El pesimismo sobre la historia española heredado de la Leyenda Negra, la Generación del 98 y la hispanofobia de la paleoizquierda actual -reacción a su vez al nacionalcatolicismo franquista y sus excesos- siguen dificultando la interpretación del papel de esa misma historia en la gestación del mundo actual. Lo habitual en los últimos cien años ha sido considerar esa historia como un movimiento reaccionario, a contracorriente de la marcha principal guiada por la idea de progreso. Sin embargo, España ha tenido un papel capital en la puesta en marcha del proceso de globalización a través de su exitoso modelo de imperio global.

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Pequeños cambios, grandes transformaciones

Naturalmente, nadie podía imaginar en su momento el proceso que estaban poniendo en marcha Colón en 1492 o Elcano en 1519, ni la decisión de anexar a la monarquía española los nuevos mares y territorios explorados. No hubo un plan estratégico que persiguiera lo que ahora llamamos “globalización”, ni hay que confundir ésta con el concepto de “monarquía universal hispana” de los ideólogos de la época. Y es lógico que fuera así: la globalización es un proceso espontáneo o sistema emergente, el resultado no de un plan preconcebido, sino de la interacción de una serie de cambios de estado que producen un salto de nivel o, para decirlo de modo más coloquial, de grandes transformaciones producto de la suma de cambios menores que no se habían propuesto ese resultado. Es, digamos, un proceso ciego como la evolución natural, y tan caótico como el clima.

Pero, ¿qué entendemos por “globalización”? Las definiciones más usuales, positivas o negativas, suelen centrarse en los efectos económicos del fenómeno[1], dejando de lado otros no menos importantes y fascinantes, como el profundo cambio cultural y social que está generando. Si consideramos la globalización no solo como una nueva economía y una nueva relación entre los países en un mundo multipolar, sino también un profundo cambio cultural, comprenderemos mejor el papel jugado por España en esta profunda transformación del mundo en un mismo modelo de civilización con múltiples variedades culturales. Frente a la hegemonía y jerarquía características de los imperios del pasado, el mundo globalizado es mucho más abierto, descentralizado y también más caótico, lo que explica cosas como las guerras comerciales, el malestar social por la desigualdad y el auge del populismo nacionalista, pero también la expansión del turismo masivo, la industria digital y el multiculturalismo.

La clave del éxito imperial español estuvo en que procuró más la integración que la explotación colonial. La inevitable descentralización e interdependencia de sus territorios, y su población multicultural, son otros antecedentes de la globalización

Uno puede considerar estos fenómenos más o menos repelentes o atractivos, pero está claro que el mundo nunca volverá a ser el de los pequeños países soberanos culturalmente homogéneos y separados por fronteras cerradas, aunque abunden los intentos de regreso al pasado. Y este nuevo mundo globalizado no ha surgido de la nada, sino de la geopolítica y los cambios producidos de los siglos XVI al XIX.

¿Cuál fue el papel de España en este prolongado alumbramiento? Realmente vital. No sólo porque fuera la superpotencia de la época durante el siglo XVI y parte del XVII, sino por las peculiaridades de un modelo imperial imaginativo y de gran éxito. El imperio español duró algo más de tres siglos, de 1492 a 1808 aproximadamente; en el apogeo territorial, hacia 1790, abarcaba unos 20 millones Km² en cuatro continentes (en la actualidad el país más extenso, Rusia, supera un poco los 17 millones Km²). Ha habido imperios más extensos y más duraderos, pero pocos tan influyentes en la conformación del mundo actual, junto con el de nuestros tradicionales rivales británicos.

Pese a la leyenda negra, un imperio multicontinental tan enorme, codiciado y atacado por todo tipo de enemigos, no pudo subsistir más de tres siglos (o cuatro, si lo extendemos hasta 1898) sin una administración eficiente, instituciones sólidas y la adhesión de las poblaciones incluidas (lo que por supuesto no excluye variados conflictos sociales y rebeliones). Uno de los rasgos que anticipan la globalización, además de su extensión global, es su absoluta dependencia de las comunicaciones; de hecho, el imperio entró en crisis con la interrupción de éstas como consecuencia de la invasión napoleónica de la metrópoli entre 1808 y 1814. Y por comunicaciones no debemos entender solo personas y mensajes en movimiento a través de los mares –el poder naval era imprescindible y decisivo- y grandes territorios, sino transferencia constante de recursos, bienes y políticas en ambas direcciones.

