El pasado 19 de febrero en Las Vegas tuvo lugar un interesante debate entre los candidatos a la nominación por el partido demócrata de los Estados Unidos. Junto a la aparición en escena de Michael Bloomberg por primera vez en un debate televisado, el otro aspecto que capitalizó el debate fue la cuestión identitaria que parece se ha convertido en el santo y seña del partido demócrata. Estados Unidos siempre ha sido un país receptor de inmigrantes, hasta el punto de que la identidad norteamericana no se puede entender sin la confluencia de unas raíces puritanas inglesas, irlandesas, africanas, hispanas o centroeuropeas.
Sin embargo, por encima de estos diversos orígenes emergía siempre una identidad netamente estadounidense. Se podía ser afroamericano, italoamericano, cubanoamericano o nativoamericano, pero ante todo la condición de ciudadano de los Estados Unidos era la que confería una serie de derechos civiles y políticos vinculados a la pertenencia a la democracia moderna más antigua del plantea.
Pero, de un tiempo a esta parte, la identidad común americana parece haber entrado en crisis. Antes que ciudadano norteamericano se es un ciudadano racializado, hispano, no binario o sencillamente lo que en la cultura americana que se denomina un liberal y que en nuestra mentalidad europea llamaríamos un progresista. No debe extrañar por lo tanto que todos y cada uno de los candidatos a la nominación del partido demócrata usaran la cuestión identitaria como arma política para laminar las opciones del candidato Bloomberg, el único que parece alejarse de la deriva socialista en la que parece instalado el partido demócrata. Durante el debate se multiplicaron las acusaciones contra Bloomberg relativas a su supuesto machismo y misoginia, su actuación contra las minorías raciales en su época de alcalde de la ciudad de Nueva York o su resistencia a quebrar el principio de igualdad ante la ley, que parece proponer Elisabeth Warren cuando afirma que el derecho de los Estados Unidos debería incorporar una perspectiva de género o racial para evitar una excesiva incriminación de los colectivos más desfavorecidos en el país.
La izquierda presenta la preservación de las diferencias de los grupos étnicos, por ejemplo, las bárbaras costumbres establecidas por la Sharia islámica, como algo progresista y tolerante, pero en realidad se trata de algo profundamente reaccionario
Esta deriva identitaria del progresismo no es un fenómeno exclusivamente norteamericano, sino que está presente en prácticamente ya todo el mundo occidentalizado. Se han aportado diversas explicaciones para explicar este cambio de paradigma en la política de las democracias occidentales. Por ejemplo, la influencia del llamado marxismo cultural que ha extendido la dialéctica del conflicto propia de las relaciones de producción capitalista a otros aspectos de la vida cultural de las sociedades como son los roles de género o los conflictos derivados de la presencia en el seno de los estados nación de grupo culturalmente heterogéneos. No faltan los intelectuales que niegan que el marxismo tenga algo que ver con estas nuevas luchas de la izquierda. Por el contrario, apuntan más bien a la influencia del posmodernismo como elemento disolvente de los lazos comunitarios en favor de las identidades excluyentes o el papel jugado por el sentimentalismo en lo que Baumann llama la modernidad líquida.
Sin embargo en la exaltación acrítica de la diferencia cultural como un valor absoluto, que lleva a proscribir cualquier forma hibridación cultural como una forma de apropiación cultural o cualquier pretensión de universalismo moral como una forma de etnocentrismo encubierto (Rorty), lo que se aprecia más bien, como muy bien apunta Sebreli en su sublime obra El asedio a la modernidad, es la nefasta influencia que la llamada antropología cultural ha tenido en la deriva de la izquierda. Ésta ha pasado de defender posiciones universalistas a abrazar posiciones acríticas en favor de la llamada diversidad cultural, que hoy se ha convertido en el valor político más definitorio de la izquierda, incluso por encima de la lucha contra las desigualdades de clase.
El origen de este cambio de paradigma en el seno de la izquierda viene de la mano, según Sebreli, del triunfo de las escuelas antropológicas difusionistas, simbólicas y estructuralistas con posterioridad a la II Guerra mundial que vinieron a desplazar a la llamada antropología evolucionista como paradigma dominante en el seno de la antropología cultural. Como consecuencia de este cambio de paradigma se ha producido lo que Sebreli califica de “antropologismo de la cultura”, una suerte de tendencia hacia la hiperbolización de lo cultural. Lo más importante hoy en día es la pertenencia a un grupo social diferenciado. Hasta el punto de que organizaciones internacionales como la UNESCO han hecho de la protección de las diversas culturas, que se conciben a la manera de espacios estancos o a la manera de las especies biológicas que deben ser preservadas a toda costa frente a la malignidad de la globalización neoliberal, su razón de ser. De forma que toda cultura, por muy bárbara y primitiva que resulte, presenta un valor en sí mismo. Una pequeña tribu de Papúa Nueva Guinea que todavía practica la antropofagia habría contribuido al progreso de la especie humana en la misma medida que las realizaciones matemáticas de un Eudoxo o Euclides en la antigua Grecia según este “antropologismo” que denuncia Sebreli.
Ahora vivimos inmersos en un tiempo en el que desde la izquierda se nos alerta del retorno del fascismo, que estaría en los orígenes del renacer del nacionalismo hoy tan en boga en Europa. Sin embargo, como muy apunta Sebreli, el renacer de la xenofobia y del nacionalismo más bien parece provenir de esa exaltación identitaria y del llamado relativismo cultural.
La categoría antropológica de cultura, tal y como se ha generalizado y es instrumentalizada por la izquierda hoy en día, tiende a infravalorar la unidad del género humano, exagera hasta el paroxismo las diferencias en los modos de vida y además concibe las culturas en términos de una absoluta homogeneidad. No tiene en cuenta que en las sociedades contemporáneas las identidades culturales son compartidas y no necesariamente excluyentes.
Aunque la izquierda presente la preservación de las diferencias de los grupos étnicos, por ejemplo, las bárbaras costumbres morales establecidas por la Sharia islámica, como algo progresista y tolerante, en realidad se trata de algo profundamente reaccionario. Lo es en la medida en que una concepción de cultura monolítica y uniforme sirve a los propósitos de mantener un determinado statu quo en el seno de la sociedad, por ejemplo, defendiendo el mantenimiento de la subordinación de las mujeres en el mundo islámico, se trata de algo profundamente reaccionario.
Otro aspecto que subyace a la exaltación de la diferencia cultural es la denigración de la cultura europea occidental, a la que se acusa de hipócrita y defender unos valores de progreso, tolerancia y unos derechos humanos que ésta ha vulnerado en su propia historia. Se trata de la célebre tesis de Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la ilustración donde éstos ponen de manifiesto que la ilustración ha sido un gran mito y una gran mentira que ha servido para ocultar una historia de opresión y brutalidad por parte de la cultura occidental.
Sin embargo, la crítica de Horkheimer oculta un hecho incuestionable. Esos supuestos abusos sólo pueden ser denunciados sobre la base de una cultura, la occidental, que permite someter a crítica sus propios presupuestos culturales, algo que no ocurre por ejemplo en otras culturas que no admiten la crítica de sus presupuestos culturales. Véase la reacción que se suscita en ciertos países islámicos cuando se critica la falta de respeto a los derechos humanos de homosexuales o mujeres en las mismas. De ahí que como certeramente dijera Agnes Heller, para ser anti etnocéntrico primeramente hay que partir de un cierto etnocentrismo.
Foto: Racheal Lomas