Al reflexionar sobre las consecuencias del declive del secularismo en Francia a raíz de las últimas noticias relativas al asesinato de Samuel Paty, mis primeros pensamientos como italiano fueron hacia Marco Pannella y las campañas radicales por los derechos civiles. Recordé cuando la denuncia del dogmatismo religioso y de la influencia de los sectarismos en las sociedades abiertas se consideraba una clásica batalla liberal, ya se tratara de fascismo, comunismo, clericalismo o, como en este caso, radicalismo islámico. No hace falta retroceder demasiado en el tiempo, hace quince o veinte años las democracias occidentales aún sabían reconocer y reivindicar los principios constitutivos de su existencia, sin tener que renunciar al pluralismo de las distintas opciones políticas e ideológicas. Plantear hoy las mismas instancias, sin embargo, expone al riesgo concreto de recibir acusaciones de racismo, de supremacismo blanco, de imposición del modelo patriarcal y capitalista, de extremismo de derecha.

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Lo mismo ocurre con otros temas especialmente sensibles, como el respeto a la propiedad y la iniciativa privada, las políticas de inmigración, los temas relacionados con la identidad sexual, etc. Aquellas que, a lo largo de la década posterior a la caída del Muro de Berlín, todavía eran reputadas por la opinión pública mayoritaria como posiciones perfectamente coherentes con la salvaguarda de la libertad y la democracia, hoy en día son más frecuentemente etiquetadas como reaccionarias o, genéricamente, de derecha.

El objetivo de la hegemonía ideológica, social y cultural es la conquista definitiva de la supremacía política: la izquierda occidental aspira a perpetuarse en el poder cerrando las puertas a la alternancia política

Ideas que hasta hace unos años eran patrimonio común de Occidente, repudiadas sólo por extremistas y totalitarios nostálgicos, hoy son blancos de un ataque concéntrico destinado a deslegitimarlas si no a criminalizarlas precisamente por parte de aquellos sectores de la política, de la sociedad y de los medios de comunicación que pretenden acreditarse como guardianes únicos y exclusivos de los valores democráticos. Si recuperamos el ensayo de Lenin «El imperialismo, fase superior del capitalismo«, nos daremos cuenta de que las tesis presentadas son ahora parte del discurso político dominante.

¿Qué ha pasado? Y, sobre todo, ¿cómo ha podido pasar y cuál es el objetivo final de este proceso? Sin ocultar la complejidad del tema, intentaré proporcionar algunas posibles respuestas a continuación.

¿Qué ha pasado?

Ha pasado que mientras el fantasma de la extrema derecha, convenientemente alimentado por el circo político-mediático progresista, se cernía sobre Europa y Estados Unidos, el espectro ideológico de Occidente se ha ido desplazando gradual pero inexorablemente hacia la izquierda. El uso político del monstruo nacional-populista de “las derechas» ha obtenido un doble resultado: por un lado, homologar la tradición liberal-democrática a la de la derecha iliberal, en una increíble inversión de perspectiva que lleva directamente de Hayek al fascismo, a través de la caricaturización de la libertad económica (el “neoliberalismo salvaje”) y de la democracia formal y la reafirmación del papel preponderante del Estado como instrumento de dirección y control de la sociedad; por otro lado, ocultar el verdadero proceso de normalización ideológica mediante el cual la agenda de la izquierda, salida con los huesos rotos de la Guerra Fría, se ha impuesto a todos los niveles con la colaboración de un sistema mediático a la vez sumiso y entusiastamente cómplice.

Esta izquierdización de las sociedades occidentales trasciende, adaptándola a la contemporaneidad, la formulación clásica de la hegemonía gramsciana: se trata de un movimiento mucho más sutil y retorcido, que generalmente no se expresa en una oposición frontal a los principios de la democracia liberal, sino que aspira a apropiarse de ellos para pervertirlos. En el siglo XXI, la izquierda ya no ataca el palacio, sino que excava debajo del edificio para socavar sus cimientos.

¿Cómo ha podido pasar?

