En 2008 firmaba en El Confidencial un artículo titulado “La extinción de la clase media española” cuyo último párrafo era el siguiente
“Una inmensa mayoría de ciudadanos —por fin iguales en la pobreza— sólo podrá canalizar su desesperación a través de polémicas artificiales creadas al dictado del poder. La última fase del proceso de deterioro los llevará a combatir entre sí, en medio de un clima de permanente tensión social. Por desgracia, no se trata de ninguna profecía. Mucho me temo que es algo que ya está sucediendo”.
Eran tiempos de zozobra en el inicio de la Gran recesión, pero también tiempos en los que, pese a todo, aún se podían escribir críticas en los medios generalistas no vinculadas de alguna manera, sutil o descarada, a las agendas de los partidos. El impacto de aquella crisis, que rápidamente evidenció raíces políticas, generó tal estado de ansiedad y confusión, en el común, pero también en las élites, que por un tiempo el debate se liberó de sus seculares ataduras partidistas. Esto permitió apuntar problemas de fondo y sortear determinados tabúes. Pero, lamentablemente, esta independencia no duraría mucho. La falta de una vanguardia, no ya suficientemente preparada y comprometida, sino siquiera mínimamente íntegra, impidió que las críticas constructivas se sustanciaran en sólidas iniciativas.
Puede que, en comparación con las apelaciones a la más elevada causa, la libertad, recurrir a las frías cifras resulte poco estimulante o, peor, de un materialismo atroz, pero conviene recordar que la vida es aquello que sucede mientras pensamos qué hacer con la vida. Y lo que hoy sucede es que el futuro está dejando de existir para cada vez más personas
La ansiedad terminaría desviando las energías de la sociedad hacia un proceso electoral, en la confianza de que la victoria abrumadora de una opción política permitiría cambiar el rumbo de colisión. Se produjo así la victoria por mayoría absoluta de un determinado partido, cuyo programa electoral parecía recoger algunas de las sugerencias surgidas al calor de ese debate sin ataduras.
A partir de ahí, muchos parecieron concluir que el esfuerzo estaba hecho, que había que dar un paso atrás y ceder la iniciativa al nuevo gobierno, pues éste había sido convenientemente aleccionado y se aplicaría con rigor a la ardua tarea de cambiar el curso de la historia. Así, las improvisadas vanguardias se disolvieron, o se alistaron en los partidos, y los ciudadanos, una vez más, se rindieron al milagro electoral, en el convencimiento de que el nuevo gobierno cumpliría lo prometido. Pero no sucedió así, como es de sobra conocido.
Por un lado, las masivas subidas de impuestos que se aplicaron, contrariamente a lo prometido, se tradujeron en un aumento agónico de la recaudación que, finalmente, llevaron al ejercicio de 2017 a las puertas de batir el récord absoluto de ingresos fiscales logrado en 2007, cuando el boom inmobiliario estaba en su momento más álgido. Pero también lastraron fatalmente la economía y prolongaron la crisis innecesariamente. Alemania necesitaría apenas dos años para superarla, España prácticamente ocho, aunque en realidad, en determinados parámetros, nunca terminó de superarla. Para colmo, de una deuda pública per cápita de 9.511 euros en 2008 pasamos a 25.241 en 2019. Lo que puso en evidencia el paradigma español, según el cual a mayor recaudación no le sucede una reducción del gasto, sino un gasto mucho mayor.
Por otro lado, la “gran reforma” de la Administración se tradujo en una serie de medidas aleatorias y deslavazadas que rápidamente serían neutralizadas por los anticuerpos de un sistema administrativo extraordinariamente reactivo, y en el que los propios partidos, a través de sus redes clientelares, estaban imbricados. La Ley de transparencia, por ejemplo, se tradujo en un ecosistema complejo, poco o nada intuitivo y paradójicamente opaco, donde la información era difícilmente accesible para el común. No se aplicó un formato estándar, sino cientos de ellos, uno por cada administración, cada ayuntamiento, cada gobierno autonómico. Prueba paradigmática de esta “paradoja” es la Base de Datos Nacional de Subvenciones (BDNS), donde se recopilan todas las subvenciones gubernamentales, autonómicas y municipales, las concedidas y las que están por conceder.
Bajo el título “Sistema Nacional de Publicidad de Subvenciones” y la palabra “transparencia” lo que hay son cientos de miles de datos desagregados y un desorden colosal. Ni una sola gráfica orientativa, ni un esquema, ni una tabla con magnitudes principales, nada, absolutamente nada que ayude al ciudadano a hacerse una idea del gasto y mucho menos permita su fiscalización.
Simultáneamente, cuanto más desempleo se generaba en España, más aumentaba el número de empleados públicos, hasta llegar a superar los 3,2 millones para una población de 47 millones, mientras que Alemania apenas alcanza los 2,3 millones para una población de 90 millones. Sólo las nóminas del sector público suponen ya un desembolso de 140.000 millones anuales, prácticamente el doble que todo el gasto sanitario (75.025 millones de euros en 2019) y 5.000 millones más que el gasto total en pensiones.
