Hace cien años, Europa salía de una guerra que parecía haber acabado, pero que trajo, en menos de tres décadas, otra de cuyas consecuencias todavía vivimos.

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En España, José Ortega y Gasset, interpretó aquella guerra, en cierta manera, como una oportunidad perdida, pero no dejó de apuntarla en el debe del viejo sistema político que le parecía funesto y estéril. Juntando esos motivos con otros de índole más personal, que muy bien apunta Jordi Gracia en su biografía de Ortega, dio en una fórmula interesante, “democracia morbosa” pero de rostro bifronte, ambigua como casi todos los intentos de superar con palabras dificultades muy hondas de la realidad política.

Ortega apuntaba al riesgo, que le ocupó luego en muchas ocasiones, de que las sociedades democráticas acabaran imponiendo normas y creencias que fuesen la expresión de ideas mediocres, de sentimientos “inferiores”.

Ha corrido mucha agua bajo los puentes desde entonces y Europa ha experimentado cambios realmente notables. Ya no es un mosaico de naciones en guerra abierta e intermitente, pero se encuentra en un estado bastante impreciso, y seguramente inestable, desde el punto de vista político y moral.

La gran creación de una Europa unida, de la que Ortega puede considerarse como uno de los inspiradores, ha alumbrado una serie de ventajas indudables, pero nos ha conducido también a un estadio político enormemente burocrático en el que el predominio indiscutido del consenso socialdemócrata está llegando a sus últimas consecuencias en forma de pensamiento único. Y también de negación engañosa de todo aquello que no encaja en unos moldes tan estrechos como vetustos.

Ni los conservadores europeos ni los socialdemócratas tienen nada interesante que proponer: la política convertida en una ceremonia repetitiva y decepcionante

La derecha, genéricamente democristiana, ha aceptado situarse en ese esquema como alternativa temporal en un nuevo turnismo. Pero ni los conservadores europeos ni los socialdemócratas tienen nada interesante que proponer: la política se ha convertido en una ceremonia repetitiva y decepcionante.

Fruto de esa parálisis política, que también afecta, aunque de otro modo, al coloso norteamericano, han aparecido una serie de movimientos “culturales” que pretenden ir más allá de los límites de la política, que, al menos, reconoce las diferencias entre el ámbito privado y el espacio público, y que se han presentado como el rostro inevitable del progreso, como una nueva frontera que es necesario conquistar para que el mundo sea mejor de lo que es.

Las nuevas formas de sentimentalidad

No habría nada que objetar a esas nuevas formas de sentimentalidad, me refiero al feminismo, al animalismo, al ecologismo, a las llamadas políticas de género, y a un buen número de híbridos y variantes, si se promoviesen por sus propios méritos, en medio de un debate acerca de su significado y sus ventajas, tal como han ido sucediendo los diversos cambios culturales, se consideren positivos o negativos, a lo largo de la historia.

El problema no está, por tanto, en lo que afirman, sino en cómo pretenden imponerse, y en las consecuencias realmente peligrosas que tendría que no fuésemos capaces de resistir esas olas de autoritarismo moral, pues no se trata de otra cosa, en cuanto al método con que pretenden propagarse.

El feminismo, el animalismo, el ecologismo o las políticas de género pretenden imponer un supuesto óptimo indiscutible, implantar un orden moral superior

De alguna manera se trata del inverso de la democracia morbosa orteguiana, puesto que estos movimientos se presentan siempre con la pretensión de imponer no un bien cualquiera, sino un óptimo indiscutible, es decir de implantar un orden moral superior. Pero, al mismo tiempo, son una de las consecuencias más temibles de haber dotado a las mayorías de poderes decisorios que se pueden convertir en ilimitados, y de ahí el verdadero morbo, el carácter patológico de muchos de estos movimientos.

