Las elecciones libres y conforme a reglas claras y limpias son, sin duda alguna, parte esencial del funcionamiento de cualquier democracia porque permiten hacer realidad el principio esencial de la destituibilidad pacífica de los gobiernos, y satisfacen suficientemente el criterio de representación recurriendo al ejercicio de la soberanía popular.
Sin embargo, es un error grave considerar que las elecciones pueden arreglarlo todo, pensar que son una solución universal e infalible de cualquier tipo de problemas: tal es la creencia, falsa, que está muy frecuentemente detrás de la demanda de elecciones, una exigencia que suelen esgrimir, especialmente, los partidos que no están en el Gobierno.
La falta de movilidad en el voto es una dificultad grave para conseguir que las elecciones arreglen lo que se supone que funciona mal
Cuando el poder legítimo se ejerce de maneras indecorosas o impropias se generan problemas que raramente se corrigen mediante nuevas elecciones, especialmente cuando los electores no atienden tanto a cómo son realmente las cosas cuanto a lo que les quieren hacer creer los partidos de su preferencia. La falta de movilidad en el voto es una dificultad grave para conseguir que las elecciones arreglen lo que se supone que funciona mal, de manera que, desgraciadamente, una nueva convocatoria puede tender a reproducir la relación de fuerzas preexistente… y a dejar las cosas como están, salvo muy ligeras variantes.
Cuando una sociedad está dividida en bloques que se comunican mal, las elecciones pueden, de hecho, servir para muy poco. Con frecuencia se señala que al sistema electoral como causante de esa clase de inercias, pero, sin negar el carácter condicionante de cualquier sistema, que siempre es, por definición, un mapa deformado de una realidad demasiado compleja para obtener representación exacta, la experiencia muestra que cuando los electores mudan su percepción de las cosas, los mismos sistemas dan lugar a situaciones suficientemente distintas.
Piénsese en el caso de España, o en el de Gran Bretaña, y se verá cómo sistemas electorales diseñados para favorecer determinadas fórmulas, pueden acabar ofreciendo soluciones muy distintas, con tal de que los electores sean capaces de modificar su voto en atención a las circunstancias y datos reales y evitar la mera fidelidad a unas siglas. Lo decisivo, es, por tanto, el comportamiento de los electores, su reacción ante las conductas efectivas de los elegidos, la capacidad de modificar el mapa electoral mediante el cambio de opción.
Si las elecciones se produjesen conforme a esa capacidad de modificación de criterio, el resultado facilitaría las soluciones, pero es bastante evidente que los electores tardan mucho en ser capaces de votar de manera distinta a como suelen hacerlo. En esta situación juegan un papel determinante, y casi nunca para bien, los medios de comunicación: cuando optan por actuar conforme a dogmas políticos (la derecha es lo mejor y/o la izquierda es la única opción decente, por ejemplo) están privando, en buena medida, a los ciudadanos de la posibilidad de cambiar sus opciones, y eso sucede con demasiada frecuencia.
Pedir elecciones para que nos sigan mintiendo es propio de masoquistas, y, desde luego, no resuelve ningún problema
Los medios que critican únicamente la corrupción de sus rivales ideológicos y la esconden y minimizan cuando afecta a sus proferidos deberían merecer el desprecio más absoluto de sus lectores, y tal vez eso explique en alguna medida la crisis de ventas de los periódicos que optan por confortar y animar a sus seguidores, en lugar de exponer abierta y claramente la verdad desnuda.
Pedir elecciones para que nos sigan mintiendo es propio de masoquistas, y, desde luego, no resuelve ningún problema. Desgraciadamente, la política es casi exclusivamente el ejercicio descarnado del poder (y por eso mismo es frecuentemente cobarde, por el miedo a perderlo) y eso supone dejar de mirar de frente a los problemas que realmente sería necesario afrontar.
Si la Universidad se ve convertida en una oficina de venta de títulos, si la sanidad se convierte en un arma demagógica, si no se afrontan seriamente los problemas como los de las pensiones o la caída de la natalidad, si se sigue financiando de manera inicuamente desigual a las regiones que manifiestan un mayor coeficiente de hostilidad frente al resto, no se debe a que los resultados electorales lo impidan, sino a vicios muy de fondo en el comportamiento político que los electores no aciertan a corregir porque siguen apostando por fórmulas que se nutren, precisamente, de ocultar esas y otras cuestiones al debate público, sencillamente por mentir.
En España, un suceso muy reciente ha puesto de manifiesto una de las falsedades de fondo de la trama política: Podemos ha puesto el grito en el cielo porque haya empezado a circular un texto escolar que pretende que los alumnos entiendan el funcionamiento del mundo económico y financiero, y ha considerado que tal cosa constituye un grave atentado a la moral pública y a la democracia.
Para Podemos, la democracia es un sinónimo del engaño y de la ignorancia, del abandono de la voluntad popular en el sabio designio de sus representantes, tal es el absurdo retroceso sobre los ideales de la ilustración al que nos querría llevar la izquierda populista, aunque no solo ellos: en su esquema ideal deberíamos de votar sobre el destino de cientos de miles de millones de euros sin entender una palabra de economía, así será cada vez más fácil llegar al paraíso de los Castros, de Chávez y Maduro.
Cuando se contempla cómo mienten los políticos, como se regodean con nuestra ignorancia de los asuntos en que se ocupan, la reacción lógica no debiera ser nunca la disculpa
Cuando se contempla cómo mienten los políticos, como se regodean con nuestra ignorancia de los asuntos en que se ocupan, la reacción lógica no debiera ser nunca la disculpa, sino la sospecha de que eso es precisamente lo que hacen en las demás ocasiones en que no son pillados en el embuste, la muy fundada presunción de que se estén dedicando a trincar sin límite en las simas más oscuras del presupuesto. Por eso la mentira debiera ser sancionada de la manera más radical y definitiva, aunque, por desdicha, no suele serlo, se beneficia del atenuante del supuesto buen fin que, absurdamente, se supone que tales mentirosos y trincones persiguen en todo lo demás.
Pese a todas las limitaciones que afectan a los negocios de la información, los ciudadanos acaban por enterarse de muchas de las tropelías que cometen los santones que predican hipócritamente lo contrario de lo que hacen. Las elecciones debieran servir para sacarlos definitivamente del terreno de juego, para empezar a hablar de lo que realmente nos debería importar a los ciudadanos y dejar de darle vueltas a los mantras mentirosos de los que nos quieren someter y vejar, de quienes nos consideran realmente sus esclavos, aunque se llenen la boca de alabanzas al pueblo.