La escena del voto de censura protagonizada por Tamames e inspirada por el difunto Sánchez Dragó se ha prestado a mil interpretaciones como ocurre siempre que sucede algo insólito. En mi opinión se trató de una anomalía dentro de otra mayor, tal vez de varias más. Que dos testigos de la transición, que es algo que ocurrió hace ya casi medio siglo, hayan pensado, con ayuda de otros no tan provectos, que tendrían algo que decir a los españoles es todo un síntoma de una curiosa deformación de nuestra vida colectiva. Sin duda que también los ancianos tienen derecho a opinar, no sólo eso, sino que su opinión, por así decir, colectiva, tiene un gran peso político y de ahí la carrera de los partidos de cualquier signo por mantener las pensiones como si fueran una gracia del gobierno, o un milagro cotidiano, no se sabe que es peor.
Pero lo de Tamames fue algo distinto, ayudado por triquiñuelas varias se subió a un lugar, la tribuna del Congreso, que debiera estar al servicio de las instituciones de control del gobierno y lo hizo en una operación singular y solemne, un intento de derribo del actual presidente que, dicho sea de paso, era evidente que no pasaría de ser una especie de farsa. Lo que Tamames dijo, sin embargo, fue bastante razonable, pero ¿a qué viene que lo dijera él y no cualquier otro diputado? Al pensar en la respuesta a esta pregunta hay dos posibilidades, la primera que se quería dotar al discurso de una autoridad senatorial, una que, por cierto, nadie tiene en cuenta porque, con todo lo abobados que estamos, conservamos, sin embargo, el hábito de prestar atención casi exclusiva a lo nuevo. La segunda respuesta es que Tamames sería capaz de decir algo que nadie más podría decir, lo que me parece que no fue el caso, porque su discurso estaba trabado sobre ideas y percepciones que comparten bastantes españoles, no todos tan veteranos.
Al contrario de lo que decían los viejos trenes de Renfe lo peligroso es no asomarse al exterior, no romper esta atmósfera conformista y lela que nos llevará, a no mucho tardar, a un desastre merecido
Tamames quiso hacer una especie de corrección de fondo, entiendo yo, a la marcha que lleva la política española en la última década, cosa en la que me parece que habrá todavía una mayor coincidencia, pero lo hizo criticando casi en exclusiva al partido en el gobierno, cuando es evidente que, por muchos que sean sus méritos, y no voy a exponerlos ahora, no es el único responsable del marasmo nacional que estamos viviendo. Ortega y Gasset, se refirió con frecuencia a dos carencias de fondo en la política española en plena vigencia de lo que se llamó la crisis del 98, el olvido de la España real que era el denominador común de la España oficial y el miope particularismo de los políticos. Creo que Tamames, aunque no citó, que yo recuerde, a Ortega, quería decir lo mismo y lo dijo a su manera.
¿Cuál es el problema? Que esa sabia advertencia estaba destinada al olvido porque los que dejan a la España real muy al margen de sus cuitas no son sólo los de un partido, aunque cada cual le echará la culpa más a unos que a otros según su caletre, pero fijémonos en lo que nos pasa ahora mismo. Hasta hace una década era corriente que se hablase del rotundo progreso habido en España desde la transición, hoy los datos menos discutibles y más objetivos, solo permiten seguir con ese discurso a los más sinvergüenzas. Además, es patente que se está haciendo más radical e insoportable el fenómeno de la desigualdad territorial en el precario bienestar económico. Lo tremendo del caso es que la mayoría de los políticos parecen trabajar y pensar como si nada de eso estuviese sucediendo, en especial cuando piensan que todavía les quedan recursos para mantener el voto, sea la indignación, sea el clientelismo, sea la pretensión de recuperar una normalidad muy perdida.
