Se suponía que nuestra era se asentaba sobre el triunfo de la libertad, el conocimiento y el acceso a la información, lo que debería proporcionarnos una mayor autosuficiencia. Sin embargo, la sensación de que nos gobierna la mentira, de que estamos cada vez más amenazados y vivimos bajo los efectos de una sutil opresión es cada vez mayor.

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Desde posiciones de izquierda se pretende asociar esta sensación a un sistema de opresión estructural que sería intrínseco a la democracia liberal, en tanto que ésta, aunque formalmente reconozca y salvaguarde los derechos civiles, hundiría sus raíces en una cultura heteropatriarcal y capitalista, por lo que detrás de la organización formal democrática prevalecería una forma de tiranía.

Según esta explicación la voluntad individual es irrelevante, pues el sistema se reduciría a un balance de fuerzas fácilmente clasificables mediante la identidad sexual y la riqueza. El sujeto no actuaría libremente, animado por sus aspiraciones individuales, sino compelido por una identidad predefinida.

Una minoría bien organizada y consciente de los objetivos que persigue puede generar, mediante la movilización, una imagen distorsionada del conjunto de la sociedad

Así, la solución consistiría en legislar en favor de los colectivos oprimidos, otorgándoles ventajas. Obviamente, si la legislación favorece a unos en detrimento de otros, se conculca el principio fundamental de igualdad ante la ley, de hecho, ya no podríamos hablar de leyes sino de privilegios. Pero la izquierda le da la vuelta a esta interpretación: lo que la democracia liberal considera uno de sus pilares fundamentales en realidad es un principio perverso que salvaguarda los privilegios de los colectivos opresores.

El espejismo

Esta hipótesis de la opresión estructural seduce a los jóvenes universitarios o a los estudiantes en general, puesto que aún no han adquirido la experiencia y el conocimiento suficiente para distinguir lo verdadero de lo falso, y son más influenciables.

En los Estados Unidos el problema es más grave porque allí para muchos estudiantes ir a la universidad supone cambiar de residencia y abandonar su anterior entorno por completo para incorporarse a otro nuevo: estudian, trabajan, comen y duermen en los campus universitarios, lejos ya de cualquier otra influencia. Los padres son sustituidos por los profesores y los orientadores universitarios, los primeros suelen ser de izquierdas en una proporción de 6 a 1, y los segundos de 12 a 1. Aun así, no todos, ni siquiera la mayoría —todavía—, se convierten en progresistas dogmáticos, por más que parezca lo contrario.

Ocurre que una minoría bien organizada y consciente de los objetivos que persigue puede generar, mediante la movilización, una imagen distorsionada del conjunto de la sociedad. Basta unos miles —incluso sólo cientos— de activistas para llenar una plaza y arrogarse la representación de millones de personas. O infiltrar en la cabecera de una manifestación a un puñado de activistas violentos para generar el caos y trasladar a la opinión pública, mediante las imágenes que difunden los mass media, la creencia de que la sociedad es una olla a presión a punto de estallar por culpa de la opresión estructural. Pero, en contraposición a esos cientos, a lo sumo unos miles de activistas, millones de personas permanecen al margen de la supuesta revolución.

Nuestra condición

En realidad, la gran mayoría de individuos toma sus decisiones en función de sus aspiraciones particulares, sin atender a una supuesta identidad colectiva. Sean hombres o mujeres, heterosexuales u homosexuales, dispongan de mayor o menor riqueza, las personas persiguen sus sueños al margen de los dogmas de la identidad. Incluso aquellos que se definen a sí mismos como ardientes defensores de las supuestas identidades oprimidas, en el día a día se diluyen en un entramado de interacciones, incentivos y desincentivos que es ajeno a esta “nueva” ideología. De ahí que, incluso, quienes afirman tener como misión empoderar a los oprimidos, tiendan a empoderarse a sí mismos, es decir, vivir lo más confortablemente posible.

Hoy proliferan sujetos que ven en el activismo no tanto el medio para promover una utopía como una forma de mejorar su posición

Durante la Guerra Fría, tanto en los Estados Unidos como en la Unión Soviética, la condición humana era esencialmente la misma: quien podía acumular riqueza, la acumulaba; quien podía disponer de un automóvil, descartaba el transporte público; quien podía acceder a una segunda vivienda, no renunciaba a ella. El régimen político era una fachada que, en función de su mayor o menor idoneidad, se correspondía o no con esta realidad. Así, las oligarquías y mafias rusas actuales se forjaron gracias al comunismo. Y Vladímir Vladímirovich Putin, el inamovible presidente de la Federación Rusa, es “casualmente” un aventajado discípulo del régimen soviético. En cuanto a los Estados Unidos, hoy proliferan sujetos que ven en el activismo no tanto un medio para promover una utopía como una forma de mejorar su posición.

¿Cuestionar la democracia?

