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Betty y Robert son un matrimonio norteamericano, relativamente joven, que reside en una pequeña ciudad del Estado de Indiana. Ella trabaja en una ONG y él en un hospital perteneciente a una fundación. No son religiosos, menos aún creacionistas, pero participan en diferentes iniciativas sociales y están muy comprometidos con su comunidad. Acogen en su casa a jóvenes de diversas procedencias y tipologías; nacionales y extranjeros; blancos, negros, hispanos, asiáticos. En una ocasión, recibieron una llamada de madrugada para alojar urgentemente a un joven desamparado y, aun teniendo la habitación ocupada, no lo dudaron: «sí, por supuesto», respondieron. Inmediatamente, Robert se dirigió en su vieja camioneta hacia el ayuntamiento para recoger al muchacho mientras Betty despejaba la buhardilla de trastos para acondicionarla y asearla como nueva habitación. A la mañana siguiente, antes de acudir al trabajo, ambos fueron a comprar una cama y un colchón nuevos que pagaron de su bolsillo.

En noviembre de 2016 Angela y Barry formaron parte de los 62 millones de norteamericanos que dejaron atónitos a los analistas de medio mundo votando a Donald Trump

Tanto Betty como Robert son trabajadores, honrados, solidarios, altruistas, comprometidos. Y gozan del merecido reconocimiento y aprecio de sus vecinos. En España, muchos los etiquetarían como “progresistas”, pero para sus amigos y conocidos son sencillamente buenas personas. Sin embargo, en noviembre de 2016, Betty y Robert formaron parte de los 62 millones de norteamericanos que dejaron atónitos a los analistas de medio mundo: votaron a Donald Trump. Y lo hicieron en perjuicio de una candidata demócrata que, se supone, encarnaba los valores que ellos defienden por la vía de los hechos. Esta decisión, según el impávido juicio de bastantes ciudadanos biempensantes, les ha convertido de la noche al día en seres inmorales.

Es evidente que esta pareja no se ajusta al perfil que analistas, opinadores y medios de información, de forma casi monolítica, confeccionaron a la medida de los que apoyaban al candidato republicano. A juzgar por su actitud ante la vida, sus principios y, especialmente, sus actos –hechos son amores y no buenas razones–, no son seres despreciables, egoístas, insensibles, ignorantes. Menos aún les corresponden otras descalificaciones más gruesas, que en estos días vomitan de forma inmisericorde, no patanes, sino gente instruida, bien formada, personas que se supone reflexivas, analíticas, inteligentes. ¿Cómo es posible que Betty y Robert dejaran en la estacada a la preparada y presuntamente bienintencionada Hillary para votar al deplorable Donald? No encontrarán respuesta satisfactoria a esta pregunta en el relato de unos analistas, politólogos y periodistas, que se resisten a bajar de su nube, a analizar lo sucedido prescindiendo de sus preferencias y prejuicios.

Relatos imposibles

La elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos ha provocado protestas, algaradas, griteríos, rasgaduras de vestiduras e, incluso, algún que otro acto violento. Y ha dejado al aire las vergüenzas de unos analistas, más proclives a anunciar al Apocalipsis, el fin del Mundo que a intentar explicar de forma fría, rigurosa y objetiva las causas y consecuencias de este fenómeno. Es verdad que Trump es un personaje provocador, arrogante, histriónico, propenso a proferir majaderías, con un aspecto que puede resultar bastante repelente. Pero, precisamente por esto, se hace más necesaria una explicación convincente de su inesperado triunfo, una interpretación algo más profunda que calificar de ignorantes e inmorales a sus votantes. No es argumento serio afirmar sencillamente que «son estúpidos todos aquellos… que no votan a los míos». Trump no solo ganó en la rural “América profunda”; también superó a su rival en Pensilvania, Michigan u Ohio. Es evidente que detrás de su victoria hay muchos Bettys y Roberts, bastantes más de lo que a muchos les gustaría.

