Cuando las Torres Gemelas fueron atacadas el 11 de septiembre de 2001, el skyline de Nueva York, que entonces todavía era un símbolo del “mundo libre”, cambió para siempre, como una feroz confirmación del fin del sueño americano que Philip Roth, en Pastoral americana (1997), parecía anticipar. Pero el viejo skyline quedó impreso de forma indeleble en infinidad de películas, documentales, postales y fotografías, convirtiéndose así en el recuerdo de un mundo que no desaparecería de forma súbita, como el World Trade Center, sino gradualmente, de manera tan imperceptible como inexorable.

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Aunque entonces quizá era pronto para percatarse, ya prendía en el corazón de Occidente una inquietud hacia el futuro. Durante todo 1999 se había especulado con el temible “efecto 2000”, un cambio de fecha que, según advertían los expertos, podía afectar de forma catastrófica a los sistemas informáticos. El problema radicaba en el numerónimo Y2K (en el que Y=year o año, 2=dos y K=kilo o 1.000), un error cuyo origen estaba en la costumbre de los programadores de omitir la centuria en el año para el almacenamiento de las fechas, asumiendo que el software sólo funcionaría durante los años cuyos números comenzaran en 19. Al final no ocurrió ningún cataclismo. Occidente cambió de siglo y de milenio sin mayores contratiempos… hasta que ocurrió lo de las Torres Gemelas. A partir de aquello la historia pareció coger velocidad.

El ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 fue en buena medida la antítesis de otro suceso: el Mauerfall, la caída del Muro de Berlín que tuvo lugar apenas doce años antes. Ambos acontecimientos eran antitéticos porque las fuerzas que los desencadenaron lo eran absolutamente

El “efecto 2000” fue archivado en las hemerotecas como una de tantas advertencias fallidas del apocalipsis que, sin embargo, irían dando forma a un milenarismo en el que razón y sentimiento se desalinearían hasta terminar enfrentándose.

El ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 fue en buena medida la antítesis de otro suceso: el Mauerfall, la caída del Muro de Berlín que tuvo lugar apenas doce años antes. Ambos acontecimientos eran antitéticos porque las fuerzas que los desencadenaron lo eran absolutamente. A las Torres gemelas las golpeó el fanatismo y la venganza, el recelo y la envidia. Se trató de un acto cainita, de negación de la libertad amparado en la vehemencia religiosa. En cambio, la caída del Muro consistió en la vindicación de la libertad. Antes de que fuera demolido, miles de individuos lo habían desafiado. Algunos lograron traspasarlo, otros fueron apresados y encarcelados, y otros directamente asesinados. Pero al margen de la suerte que corriera cada cual, todos ellos se enfrentaron a él arriesgando la vida, animados por un profundo deseo de libertad.

Cuando las fuerzas reaccionarias colapsaron, el Muro simplemente se desmoronó. No fue un acto malvado, de destrucción, como el atentado del World Trade Center; al contrario, fue un acto de construcción. El Muro se tambaleaba y necesitaba un golpe de gracia. Y fue tal el entusiasmo que generó su caída que casi no hizo falta que los servicios públicos retiraran los escombros, porque las gentes pugnaron por llevárselos como recuerdo de esa historia que Francis Fukuyama se aventuró a dar por finalizada.

Al final hemos comprobado con amargura que la historia no terminó, que la democracia capitalista no se establecería como sistema dominante en el mundo. En la actualidad, los modelos políticos que podrían considerarse demoliberales y garantistas con los derechos civiles apenas suman 23 países en todo el planeta, muchos de los cuales transitan del viejo modelo capitalista hacia tecnocracias dirigidas, preámbulos de un nuevo y temible autoritarismo de cuello blanco. Otros cercanos a esta calificación suponen a lo sumo una cifra similar. En cambio, los modelos “mixtos”, suman 33 países, y los poco o nada libres casi multiplican esta cantidad por dos. El resto se encuentra en una fase evolutiva imposible de calificar más allá del tribalismo etnicista.

Un estudio reciente afirma que, en la actualidad, el 56 por ciento de los habitantes de 28 países desarrollados considera que «el capitalismo causa más daños que beneficios». Un 48 por ciento afirma que el sistema les está fallando, frente a un 18 por ciento que se muestra conforme y un 34 por ciento indeciso. Sobre las causas de este fallo, que la propia encuesta califica de sistémico, un 74 por ciento afirma tener una sensación de injusticia, un 73 muestra deseo de cambio y un 66 manifiesta falta de confianza.