El proceso descrito se apoya sobre dos pilares: la política de identidad y la instrumentalización del antifascismo.En los últimos años ilustres politólogos han analizado el primer aspecto, prefiriendo sin embargo centrar su atención sobre todo en las derivas del populismo de derecha. En realidad, el fenómeno identitario moderno surgió en el seno de la izquierda en la última década del siglo XX, una vez que la utopía colectivista quedó sepultada bajo los escombros del socialismo real. Es decir nació, no por casualidad, en la época del liberalismo triunfante, dando comienzo a esa labor de camuflaje y transformación que llega hasta hoy. La izquierda empieza entonces a interesarse por grupos cada vez más pequeños y específicos en lugar de perseguir su defensa tradicional (al menos en teoría) de los grandes colectivos de explotados.

Inicialmente (nos encontramos en el cambio de siglo, después del 11 de septiembre y durante la guerra de Irak) esta regresión hacia identidades restringidas se manifiesta en un relativismo moral que proclama el respeto igualitario de las culturas independientemente de su contenido: quiénes somos nosotros para considerarnos mejores que ellos. Evidentemente es una trampa, un pretexto más para la autoflagelación de Occidente, pero echa raíces en una sociedad en la que se insinúa un sentimiento de culpa creciente, tanto más devastador cuanto más evidentes resultan las ventajas de la sociedad abierta sobre sus alternativas pasadas, presentes y posiblemente futuras. De aquí a la segunda fase, la que vivimos actualmente, el paso es corto: la pretensión ya dogmática de reconocimiento igualitario de grupos, tradiciones y culturas da paso a la pretensión de superioridad de unos grupos sobre otros. Nacen las políticas del resentimiento, el victimismo y el chantaje moral, envueltas en el velo hipócrita del políticamente correcto. Son hijos de esta ideología la cancel culture, el feminismo militante -anticapitalista pero no antiislamista-, el neomarxismo del Black Lives Matter (BLM), el catastrofismo ambiental, los neologismos impuestos por el pensamiento «inclusivo«, el índice de los libros y de los traductores prohibidos (si eres blanco no puedes tener la sensibilidad adecuada para interpretar a un autor negro), las leyes sobre violencia de género que atentan contra el principio de presunción de inocencia. La dignidad individual, fundamento del pensamiento liberal, queda absorbida en una identidad común, colectiva, de pertenencia, y las acciones de los individuos se interpretan y se juzgan exclusivamente en función de criterios de raza, de género, de sexualidad, de religión o de creencias políticas.

En algunos contextos se desarrolla, por contraste, también en la derecha una política identitaria que incluye todas aquellas entidades ignoradas por la izquierda: religiosidad cristiana, valores tradicionales, etnicismo, nacionalismo. El magma de la identidad corrompe en primera instancia el debate público, y a continuación los mismos procesos deliberativos en los que se asienta el estado de derecho, sofocando el único sentido de pertenencia común capaz de evitar la desintegración y la fractura social, es decir los principios de la democracia liberal.

El segundo pilar de la izquierdización es la banalización del fascismo y el consiguiente uso instrumental del antifascismo. Además de ser el arma de distracción masiva más poderosa de la política contemporánea, el antifascismo alimenta hoy una verdadera industria: sobre la extrema derecha se escriben montañas de libros, se organizan conferencias y cursos de pago, se compilan listas de proscripción, se alimentan los grupos extremistas de los centros sociales necesarias para mantener a la sociedad civil en constante tensión y provocar una respuesta «represiva» (es decir «fascista«, ¿fácil, no?).

Como pude observar en un anterior artículo para Disidentia dedicado a la larga ola de ideología, la versión actual del antifascismo no pretende contrarrestar un fascismo por otra parte inexistente sino señalar todo lo que a su incuestionable juicio identifica con el fascismo, es decir, todo aquello que no se mueva al ritmo impuesto por el progresismo militante. Desde profesores universitarios que no se someten a la línea pedagógica políticamente correcta en las universidades europeas o americanas, hasta la tumba de Adam Smith incluida por las guardias rojas de BLM en un catálogo de símbolos esclavistas y colonialistas, a causa del desplazamiento del centro de gravedad ideológico hacia la izquierda todo es potencialmente susceptible de caer dentro de la definición de fascismo, reacción, populismo.