Barack Obama no ha sido un mal presidente, tampoco bueno, más bien del montón. Sin embargo, generó desde el principio expectativas exageradas

Barack Obama no ha sido un mal presidente, tampoco bueno, más bien del montón. Sin embargo, generó desde el principio expectativas exageradas. Lanzó un Yes We Can para resolver numerosos asuntos que, a todas luces, la política nunca podría solucionar, dando lugar, con el tiempo, a una profunda frustración. Y lo que tolera muy mal la sociedad norteamericana es la mentira, el sentirse engañados. Richard Nixon tuvo que poner pies en polvorosa, no por sus políticas ni sus malas prácticas, sino por mentir. También Bill Clinton, cuya saga está marcada no por la felación de una becaria, sino por tener el rostro más duro que el cemento

Trump supo ver la fractura, comprendió rápidamente que podía alcanzar la Casa Blanca presentándose como el outsider terrible que, al igual que el ciudadano corriente, detesta a esa burocracia de Washington que ha gobernado el país durante las últimas décadas. Enfangó el debate sacándolo del aseado terreno de la razón para trasladarlo al barrizal de los instintos, las emociones, los impulsos. El magnate neoyorkino sabía que fajándose en la corta distancia, de forma marrullera, su aspecto, sus malos modales, los insultos, la falta de delicadeza, no serían percibidos por buena parte del público como defectos o faltas sino como despiadados ataques contra el poderoso establishment que, desde Washington D. C., ha llegado a controlar Estados Unidos llegando a cotas inauditas de burocratización y corrupción.

No más aristocracia

Para intentar neutralizar al lenguaraz Donald, el partido demócrata presentó a la peor candidata posible, Hillary Clinton. A pesar de su notable inteligencia, su aparente brillo profesional, y de disponer de un presupuesto electoral muy superior, tenía un defecto insalvable: encarnaba a las mil maravillas a ese detestado establishment. Tras controlar la maquinaria del partido Demócrata durante años, Hillary simbolizaba como nadie la imagen del odioso burócrata, lo que a ojos de muchos la hacía insufriblemente antipática. Además, muchos veían en ella una vuelta al pasado, la saga Clinton otra vez en la Casa Blanca, una nueva aristocracia a la que tan refractaria es la mentalidad norteamericana. Seguramente Trump habría sido derrotado por cualquier otro candidato, hombre o mujer, con ideas novedosas e imagen renovada, mucho menos implicado en la política del pasado. Pero Hillary se empeñó en ser presidenta para romper el techo de cristal de su propia soberbia.

El fenómeno Trump debe enmarcarse dentro del proceso de frustración y desconfianza ante la clase política que se observa en buena parte de Occidente. Pero también como consecuencia de décadas de imposición de la corrección política

El fenómeno Trump debe enmarcarse dentro del proceso de frustración y desconfianza ante la clase política que se observa en buena parte de Occidente. Pero es también consecuencia de décadas de imposición de la corrección política, esa ideología gelatinosa, censora, intrusiva, que desahucia a todo aquel que cuestiona su ortodoxia. Una verdadera religión laica que propugna que la identidad de un individuo está determinada por su adscripción a un determinado colectivo y, por tanto, sostiene que la discriminación puede ser positiva, que cada grupo debe ser tratado de forma diferente. Como era de esperar, la imposición de la corrección política ha provocado en muchas sociedades una cierta reactancia, esto es, una reacción emocional que se opone a estas reglas censoras que el individuo percibe como absurdas y arbitrarias por prohibir conductas e ideas que considera lícitas.

El gran hartazgo

Sin embargo, y aquí está la clave, en los Estados Unidos la resistencia a la corrección política ha sido mucho más tajante que en Europa por chocar frontalmente contra algunos de los principios que forjaron la nación americana, la primera democracia moderna. La originaria mentalidad americana de ciudadanos libres e iguales es incompatible con la discriminación positiva, donde cada uno vuelve a ser tratado según su nacimiento, raza, sexo o grupo social; no por sus méritos. Mucha gente percibe que la clase política se pliega a la voluntad de grupos bien organizados, concediendo privilegios y ventajas. Y se extiende la sensación de que la sociedad estamental, aristocrática, que fue erradicada por la revolución americana, amenaza con instalarse de nuevo.

