La izquierda española tiene un problema con el pasado. Con el pasado español, quiero decir. La misma formulación que acabo de expresar genera sarpullido. Pasado español, ¡qué mal suena! La historia española es un armario lleno de telarañas y fantasmas apolillados. ¿A qué le suena la simple noción de pasado español a una mente progresista? Pues, por ejemplo, al Cid, esto es, un señor que batallaba contra los moros. ¡Guerrero y cristiano! Un fascista avant la lettre, naturalmente. Bueno, un progresista tipo, pongamos que uno del PSOE actual -y no digo ya de las Juventudes Socialistas o cualquiera de Podemos-, eso de avant la lettre, ahora que ya no se estudia francés, no sabe bien qué significa. Dejémoslo en fascista a secas. Queda más rotundo: el Cid, facha (propuesta gratuita para una pintada en cualquier manifa antisistema).
Bien, me dirán, pero el pasado español no es solo el Cid, ¿verdad? ¡Pues claro que no! Ahí están por ejemplo, los Reyes Católicos. ¡Católicos, no les cuento más! ¡Con esto ya está dicho todo! ¡Y reyes! ¿Cómo va a reconocerse en ellos un país que aspira a ser republicano y democrático? Estos, Isabel y Fernando (¡perdón, Ferran!), no solo combatían a los de la media luna (la religión buena, en este caso: ¡ay, Al-Andalus, esto sí que era un pasado fetén!), sino que también expulsaron a los judíos, disposición genocida que les convierte en antecedentes inmediatos de Hitler y el III Reich. ¿Qué más se puede añadir? Pues aún se puede agregar que consiguieron la unidad peninsular a costa de someter la libertad y la autonomía de los reinos peninsulares, antecedentes de las distintas naciones que hoy sabiamente reconocemos y respetamos. Además de fachas, centralistas (si es que puede distinguirse una cosa de otra).
Tan internalizada tienen las izquierdas españolas la vergüenza histórica que, cada vez que una voz foránea se alza para airear los viejos eslóganes antihispánicos, se apresuran a hacerle coro
Ande, ande, que además del Cid y los Reyes Católicos, hubo algo más. Sí, claro, Felipe II, por ejemplo. El que construyó el Escorial con el oro que robó en América y con las riquezas que extraía de esos dominios españoles por medio mundo, de los Países Bajos a Italia, del Cabo de Hornos a las Filipinas. Ladrón, saqueador, déspota, asesino, colonialista, imperialista: al hombre no le faltaba un detalle. Bueno, sí, además era un fanático religioso (aquí se puede meter al Santo Oficio, a Torquemada y a las hogueras en las que se quemaban vivos a hombres, mujeres, niños, niñas y niñes, etc.) ¡Ah, se me olvidaba! Además, era un maltratador, hasta al punto de que encerró en vida y finalmente provocó la muerte de su propio hijo, el príncipe don Carlos. ¡Un monstruo!
Con todo, ninguna de las monstruosidades antedichas, con ser –como poco- delitos de lesa humanidad que deberían ser sometidas sin excusa ni dilación posible a un tribunal internacional de Derechos Humanos, es comparable a lo que se desarrolló en el Nuevo Continente. Empezando por esa mistificación que atribuye al catalán Cristóbal Colón el descubrimiento -¿descubrimiento?: ¿de quién a quién?- de unas tierras a las que ya habían llegado antes los vikingos. Pero, sobre todo, por lo que siguió después, eso que denominan equívocamente la Conquista y que no es otra cosa que el mayor genocidio, meticulosamente planificado, que ha conocido la Humanidad: tormentos salvajes, descoyuntamientos, empalamientos, potros de tortura, horcas, piras y, por supuesto, violaciones en manadas, que los conquistadores eran muy machos (y no lo digo precisamente como descargo sino como oprobio añadido).
Precisamente por la importancia que tiene la llamada Conquista de América en la configuración de una determinada imagen del pasado, quiero en este punto renunciar a poner más ejemplos históricos y dejar de evocar hazañas de personajes pretéritos, para centrarme en este magno episodio. La Conquista no es solo epítome o quintaesencia de ese pasado tenebroso sino, por encima de todo, la desencadenante de lo que ha dado en llamarse Leyenda Negra. Sin aquella esta no tendría sentido ni apoyatura sólida. La irrupción de España en el Nuevo Mundo, primero, y su dominio luego durante tres siglos, presentados ambos con las más negras tintas en cualquiera de sus aspectos, constituyen la base y la clave de una específica consideración (negativa) de España y de lo español que se mantiene fuera y que aquí dentro sustentan con regodeo masoquista los sedicentes progresistas.