La crítica al capitalismo es mayoritaria en todos los rangos de edad, sexo y nivel de ingresos, aunque es más acusada entre los hombres, las personas de mediana edad y de clase media. Por países, más de un 60 por ciento de franceses, tailandeses, italianos y españoles considera que el capitalismo es perjudicial, mientras que en Reino Unido, Alemania, Argentina o Brasil supera el 50 por ciento y solo baja de ese porcentaje en Canadá, EE.UU., Corea del Sur, Hong Kong y Japón. Además, el 66 por ciento afirma no tener confianza en los líderes para afrontar con éxito los desafíos de su país; el 64 desconfía de las grandes fortunas; el 58, de los políticos en general; el 54, de los líderes religiosos; el 50, de los periodistas; y el 49, de los líderes empresariales.

Así, cuando en alguna película estadounidense anterior a 2001 aparece el skyline de Nueva York, con las Torres Gemelas apuntando al cielo, uno puede llegar a sentir una extraña desazón. No tanto por la nostalgia del mundo de ayer, como por la añoranza de su claridad. Y también por su ingenuidad, que, a pesar de sus contraindicaciones, era mucho más reconfortante que el aturdimiento del presente.

En los años del imperialismo soviético te compadecías de las personas atrapadas detrás del Telón de acero, y deseabas casi tanto como ellas que llegara el día de su liberación. Hoy, salvando las distancias, de alguna forma las envidias. Sus padecimientos y privaciones parecen compensarse con la esperanza de que, aún a riesgo de ser asesinadas, pudieran alcanzar una vida mejor saltando un muro… porque tenían ciertamente un mundo mejor al que saltar. Un mundo que estaba compelido a ser libre de pura necesidad y que, aun a pesar de sus errores y contradicciones, mantenía una claridad que hoy parece haber desaparecido.

La nueva normalidad, el gran reinicio, la justicia social, la transición energética, esas expresiones que se enseñorean del presente, ya no nacen del deseo de libertad de un espíritu fuerte, sino de la debilidad de espíritus temerosos. Alguien escribió, quizá a propósito de esto, que los tiempos difíciles crean hombres fuertes. Los hombres fuertes crean buenos tiempos. Los buenos tiempos crean hombres débiles. Y los hombres débiles crean tiempos difíciles. Seguramente no era un gran filósofo, pero en parte tenía razón. Sin embargo, tampoco creo en ciclos inapelables porque nada está escrito. Temo si acaso a la estupidez de lo inevitable, a la profecía que se cumple a sí misma por pura dejación o, peor, miedo a llevar la contraria. Parece evidente que el miedo se ha convertido en un vector clave del presente. La mayoría de las políticas apelan a la seguridad a la hora de buscar el apoyo popular para superar cualquier reticencia. Y esto es en buena medida novedoso, por más que la seguridad haya sido desde siempre una importante aspiración del ser humano.

En la Segunda Guerra Mundial numerosos jóvenes que no eran declarados aptos para el alistamiento se quitaban la vida. No podían soportar ser relegados mientras sus amigos, conocidos y vecinos iban al frente, asumiendo en su nombre un sacrificio que deseaban compartir. En la actualidad, su tragedia nos resulta inconcebible. Casi nadie está dispuesto a morir por la libertad. Pero sabemos que las personas que en el pasado arriesgaban la vida por causas que creían nobles no eran genéticamente diferentes. También sabemos que las estrellas no escriben nuestro destino sino nosotros mismos. Por eso sospecho que los estudios que anticipan lo inevitable tienen una intención que va más allá de la mera observación. De hecho, la encuesta antes citada afirma que al 66 por ciento de la población de los países desarrollados le preocupa que la tecnología haga imposible diferenciar la realidad de la desinformación. Y, sin embargo, esta sensación de peligro es exagerada. Ocurre que una cosa es el riesgo real y otra distinta preguntar a unas cuantas personas si les inquietan los meteoritos después de que la NASA advierta que, en el futuro, un asteroide podría chocar contra la Tierra, y los periódicos conviertan esta probabilidad en un suceso casi inevitable. A veces, lo que percibimos como fallos sistémicos no son más que estados de opinión convenientemente instigados y amplificados, profecías apocalípticas que se difunden sin cesar, convirtiendo la incertidumbre del futuro en algo que no debemos afrontar sino eludir. Frente a la promoción del miedo y la inquietud, de la convicción de que el futuro sólo puede ser catastrófico, me vienen a la cabeza estas palabras de Goethe

“A veces nuestro destino semeja un árbol frutal en invierno. ¿Quién pensaría que esas ramas reverdecerán y florecerán? Mas esperamos que así sea y sabemos que así será”.

Foto: Brandon McCombs.

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