En realidad el fascismo no es un problema político del presente, no existen Estados fascistas en el panorama político internacional y la referencia explícita a la tradición autoritaria de la derecha es cosa de grupos marginales de inadaptados. Ciertamente se observan involuciones nacionalistas y populistas en algunas realidades europeas, pero detrás no hay un proyecto común, una ideología compartida y promovida de manera estratégica y coordinada con el objetivo de subvertir el orden democrático: la internacional de derecha es el fantasma que la izquierda necesita para justificar su hegemonía.

No se puede decir lo mismo en referencia al bando contrario. El comunismo y sus derivados (socialismo del siglo XXI) son sistemas aún vigentes en varios sistemas estatales y, sobre todo, ideologías que grandes sectores de la población reivindican como legítimas, asociándolas – contra toda evidencia – con la práctica democrática. Si luego analizamos los respectivos agujeros negros en el presente político, por un lado la Hungría centroeuropea de Orbán y por otro el Venezuela de los cinco millones de refugiados, la comparación resulta despiadada. Salvando las distancias, el antifascismo actual cumple en Occidente una función similar a la que le atribuía la cúpula de la República Democrática Alemana (RDA), oficialmente un mito fundacional pero en la práctica un pilar propagandístico de la dictadura ortopédica del SED y de la Stasi. Los tiempos cambian pero la mentalidad totalitaria nunca muere.

¿Por qué ha pasado?

El 23 de septiembre de 2020, durante una sesión parlamentaria, el vicepresidente del gobierno español y secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, se dirigió a la oposición del Partido Popular con estas palabras: «Nunca volveréis al gobierno de este país«. Podemos es un spin-off del chavismo, una bomba de relojería colocada expresamente para hacer estallar la España constitucional. Se trata, por lo tanto, un ejemplo paradigmático de ese proceso interno de erosión de la democracia liberal que subyace a toda mi reflexión. España, desde este punto de vista, es un observatorio privilegiado: aquí comenzó en 2004 la experiencia del zapaterismo, esa enfermedad infantil del progresismo que hoy llamaríamos woke culture y que el Partido Socialista de Pedro Sánchez está secundando por puro cálculo de poder.

Llegamos así al final de nuestro recorrido. El objetivo de la hegemonía ideológica, social y cultural es la conquista definitiva de la supremacía política: la izquierda occidental aspira a perpetuarse en el poder cerrando las puertas a la alternancia política. La retórica guerracivilista, acompañada por la continua referencia al nebuloso concepto de justicia social, a los derechos identitarios, a las prerrogativas de grupo, en contraposición a las que históricamente ha siempre considerado con desdén libertades burguesas, la insistencia en el concepto de democracia real (léase popular) frente a la formal (léase liberal), son funcionales a permear las instituciones del Estado y las diversas expresiones de la sociedad civil para transformarlas a su imagen y semejanza. Es un proceso de deterioro gradual de la calidad democrática ya visto en otras latitudes, con resultados dramáticos.

La izquierdización de Occidente pretende hacer de la democracia liberal un significante vacío, que pueda llenarse del contenido más conveniente según las circunstancias (recientemente en Italia incluso el Movimiento Cinco Estrellas de Beppe Grillo se ha definido como un partido «liberal y moderado«), mientras la esencia del liberalismo -la defensa de las prerrogativas individuales frente a la injerencia del poder público en las esferas personal, política y económica- se relega a mero interés egoísta, parodiada y vilipendiada.

Es la batalla de nuestro tiempo, es existencial, y para no perderla debemos empezar a combatirla.

Enzo Reale (Twitter@1972book)

Este artículo ha sido publicado en su versión original en http://www.atlanticoquotidiano.it/

Foto: Mika Baumeister.


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