Claves del éxito: un imperio sin colonias

La clave del éxito imperial español estuvo en que procuró más la integración que la explotación colonial. La inevitable descentralización e interdependencia de sus territorios, y su población multicultural, son otros antecedentes de la globalización. Los territorios españoles de ultramar no fueron colonias, aunque hubo en ellos modelos de explotación que podrían considerarse coloniales, como el monopolio de la extracción de metales preciosos o, más tarde y siguiendo modelos europeos, compañías comerciales en régimen de monopolio, como la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas (1728).

En el colonialismo pleno metrópoli y colonias son totalmente diferentes en todos los aspectos, del jurídico-político a la economía. Pero los territorios españoles de ultramar, con sus peculiaridades derivadas del mestizaje con la población nativa, reproducían en cambio gran parte de las instituciones y economía de la metrópoli, si bien en una compleja sociedad dividida en castas étnicas de criollos, mestizos, indios, mulatos, esclavos negros, etc. Los nuevos territorios fueron muy pronto provincias de la monarquía española, que buscó formas de asimilación de los nativos y no de mera explotación, en parte probadas en la propia España en la baja edad media (asimilando mediante la coacción a las minorías religiosas de musulmanes y judíos), y en las Islas Canarias (guanches). Es elocuente que las Leyes de Indias de 1542 se definieran como “Leyes y ordenanzas nuevamente hechas por su magestad para la gobernación de las Indias y buen tratamiento y conservación de los indios”, un objetivo político sin duda paternalista, autoritario y oligárquico, pero en absoluto genocida.

En muchos aspectos el imperio español adoptó el modelo imperial romano, con la política de asimilación de los pueblos conquistados dejando algunos restos de autonomía política; en el imperio español dieron forma a la llamada “república de indios”, y a las “reducciones” controladas por órdenes religiosas, como las famosas jesuíticas guaraníes. En Roma, la asimilación completa se logró mediante la extensión progresiva del derecho común y de la ciudadanía romana, hasta hacerla universal en el Bajo Imperio a excepción de los esclavos. España contaba además con la ventaja de constituir un Estado muy descentralizado y heterogéneo, configurado a lo largo de la edad media por agregación de diferentes territorios y jurisdicciones al patrimonio de las monarquías, finalmente unificadas por los Reyes Católicos mediante pactos matrimoniales o por la guerra. En esos territorios había vigentes sistemas legales, administrativos y socioculturales bastante diferentes (incluyendo una buena variedad de lenguas y hablas), pluralidad expresada en la larga retahíla de títulos del Rey de España; era un sistema político tan flexible y adaptable como ciertamente complejo. Se exportó a los dominios de ultramar precisamente por su utilidad para articular la complejidad y gestionar la diferencia sin eliminarla, con la notable excepción del total rechazo de las diferencias religiosas (causa de los primeros fracasos del modelo: la expulsión definitiva de los judíos, y la rebelión e independencia de los Países Bajos protestantes).

El sistema de Virreinatos, Capitanías Generales, Audiencias y otras figuras administrativas sirvió para integrar y gobernar territorios tan heterogéneos como los americanos (sin olvidar las Filipinas), tan distintos entre sí y con la remota metrópoli. La asimilación paulatina de las poblaciones americanas, una vez finiquitados por la conquista militar sus Estados tradicionales y abolidas sus religiones (tanto más fácil dada su absoluta lejanía del cristianismo), resultó factible para una monarquía acostumbrada de antiguo a emplear a gentes de culturas y lenguas distintas, a condición de que fueran católicos. La monarquía empleaba diplomáticos, militares, marinos y técnicos de muchos orígenes nacionales y lenguas, como flamencos, italianos y portugueses, mientras las universidades eran frecuentadas por estudiantes de nación irlandesa o alemana. Como muestra, entre los 18 supervivientes de la expedición Magallanes-Elcano había cuatro griegos, dos italianos, un portugués y un alemán, mientras los propiamente españoles eran vascos, andaluces y gallegos, más un cántabro y un extremeño.

El mestizaje como política de Estado

Una vez aceptado el bautismo (y sin duda la renuncia a parte sustancial de su herencia cultural indígena, pero no a la lengua ni a tradiciones más o menos adaptables al catolicismo), los nativos americanos podían, abusos aparte, acceder al estatus legal que les correspondiera por su clase, como los demás súbditos de la corona. Esta es la razón de que subsistan grandes poblaciones hablantes de lenguas prehispánicas en México, Guatemala, Ecuador, Perú, Bolivia y Paraguay, y también de la inmediata aparición de una clase dirigente criolla y de nobleza mestiza producto de matrimonios entre aristócratas conquistadores y conquistados (incluyendo las habituales relaciones extraconyugales).

