Creo que se puede afirmar con bastante contundencia que hay dos temas que suelen salir a la palestra cuando un grupo de viejos amigos se reúne en torno a la mesa con cualquier motivo. Entonces una pasión que tiene dos caras, la de recordar y la de predecir, suele adueñarse del banquete y se desemboca de manera natural en los temas que dan título a este post, si los socialistas de ahora son distintos a los de 1982 y si España está en riesgo. Esta última cuestión suele ser una versión edulcorada de la opinión de algunos más extremos que sostienen en serio que España ya ha dejado de existir.
Creo que son dos temas que no hay que dejar en exclusiva en las manos de los que se enamoraron de Françoise Hardy, que ahora ya está en los cielos, allá por los felices sesenta. Empezaré por lo que se refiere a España.
Sánchez ataca con virulencia las cuadernas del Estado que han resistido los embates de los violentos y los separatistas, la libertad de opinión, los jueces, la Monarquía misma, pero no tendrá éxito
Decir que España está en riesgo es una forma muy obvia de creer que el mundo se acaba, lo que me recuerda a aquello que se atribuye a Galileo al que le preguntaban si creía que el Sol era eterno: no estoy seguro decía el pisano, pero lo que es evidente es que es muy viejo. España se nos acabará a todos el día que muramos, pero quedará España para muchos años a no ser que se crea, contra Borges, que España ha de ser una especie de idea platónica, inalterable y sublime. El argentino dedicó a nuestra patria uno de sus mejores poemas que el espacio generoso de la red me permitirá transcribir
Más allá de los símbolos,
más allá de la pompa y la ceniza de los aniversarios,
más allá de la aberración del gramático
que ve en la historia del hidalgo
que soñaba ser Don Quijote y al fin lo fue,
no una amistad y una alegría
sino un herbario de arcaísmos y un refranero,
estás, España silenciosa, en nosotros.
España del bisonte que moriría,
por el hierro o el rifle,
en las praderas del ocaso, en Montana,
España donde Ulises descendió a la casa de Hades
España del ibero, del celta, del cartaginés y de Roma,
España de los duros visigodos,
de estirpe escandinava
que deletrearon y olvidaron la escritura de Ulfilas,
pastor de pueblos,
España del Islam, de la Cábala
y de la Noche Oscura del Alma,
España de los inquisidores,
que padecieron el destino de ser verdugos y hubieran podido ser mártires,
España de la larga aventura
que descifró los mares y redujo crueles imperios
y que prosigue aquí en Buenos Aires,
en este atardecer del mes de julio de 1964,
España de la otra guitarra, la desgarrada,
no la humilde, la nuestra,
España de los patios,
España de la piedra piadosa de catedrales y santuarios,
España de la hombría de bien y de la caudalosa amistad,
España del inútil coraje,
podemos profesar otros amores,
podemos olvidarte
como olvidamos nuestro propio pasado,
porque inseparablemente estás en nosotros,
en los íntimos hábitos de la sangre,
en los Acevedo y los Suárez de mi linaje,
España,
madre de ríos y de espadas y de multiplicadas generaciones,
incesante y fatal.
Esta España que celebra el anglófilo Borges es mucho más real y permanente que, por ejemplo, ese espantajo del Estado de las Autonomías que tanto asusta a centralistas y afrancesados y otras almas bellas de distintas estirpes, porque esa España de verdad, muy allá de Puigdemones, batasunos y Sánchezes, es una de las autoridades que ha hecho el mundo en que vivimos y mientras no haya un mundo muy distinto, transhumano a su manera, seguirá siendo nuestro hogar, nuestra patria, por mucho que moleste a quienes, y no es de ahora, les gustaría que su finquita egoísta y paleta fuese una especie de Imperio, pero no es así.