La corrección política se constituye hoy día como una especie de religión laica, aceptable para la mentalidad americana… salvo cuando sus apóstoles pretenden hacerla obligatoria

Los Estados Unidos surgen del libre debate de ideas, de la discusión de argumentos entre grandes intelectuales como Jefferson, Madison, Hamilton o Jay. En La Democracia en América, Alexis de Tocqueville señaló: «un americano no conversa, más bien debate, y su discurso se convierte en una disertación». Es seguro que el ciudadano corriente no lo expresaría de esta forma  que, incluso, muchos no sepan siquiera quién es Tocqueville, pero esta filosofía está en su impronta, en una forma de ser y hacer que se ha transmitido de padres a hijos. Así pues, la corrección política, con su censura, sus códigos sobre lo que se puede decir y lo que no, sobre los términos obligados y prohibidos, provoca hartazgo e indignación al quebrantar esa tradición de libre pensamiento que alumbraron los padres fundadores.

Además, los Estados Unidos instauraron el principio fundamental de la libertad religiosa. La diversidad de iglesias cristianas condujo a la necesaria tolerancia, la convivencia entre ellas. No se prohibiría ninguna fe pero tampoco se obligaría a nadie a profesar religión alguna. La corrección política se constituye hoy día como una especie de religión laica, aceptable para la mentalidad americana… salvo cuando sus apóstoles pretenden hacerla obligatoria, algo que retrotrae a las guerras de religión en Europa, donde se intentaba imponer una creencia.

Petulantes contra suicidas

Sin embargo, a pesar de todo, los votantes americanos no son unos locos ni unos suicidas; tampoco unos inmorales. Sí, en ocasiones pueden sorprendernos pasando por alto excesos verbales, incluso exabruptos y disparates que en la hipócrita Europa, donde penaliza más lo que se dice que lo que se hace, conducen directamente a la hoguera. Pero creen que no ponen en riesgo su futuro por darle una buena patada en el trasero alestablishment.

Gracias a la fortaleza de esos checks and balances que tan oportunamente diseñaron Thomas Jefferson, Alexander Hamilton o James Madison, el presidente no puede hacer su santa voluntad

La elección de Donald Trump difícilmente tendrá las consecuencias catastróficas que muchos voceros vaticinan porque sus propuestas más extravagantes no se llevarán a cabo. Desde luego no en la medida que fueron anunciadas durante la campaña. Y no sólo porque nos encontremos ante un pragmático hombre de negocios, un jugador de ventaja que ha representado el único papel que podía llevarle a la Casa Blanca. También porque un presidente poco sensato no supone en EEUU el riesgo que pudiera tener en otros países. Gracias a la fortaleza de los controles y contrapesos, de esos checks and balances que tan oportunamente diseñaron Thomas Jefferson, Alexander Hamilton o James Madison, el presidente no puede hacer su santa voluntad contra el criterio del Congreso, del Senado o del Tribunal Supremo. Así que, a lo más que puede aspirar Trump es a cambiar algunos aspectos de la política americana, modificar el balance de la política exteror, incluso, tal vez forzar la refundación del partido Republicano, pero, sobre todo, a dar buenos espectáculos para regocijo de una prensa que, gracias a él, hará caja.

En lo que se respecta a Betty y Robert, ellos sienten que han hecho lo correcto: castigar las mentiras de los últimos 30 años y conjurar el peligro de las dinastías. Después de todo, y aunque a los europeos no nos entre en la cabeza, ellos confían más en sí mismos y en su comunidad que en cualquier inquilino de la Casa Blanca. Y así quieren que siga siendo.

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