De los once hijos reconocidos por Hernán Cortes, tres eran de madres aristócratas náhuatl. Algunos miembros de esta nueva aristocracia llegaron a la cumbre, como el célebre Inca Garcilaso de la Vega, autor de los Comentarios Reales de los Incas (1609) –una obra utópica fundamental para el indigenismo andino y americano-, y descendiente de la más rancia y alta estirpe castellana paterna e inca materna. Aunque las familias de la aristocracia tradicional española no admitieron a la nobleza mestiza en la cúspide nobiliaria, y aunque es evidente el sesgo de género porque el matrimonio de un español con una nativa era muchísimo más frecuente que el caso contrario, esta nueva clase ocupaba el vértice de la pirámide social en los virreinatos del Perú y Nueva España. Su acceso a las carreras eclesiástica, militar, intelectual y política no encuentra parangón en los imperios europeos coetáneos, incluido el portugués (paradójicamente, los paralelismos más sugestivos con el modelo español aparecen en el imperio turco y en China, ambos más tolerantes en materia religiosa).

Este mestizaje estuvo desde el principio en la mira de la monarquía, como revela la temprana Real Cédula de Fernando el Católico (1514): “Es nuestra voluntad que los indios e indias tengan, como deben, entera libertad para casarse con quien quisieren, así con indios como con naturales de estos nuestros reinos, o españoles nacidos en Indias, y que en esto no se les ponga impedimento. Y mandamos que ninguna orden nuestra que se hubiere dado o por Nos fuera dada pueda impedir ni impida el matrimonio entre los indios e indias con españoles o españolas. Y que todos tengan entera libertad de casarse con quien quisieren, y nuestras audiencias procuren que así se guarde y cumpla”. Una libertad sin restricciones que ya les hubiera gustado disfrutar a los súbditos de los reinos de España, sin que eso prive a esta real orden de su extraordinario significado jurídico y político.

La misma razón política que promovió el mestizaje y la asimilación indígena explica la temprana exportación de todas las instituciones propias del Estado renacentista español, como las universidades públicas (la primera en Santo Domingo, 1538), imprenta (México, 1539), sistema judicial y un modelo de ciudad directamente derivado del español: en otro anticipo del mundo globalizado, el imperio español fue una auténtica red de ciudades planificadas, algo muy diferente del mundo predominantemente rural y escasamente urbanizado que observó sagazmente Alexis de Tocqueville en los Estados Unidos de principios del XIX.

Todo esto se fundó en el marco de una sociedad de castas, donde el estatus dependía sobre todo del nacimiento y la promoción social vertical era escasa. Ciertamente, esto puede cotejarse hoy de asimilacionismo, aculturación de los nativos, desigualdad estructural y otras calamidades, pero aparte de resultar acusaciones anacrónicas, de un presentismo ahistórico que soslaya por completo los valores y estilos de vida del periodo, en esa época la alternativa ofrecida a los nativos era el exterminio más o menos sistemático de sus comunidades y la total alienación de los escasos supervivientes, el genocidio común en Norteamérica y algunas repúblicas hispanoamericanas posteriores (como Argentina).

Así pues, la concepción española del imperio como suma y agregado de territorios con cierto grado de autonomía y tradiciones propias, articulados por un marco de instituciones comunes, donde la pertenencia a la Corona y el catolicismo obligatorio eran las fundamentales, configuró por anticipado algunos factores necesarios para la emersión de la globalización actual: un modelo común de civilización con mestizaje cultural y demográfico, y un territorio global articulado por una red de ciudades, por ejemplo. El canto del cisne de este sistema fue la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna o expedición Balmis (1803-1806), la primera del mundo financiada por los poderes públicos que difundió la vacuna de la viruela sin discriminación de nacionalidad o etnia ni soberanía política (llegó a actuar en Macao, Cantón y sur de China). Las facilidades y ayuda dadas al prusiano Alexander von Humboldt para la exploración científica de América (1799-1804) y el intercambio directo con científicos españoles americanos como José Celestino Mutis, Hervás y otros, fundamentales para el nacimiento de las ciencias naturales modernas, pertenecen también a este concepto de imperio global precursor de lo mejor del mundo actual que no vendrá mal someter a reflexión.

[1] Por ejemplo esta de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa: “La globalización puede ser descrita como la cada vez mayor integración económica de todos los países del mundo como consecuencia de la liberalización y el consiguiente aumento en el volumen y la variedad de comercio internacional de bienes y servicios, la reducción de los costos de transporte, la creciente intensidad de la penetración internacional de capital, el inmenso crecimiento de la fuerza de trabajo mundial y la acelerada difusión mundial de la tecnología, en particular las comunicaciones.”

***Carlos Martínez Gorriarán, Profesor de Filosofía de la UPV-EHU.

Foto: Viktor Forgacs.

Originalmente publicado en la web elasterisco.es.

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