Ciertos moralistas desconocen la diferencia entre el bien moral, que debe ser objeto de una elección, y el bien impuesto, que se convierte en una condena

Determinada especie de moralistas, muy abundante en el pasado, tiende a desconocer una diferencia esencial entre el bien moral, que debe ser objeto de una elección, y el bien impuesto, que se convierte en una condena. Ni para Sócrates ni para el cristianismo tendría sentido alguno confundir el bien moral con la sujeción a una norma impuesta, con una conducta que no puede ser libre, ni moralmente interesante o meritoria, precisamente porque ha sido obligada, porque no es la expresión de una voluntad sino de una imposición.

Convertir en ley unas convicciones discutibles

El mundo moderno apostó claramente por la libertad, y por entenderla como la ausencia de coerción, y eso es precisamente lo que olvidan estos movimientos que pretenden convertir en ley, en algo cuyo incumplimiento es sancionado con castigos y cárcel, lo que son sus personalísimas convicciones metafísicas y morales.

Ciertos movimientos pretenden convertir en ley lo que no son más que sus personales convicciones e imponer castigos y cárcel por su incumplimiento

Hay un peligro evidente en toda exageración, y estos movimientos buscan su éxito precisamente en la histeria, en el aplastamiento de cualquier deliberación sobre los fines que persiguen. Cuando, en España, las feministas que se han opuesto a la sentencia de un tribunal navarro en el caso de una agresión sexual, se han manifestado al grito de “la manada somos nosotras”, no han querido oponer la razón del derecho, y las garantías en el juicio penal,  a la bárbara fuerza de los agresores de la manada original.

Más bien han querido poner en ejercicio su enorme superioridad numérica  y el chantaje emocional que se ejerce sobre quien pueda ser acusado de no defender a una víctima, precisamente para sacar el asunto del ámbito deliberativo en el que puede tener sentido una idea como la de Justicia y llevarlo al del imperio de una nueva moral impuesta por la fuerza.

Las nuevas formas de moral autoritaria saben que no pueden triunfar respetando los límites democráticos establecidos: por eso necesitan arrasar, imponerse con rapidez y por la fuerza

Estas nuevas formas de moral autoritaria saben con claridad que no podrían tener éxito si respetasen los límites establecidos en las sociedades democráticas a las demandas de cualquier tipo, y por eso necesitan arrasar, imponerse con rapidez y por la fuerza. Cuando la ministra española de Industria manifestó que los vehículos diésel habrán de desaparecer de forma tajante e inmediata, no estaba enunciando una opinión ni haciendo una propuesta política: pretendía respaldar su autoridad, demasiado escasa, en la apropiación de un dogma supuestamente indiscutible.

Es evidente que las consecuencias de lo que dijo, entre otras que mi automóvil se haya devaluado en unos miles de euros, le importan muy poco, porque esa ministra parece creer que su función no es meramente política, esto es, gestionar de modo razonable las diversas alternativas del caso, sino mesiánica, domeñar los designios de la industria y del consumo para que se sometan a sus severos dictámenes. Risa daría si no fuese porque las tonterías suelen salir muy caras.

El debilitamiento de las alternativas políticas ha abonado el terreno para que florezca una enormidad de necedades de distintos colores

El dramático debilitamiento de las alternativas políticas de cierta calidad en toda Europa ha abonado el terreno para que florezcan una enormidad de necedades de distintos colores, para que la carencia efectiva de libertades dé otro paso hacia una sociedad administrada por consignas autoritarias, manipulada por sentimentalismos miopes, ignorante de cómo hemos llegado hasta aquí y de cuáles son las vías por las que podríamos escapar.

Aplicando ahora la idea orteguiana, el morbo no estaría tanto en el supuesto apartamiento de los mejores, sino en que, de modo mucho más grave y hondo, la democracia que es indiscernible de la idea de libertad individual perezca a manos de una dosis letal de buena conciencia implantada por procedimientos legales, en que la libertad moral y política que es un atributo irrenunciable del ciudadano se vea sometida por el empuje de supuestas nuevas virtudes a una unanimidad forzada, al veto de cualquier pluralismo, en resumen, que el viejo autoritarismo gane, de nuevo, la batalla.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web