En este contexto hay que colocar la anormalidad de la moción de Tamames. Se pudo ver como un grito de impotencia, como una llamada a recuperar cierto buen sentido, pero el mero hecho de que eso tuviera que hacerlo alguien que no tiene asiento en las Cortes es una muestra de la deformidad política en que vivimos. A los españoles se nos está arrebatando España porque nadie nos dice lo que habría que hacer para recuperar una senda de prestigio, de progreso y de esperanza que son los objetivos que permitieron poner en marcha la transición con la colaboración de todo el mundo, con las derechas y con las izquierdas. Ahora las izquierdas se acogen a un mohín con el que vienen a decirnos que entonces fueron engañados y las derechas no sé muy bien lo que hacen, no consigo entenderlo.
Hemos vivido años de complacencia y, tras un cierto hartazgo de empalagos, las ganas de evitar líos nos llevan a no discutir lo que la democracia nos ha traído, pero las democracias no son nada sin quienes las protagonizan y estamos atrapados en un círculo vicioso: por un lado identificamos a la clase política como un problema, se ve en todas las encuestas, pero, por otro, no sabemos cómo hacer para que dejen de sestear y de repetir vaciedades, que dejen de hablar mal, muy mal, de sus adversarios porque hemos llegado a no tener ni idea de lo que realmente proponen, como no sea una batería de mojigangas bien del pasado remoto, bien del libro gordo de Petete. Los políticos pretenden que el hastío frente a sus adversarios sea nuestro único alimento, es decir que nos matan de hambre porque no queremos vivir del menosprecio y el rechazo sino de esperanzas y proyectos, de verdades creíbles y de emulación.
Nadie con buena cabeza nos advierte sobre nuestra falta de competitividad, sobre nuestro escasísimo desarrollo tecnológico, sobre la escasez y la tosquedad de nuestra producción cultural, parece como que la cosa no fuese con nosotros, porque no hace mucho éramos pobres de solemnidad y ahora pensamos que podremos aguantar con un bienestar pasable, pero no es que avancemos de manera lenta, es que vamos de culo y acelerando.
Nadie llama a nuestro orgullo ni a nuestra ambición, se repite de continuo que nos protegerán frente a las crisis, pero no se nos dice que está en nuestra mano superarlas y crecer. ¿Y por qué no se nos dice? Porque cualquier receta que escogiéramos para tomar una senda de crecimiento virtuoso se daría de morros con el enorme tinglado de intereses cruzados y de barreras con truco al que llamamos Estado. Ese Estado es, cada vez de manera más clara, enemigo de cualquier progreso, un agente siniestro y subterráneo que se esfuerza en socavar nuestro bienestar mientras nos repite inclemente los más bellos ideales colectivos. Lo saben hasta los que más se empeñan en hacer planes absurdos a diez y más años, los que conciben hazañas tecnológicas incoherentes e imposibles y se hartan de hablar del paraíso al que llegaremos a base de sostenibilidad y resiliencia, es decir, votando siempre a los mismos.
Como no hay políticos dispuestos a hablar de estas cosas, ha habido que traer a Tamames que, por lo menos, ha cambiado de horizonte unas cuantas veces en su vida tratando de acertar. Pero la máquina política superará el mal trago, bastante suave, por otro lado, porque sabe muy bien que entre los electores hay pocos Tamames y abunda el personal agradecido no por lo que nos dan a todos sino por lo que acaban sacando ellos que siguen el consejo que, al parecer, un Franco anciano le dio a quien quería calentarle la cabeza con vaya usted a saber qué “haga como yo, no se meta en política”.
Necesitamos un revulsivo, una cura de realidad para atrevernos a demandar mejores políticas, servicios menos caros, mentiras, al menos, un poco más sutiles. Y es hora, por supuesto, de exigir a los políticos que mejoren el nivel de sus propuestas, que no sigan viviendo ni de las rentas de la guerra ni de sus diversos fantoches ideológicos. Ustedes verán, pero al contrario de lo que decían los viejos trenes de Renfe lo peligroso es no asomarse al exterior, no romper esta atmósfera conformista y lela que nos llevará, a no mucho tardar, a un desastre merecido.
Foto: Rishabh Dharmani.