Hemos padecido dos ataques furibundos hacia la única España real, el de los terroristas y la de los procesistas. Los dos han sido derrotados y dejados en ridículo, pero hay quienes ven que, tras esa batalla victoriosa, y no les faltan razones, los derrotados están sacando buena tajada e incluso ponen cara de victoria. No es que hayan ganado, perdieron, pero como siempre ocurre tras cualquier escaramuza incluso menor, bastantes de los perdedores, nunca todos ni los principales, obtienen alguna ventaja, entre otras cosas porque no parece razonable ninguna especie de exterminio.
A partir de aquí enlazo con el segundo asunto. Lo que está ocurriendo en el primer tercio de este siglo es que los socialistas, los de antes y los de ahora, cayeron en la cuenta de que iba a resultar muy difícil vencer a la derecha si no alteraban su planteamiento político, si no se aliaban con los nacionalismos periféricos lo mismo si eran de izquierda que si resultasen ser cualesquiera restos tuneados del carlismo. La idea surgió en El País de la pluma de, por ejemplo, Peces Barba, Juan Luis Cebrián o el propio Felipe González. Es verdad que estos dos últimos se han opuesto a lo que ahora se hace en nombre del PSOE, pero más por defectos de forma que por discrepancias de fondo, me parece a mí.
No es cierto, por tanto, que los enemigos de España hayan acabado con ella sino que una gran parte de la izquierda, tan española como quien más, ha decidido que políticamente le conviene identificar a la derecha con una idea centralista de España y a los nacionalistas y/o separatistas con una variante peculiar del progresismo que ellos encarnan al oponerse a la derecha y, ya puestos, al fascismo.
Esta maniobra política tan chapucera como insensata les está dando cierto crédito electoral, siempre a punto de despeñarse, porque han confundido de manera radical a la izquierda con el oportunismo, cosa de la que protestan otros socialistas algo más exigentes con el credo tradicional de la izquierda. Pero no hay que confundir la intensidad del yerro con la dirección equivocada. Fue en 1985, en plena marea alta de lo que se llamó luego el felipismo, cuando se aprobaron leyes que ejercían un férreo control partidista del Consejo General del Poder Judicial y otras varias con idéntica intención de establecer un poder sin apenas límites. Fue insensato, por cierto, que el PP no se decidiera, cuando pudo, por revertir la situación.
Lo que ahora sucede es que ese propósito ha llegado a su caricatura bajo la presidencia de un líder socialista que no ha ganado nunca unas elecciones, pero ha sabido aprovechar el sistema de control partidista del parlamento para obtener su investidura. Puede que otros no hicieran lo mismo de encontrarse en idéntica situación, no lo hizo Felipe González en 1996 y tal vez hubiera podido intentarlo, pero lo grave no es que el socialismo se haya transformado en puro oportunismo, sino que la sociedad española no cuente con el instrumento político para acabar con esta situación tan anómala y perjudicial.
Nada de eso significa que España haya terminado su paso por la historia ni que eso pueda suceder en lo que está a la vista. Sánchez ataca con virulencia las cuadernas del Estado que han resistido los embates de los violentos y los separatistas, la libertad de opinión, los jueces, la Monarquía misma, pero no tendrá éxito, eso es bastante seguro, entre otras cosas porque quebraría el sistema que le permite gobernar. Dará guerra, no hay duda, pero la verdadera cuestión es otra. Este socialismo, que presume de ser fuerte a base de venderse a cualquier extorsionista, alguna vez será vencido y tendrá que recuperarse muy de otra manera.
¿Cuándo sucederá tal cosa? Es fácil, cuando la oposición deje de ser un equipo de aficionados gritones y aprenda a tomarse en serio su tarea y a cumplir con su deber, a hacer no solo lo que es necesario, luchar contra este espantajo, sino a proponer a los españoles un proyecto inteligente, sólido e ilusionante, lo que, sin duda, será suficiente para acabar con esta etapa de derribo de lo mejor que España ha hecho por sí misma en muchísimo tiempo.
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