Curiosamente, las críticas a la gestión de aquella crisis obviaron estas cuestiones clave y pusieron el foco en el mal llamado “rescate bancario”, que básicamente consistió en liquidar las cajas de ahorro, entidades que los partidos y sindicatos, y no los banqueros, saquearon y convirtieron en bombas de relojería. Lógicamente, llamar a aquel expolio sin precedentes “rescate bancario” tuvo toda la intención: imputar al sector privado las fechorías de la España política.
Así, paso a paso, año a año, la deuda pública de España escaló desde los 440.621 millones de euros de 2008 a los 1.345.570 millones de 2020, mientras que el PIB per cápita retrocedió a cifras de hace 14 años. Un regreso al pasado que, lejos de subsanarse, podría ir a más, pues la recuperación de la economía española muestra una inquietante semejanza con el rebote del gato muerto.
Como todo es susceptible de empeorar, a un mal gobierno podía sucederle otro peor. Y así sucedió. El relevo del anterior por otro más incompetente y, desde luego, sectario, sumado a la “coronacrisis”, ha desembocado en una nueva situación de emergencia nacional que, al igual que entonces, se pretende resolver con una contienda electoral. Porque, si bien es cierto que en esta ocasión se trata de elecciones en una única autonomía, no menos cierto es que se ha descontado que el resultado de la “batalla por Madrid” marcará el devenir de las generales; y, por tanto, el ser o no ser de la nación.
En estos términos esencialistas discurre el debate público, calentado sin tasa por las huestes mediáticas y los entornos partidistas. Un esencialismo además embarullado y en buena medida delirante por cuanto se mezclan los más elevados valores con las cuestiones más peregrinas, desde la lucha contra en heteropatriarcado, pasando por la contraposición fascismo comunismo, hasta el deber de resistencia frente al NOM (Nuevo Orden Mundial). Todo son hipérboles, consignas, advertencias apocalípticas, de tal suerte que votar no consiste en escoger la opción política mejor, sino en salvar la propia vida.
La libertad está amenazada, el Estado de derecho en peligro, la comunidad nacional al borde de la disolución, los valores a punto de sucumbir… Todo cierto en alguna medida, a qué negarlo. Pero también es cierto que estos planteamientos superlativos están impidiendo que las campañas electorales cumplan su función: reemplazar a unos gobernantes por otros en base a datos que son perfectamente objetivables sin necesidad de recurrir a juicios morales.
Un país con un 16,5 por ciento de desempleo, es decir, más de 4.000.000 de parados, a los que hay que sumar 700.000 personas en el limbo laboral por cuestiones estadísticas meramente técnicas, 500.000 autónomos sin actividad y aumentando, 1.000.000 de trabajadores en ERTE, y que además ha de sostener 3.250.000 empleados públicos y 9.810.000 pensionistas, es un cuadro tan dantesco que, para convencer al elector, no debería ser necesaria la sobreactuación; bastaría con poner esta escalofriante realidad en primer plano. Porque ¿qué esperanza proporciona a los más de cuatro millones de parados los debates ad hominem de las campañas electorales?,¿qué utilidad tiene la política hiperbólica para los millones de personas que se ven abocadas a limosnear? En definitiva, ¿cómo vamos a salvaguardar la nación de los más increíbles peligros si ni siquiera somos capaces de reducir el desempleo estructural?
Decía Albert Einstein que si no chocamos con la razón nunca llegaremos a nada. Así, ocurre que cuando se trata de evidencias, de datos incontestables, la realidad se vuelve incómoda para todos, porque pone de relieve que, si bien existen unas opciones políticas bastante peores que otras, hay un problema de fondo con el que nadie quiere chocar. Y este problema, además, es muy grave, por cuanto genera desafecto, socava la confianza en la política y los políticos, en el sistema y en la propia democracia.
Este problema no se soluciona con una reducción de punto y medio o dos puntos en la declaración de la renta o eliminando el impuesto de sucesiones, por más que sea de agradecer. Requiere mucho más. Requiere de un verdadero cambio de actitud, por ejemplo, acompañar bajadas de impuestos con reducciones del gasto, y no con incrementos de la deuda. Requiere, en definitiva, entender la política no como regalos populistas, sino como una verdadera confrontación con la realidad que vaya más allá de estruendosos juicios morales.
Puede que, en comparación con las apelaciones a la más elevada causa, la libertad, recurrir a las frías cifras resulte poco estimulante o, peor, de un materialismo atroz, pero conviene recordar que la vida es aquello que sucede mientras pensamos qué hacer con la vida. Y lo que hoy sucede es que el futuro está dejando de existir para cada vez más personas.
La verdad es que no sabría decir si vamos a morir antes de una sobredosis de juicios morales o de ruina económica. Está muy competido. Entretanto salimos de dudas, habrá que votar, una vez más, para conjurar el Apocalipsis, qué remedio. Pero ojalá llegue el día en que unas elecciones sean sólo eso, unas elecciones. Y a los gobernantes se les juzgue en las urnas, no por sus argumentos morales o sus supuestas buenas intenciones, sino por sus hechos.