Entre mediados del siglo XVIII y principios del XX, cuando la libertad individual se constituyó en el objetivo último del progreso, emergió una tendencia contraria que consideraba que fin del progreso era el poder. Se trataba de nuevas doctrinas estatistas, nacionalistas, utópicas y racistas que recurrían al poder como forma de liberación. La novedad consistía en que ya no se trataba de fiscalizar las acciones de las personas, se pretendía recrear la conciencia humana. Las catástrofes del siglo XX tienen su origen en estas visiones, cuyo supuesto fin era liberar a la humanidad pero ejerciendo enormes coacciones. Fue la propia idea de progreso occidental, basada en la experiencia y la crítica, lo que arrumbó estas ideas y asumió la democracia liberal como el sistema menos malo.

Sin embargo, en la actualidad, no sólo corrientes marxistas o neomarxistas, también conservadoras y liberales se muestran cada vez más críticas con el funcionamiento de la democracia. Las corrientes marxistas, como ya he indicado, porque consideran que la democracia liberal es un sistema de opresión estructural que necesita ser desmantelado; las conservadoras, porque piensan que la democracia se ha vaciado de principios y ha devenido en una suerte de dictadura plebiscitaria con una peligrosa propensión a la ingeniería social; y las liberales, porque advierten que la calidad del criterio ciudadano ha decaído tanto que su voto está alumbrando gobiernos peligrosos.

Hemos perdido la confianza porque la política ha devenido en un monstruoso galimatías que nadie alcanza a entender. Una burbuja dentro de la burbuja, una matrioshka tecnocrática creada por el sueño de la razón

La posición de los marxistas o neomarxistas es, quizá, la más absurda de todas. La democracia liberal, con sus muchos defectos e imperfecciones, ha permitido que la idea de progreso occidental redundara en beneficios que son ciegos a la identidad. No importa si una persona de sexo masculino inventó la penicilina, el resultado es que ha salvado a millones de hombres y mujeres, cientos de millones de vidas, quién sabe si miles de millones desde 1928 hasta hoy. La medida de los avances producidos en el entorno de libertad promovido por Occidente no es la identidad, sino los resultados. Esta idea de progreso, con su revolución tecnológica y su capacidad de autocrítica, es la que liberado a la mujer y, en general, empoderado a las personas sin tener en cuenta su origen o condición.

En apariencia, son las corrientes conservadoras las que más se aproximan al problema. Sin embargo, en la práctica no sucede así. La mayoría de líderes conservadores incorporan a sus programas iniciativas tan intervencionistas y autoritarias como las de sus adversarios. Pero lo más contradictorio es que aspiran a imponerlas mediante la misma dictadura plebiscitaria que critican. Se han vuelto tan cortoplacistas y cínicamente pragmáticos como sus adversarios. Parecen haber asumido, como el resto, que la política consiste es satisfacer al electorado, prometiendo proporcionarle aquello que desee, en lugar de promover una visión de la política más filosófica.

En cuanto a algunas corrientes liberales, parecen atrapadas en su burbuja. Han levantado un muro que separa su mundo académico del mundo real. Sólo tocan al público usando estudios, estadísticas y datos agregados como si fueran guantes quirúrgicos, no sea que la humanidad les contagie alguna enfermedad. Así, afirman que resultados como los del ‘brexit’ o la llegada de Trump a la Casa Blanca demuestran que la democracia no funciona y que ha llegado el momento de experimentar y descubrir alternativas, como la epistocracia, un sistema en el que derecho al voto no es universal, sino que debe ser ganado. Sólo aquellos con un grado suficiente de información, de educación, y de conciencia política podrían votar. ¿Pero quién se encargará de certificar que poseemos la suficiente información, educación y conciencia política? ¿Quizá los mismos a los que queremos retirar nuestra confianza?

Estamos mejor de lo que pensamos

Nunca antes nuestro entorno fue más seguro, aun en tiempos de pandemia, y sin embargo vivimos atenazados por el miedo, la desesperanza y las visiones apocalípticas. Nos asustamos hasta de nuestra propia sombra. Por eso somos un manojo de nervios en permanente contradicción. Denunciamos la censura, pero a la vez censuramos; criticamos los privilegios, pero al mismo tiempo nos vemos en la tesitura de reclamarlos para nosotros; renegamos de los políticos por su inconsistencia temporal, pero exigimos que solucionen nuestras urgencias del momento; reclamamos mayor integridad y valentía en los gobernantes, pero por nuestra parte no mostramos el menor atisbo de coraje.

Hemos perdido la confianza porque la política ha devenido en un monstruoso galimatías que nadie alcanza a entender. Una burbuja dentro de la burbuja, una matrioshka tecnocrática creada por el sueño de la razón. Y es que, por más que generemos la ilusión de que todo puede ser dirigido, el mundo es extremadamente complicado e impredecible. Sin embargo, nuestra vida sí obedece a reglas sencillas que podemos comprender y manejar, aunque al final nuestros sueños no se cumplan, lo que, no por casualidad, es una de esas reglas. Precisamente, nuestros problemas empiezan al ignorar estas reglas y pretender gobernarnos mediante teorías que, más sofisticadas o burdas, olvidan la condición humana y lo oscurecen todo. Así pues, tal vez la sutil opresión que sentimos no sea más que el lamento sordo de nuestro ánimo ante tanto y tan absurdo pesimismo.

Foto:  engin akyurt


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