentonan con ese principio, grabado en piedra, que ha presidido nuestra política: crear un problema para justificar un incremento de la administración y del presupuesto con el que… aplicar la solución equivocada. Y vuelta al principio.
Un comienzo francamente mejorable
Todo comenzó regular. Aunque la propaganda oficial difundiese un relato idealizado de la Transición Política de 1977-78 desde el franquismo a la democracia, el jactancioso consenso constitucional fue más bien un cambalache, el reparto de la tarta entre los que ya estaban y los que llegaban. Oligarcas, caciques locales, burócratas de partido… todos tendrían su parte, aunque ello conllevara multiplicar las estructuras administrativas hasta lo insoportable. El caótico sistema autonómico, sin modelo definido, promovió una descentralización de competencias descontrolada y sin tasa que dio alas al secesionismo, catalán y otros, estimulando a unas oligarquías locales muy corruptas, que vieron la oportunidad de incrementar su poder, sus ingresos ilegales y, por supuesto, alcanzar la impunidad definitiva.
Se cedió a los nacionalistas regionales la capacidad de actuar a discreción en su área de influencia sin que el gobierno central pusiera cortapisa alguna. Por ello, practicaron impunemente una ingeniería social, abusiva, poco respetuosa con los derechos de los ciudadanos. Las oligarquías regionales mostraron un fuerte interés en fomentar diferencias y peculiaridades, inventándolas cuando no existían, pues era una vía para conseguir más poder, más presupuesto y una coartada para ejercer cierto dominio ideológico sobre sus súbditos. Se ha llegado al absurdo de que en algunas Comunidades Autónomas los niños ya no pueden estudiar en español mientras que en otras resulta cada vez más difícil. Incluso el concepto de España se convirtió en tabú, en una palabra políticamente incorrecta y la bandera nacional en un símbolo que muchos calificaban de ofensivo, algo incomprensible para cualquiera que no sea español. Se trata de unos disparates de tal calibre, que ni a Groucho Marx se le ocurrió incorporarlos en su parodia de Libertonia.
La Transición Política tuvo poco heroísmo y demasiado apaño, componenda y pasteleo. A los nuevos padres de la patria no les preocupó las peligrosas consecuencias a largo de su disparatado diseño autonómico: primaron la foto de todos ellos, con sonrisa de dentífrico, “escribiendo la Historia”. Dieron así el pistoletazo de salida a una política que primaba el corto plazo sobre la visión de futuro, la imagen sobre la sustancia y la verborrea sobre los fundamentos. Un país donde lo superficial, la apariencia, la palabrería aniquilaría el razonamiento y enviaría la inteligencia a las catacumbas.
El desmoronamiento
A partir de ahí, todo fue susceptible de empeorar. Los partidos se financiaron ilegalmente, vendiendo favores a cambio de comisiones. El parlamento se convirtió en un ente que actuaba a las órdenes de los partidos; incluso el Rey Juan Carlos se permitió poner a su amante, Corinna zu Sayn-Wittgenstein, no ya un apartamento, sino un palacio que lindaba con el suyo… a cargo del contribuyente.
Se ha comparado el regimen juancarlista con el de la Restauración Borbónica, diseñada por Antonio Cánovas a partir de 1875, un sistema que duró hasta 1923. Y ciertamente hay muchas similitudes: el caciquismo, la corrupción, el clientelismo, las estrategias para comprar votos, la costumbre de colocar en la administración a los partidarios, el control de la prensa, el turnismo, etc. Pero existe una discrepancia fundamental. En el régimen actual no han surgido políticos de talla sino mediocres sucedáneos sin carisma ni visión de futuro, auténticos vendedores de crecepelo, repetidores de consignas sin una idea propia. El perverso proceso de selección en los partidos ha alumbrado una clase política refractaria al debate de ideas, preocupada sólo por su permanencia en el poder y la consecución de estrechísimos intereses particulares. Tenemos unos dirigentes bastante incapaces de tomar decisiones en favor de España que entrañen riesgos para su permanencia en el poder, unos políticos de una incapacidad y altura moral equiparable a la de los dirigentes de Libertonia.
Y qué decir del papel de una prensa que, controlada por el poder, rehusó denunciar los desmanes de la España política pues muchos periodistas recibían favores y otros cobraban más por callar que por escribir. Especialmente intensa fue la autocensura de los periodistas en Cataluña, donde muy pocos se atrevieron a denunciar los atropellos de los nacionalistas a los derechos ciudadanos. Sonrojante fue también el papel de los intelectuales, siempre alineados con la corrección política, incapaces de criticar al sistema por miedo a ser tachados de antidemócratas, una vez que la propaganda oficial identificó el Régimen juancarlista y el insólito Estado de las Autonomías… con la Democracia. Demasiada gente lo creyó. Jamás hubiera imaginado Groucho Marx que, algún día, el esperpento de la política española superaría su genial ficción.