La cuestión dista mucho de ser baladí y trasciende el tópico popularizado por Bartrina (por cierto, un catalán de Reus) de «y si habla mal de España, es español». Porque no se trata tan solo de un desconocimiento y una tergiversación del pasado que cae en lo ridículo y hasta roza lo esperpéntico, como he parodiado líneas arriba, sino de un planteamiento que, repetido y amplificado, tiene importantes repercusiones culturales, sociales y políticas, pues hace problemática la condición de español (de torero fanfarrón a españolito cateto), menoscaba la autoestima colectiva e incluso afecta a nuestro propio presente como nación. Pues una nación que no solo no sabe mirarse en el pasado sino que se avergüenza profundamente de él está imposibilitada para encarar el futuro con mínimas garantías de éxito.
Si se fijan, todo ello explica muchas actitudes políticas de la izquierda española. Por ejemplo, esa acendrada ignorancia del pasado (de lo cual, incluso, se vanaglorian) o eso que muchas veces se tilda de adanismo, que no es más que una invencible tendencia a hacer borrón y cuenta nueva, a pensar que la historia no solo comienza con ellos sino que debe obligatoriamente comenzar con ellos. Miran el pasado, a lo sumo, para intentar repararlo, con voluntad de redención. Sin necesidad de ir ahora a un tiempo lejano, ¿cómo ve el progresista arquetípico el pasado reciente, la historia contemporánea de España? Como una sucesión de espadones y pronunciamientos (siglo XIX), de oligarquía y caciquismo (Restauración canovista), dictaduras militares (de Primo de Rivera a Franco), guerra civil y represión, para culminar en una Transición fraudulenta. Dos breves períodos progresistas (las dos efímeras repúblicas) constituyen lo único que consideran salvables, el único espejo en donde mirarse.
Pero no perdamos el hilo conductor y volvamos al asunto medular de la Conquista. Tan internalizada tienen las izquierdas españolas la vergüenza histórica que, cada vez que una voz foránea se alza para airear los viejos eslóganes antihispánicos, se apresuran a hacerle coro. Lo acabamos de ver con las soflamas populistas del presidente mexicano y las proclamas peronistas del papa argentino. Cuanto más se denigre el pasado español y, al final, inevitablemente, lo español en su conjunto, más alzarán la voz y con más contundencia se alinearán con esta nueva Inquisición que, a diferencia de la anterior, goza de todos los parabienes. ¿Se pueden extrañar por tanto que, aquí y ahora, la aspiración progresista por antonomasia sea retorcer la historia para reescribirla? El presente solo se concibe sobre los añicos del pasado, como ya anunciaba la Internacional. En el caso español en un doble sentido, como pasado opresor pero también para sepultar la memoria del oprobio que esta nación, España, ha dejado en la historia universal.
Debe reconocerse, empero, que esta historia espuria, transmutada en memoria de brocha gorda, no es patrimonio exclusivo de la izquierda. Siendo ella particularmente beligerante respecto al pasado español, no es menos cierto que la derecha sociológica, cultural y política no se ha quedado atrás en la instrumentalización de la historia patria, por supuesto desde la perspectiva diametralmente opuesta. Produce en este caso vergüenza ajena leer u oír algunas de las manifestaciones de algunos de los adalides de la derecha, cuya tosquedad solo es comparable al desparpajo con el que traslucen su oceánica ignorancia. Como si la única opción para los que rechazamos la caricatura de una España pertinazmente sanguinaria y oscurantista, fuera una España inmaculada en sus afanes civilizatorios y evangélicos.
Y así estamos, atrapados entre las consignas indigenistas y redentoristas, por una parte, y el desempolvamiento de los alegatos menéndezpelayistas por otro. Para estos últimos, más de media España es heterodoxa y debe ser expulsada a las tinieblas, mientras que para los primeros cualquier español, por el hecho de serlo, debía postrarse y solicitar humildemente el perdón a más de la mitad del orbe conocido. Es verdad que no son, empero, fuerzas equivalentes. Ya habrán advertido que he dedicado más espacio a las tendencias hispanófobas, no porque sean constitutivamente peores que las otras, sino tan solo porque navegan al socaire de lo políticamente correcto. No hay más que ver lo que está sucediendo en toda América – no solo en la hispana, también en la anglófona-, en las universidades, en los ambientes culturales, en los cenáculos políticos. No hay invocación del pasado –groseramente instrumentalizada para las necesidades del presente- que no desemboque en petición de desagravio, cuando no de simple arrasamiento de los símbolos de un pasado sistemáticamente calificado de ominoso. Ríanse de las quema de libros. Dentro de una década no quedará la más pequeña piedra de las estatuas y monumentos del genocida Colón. Y aquí aplaudiremos entusiasmados.