El pasado 24 de julio se han cumplido seis años del trágico descarrilamiento y vuelco de un tren Alvia, en la curva de Angrois a la entrada de Santiago de Compostela, un suceso que desmentía plenamente las virtudes de una línea recientemente inaugurada y que se cobró la vida de 80 personas y causó heridas a de gravedad a más de un centenar de viajeros.
Si se trae aquí este recuerdo no es por una explicable piedad hacia las víctimas sino porque ese accidente y las maniobras posteriores de casi todo el mundo para echar tierra al asunto representa la peor cara de nuestras instituciones públicas y un caso que debiera avergonzarnos a todos, no ya porque se haya producido, sino, muy en especial por el espeso manto con el que se trata de encubrir la ausencia de una investigación imparcial y suficiente de los factores que llevaron al desastre. Desde el primer momento se pudo ver que existió una estrategia de comunicación destinada a culpabilizar al maquinista del tren, a presentar el accidente como una irresponsabilidad exclusiva de un personaje fácil de identificar en un ambiente de histeria colectiva y de dolor, pero al que no es sensato atribuir otras responsabilidades que necesariamente han debido de existir.
Cualquier grave accidente, en especial en un entorno tecnológico tan exigente como es el de los ferrocarriles de alta velocidad, se debe a la concatenación de una serie de causas y no es serio reducir el caso presente a un descuido del maquinista y a una curva inadecuada. La obligación de la justicia y de los responsables políticos es investigar a fondo para detectar todo lo que no se hizo de manera adecuada porque, evidentemente, la moderna tecnología ferroviaria está en condiciones de evitar ese tipo de catástrofes y cuando sucede algo como lo que pasó en Santiago no es decente conformarse con un despiste. Pues bien, esto es lo que no se ha hecho hasta la fecha.
“Para una tecnología exitosa la realidad debe prevalecer sobre las relaciones públicas, porque no se puede engañar a la Naturaleza”
Richard Feynman
Los Gobiernos, el Congreso, Renfe y Adif, que son los implicados se han conformado con encargar un estudio a una comisión de accidentes del Ministerio de Fomento que se ninguna manera puede considerarse independiente cuando está en juego la responsabilidad de las autoridades públicas de que depende ese organismo. Las instancias técnicas de la Unión Europea ya se han manifestado en ese sentido según recuerdan las víctimas del accidente: “Es extremadamente grave y dice muy poco de nuestras instituciones que aún no se haya puesto en marcha una investigación técnica independiente, tal y como ha solicitado la UE en reiteradas ocasiones, primero al gobierno del PP y después al del PSOE”, “Las víctimas y la ciudadanía merecemos saber toda la verdad. No investigar correctamente impide tomar las medidas adecuadas para evitar que hechos tan terribles puedan volver a repetirse”.
En este punto concreto me permito discrepar levemente de la argumentación de las víctimas, sobre todo porque estoy razonablemente seguro de que no se volverá a repetir un accidente similar, es decir que muy probablemente los responsables ya han corregido lo que estaba mal, en todo o en parte. Comprendo la indignación de las víctimas y me sumo a ella, pero creo que lo esencial es que tenemos derecho a saber con rigor todo lo que ocurrió, y si hay algo que se nos oculta. No es que la conducta de los responsables políticos sea de extrañar, todo el mundo tiende a escudarse frente a sus errores y a escurrir cuanto pueda el bulto, lo que es realmente grave es ver cómo ha actuado esa solidaridad de los poderosos, de los políticos, de los constructores de vías y de trenes, de los técnicos y responsables de las empresas públicas, para impedir que se conozcan de manera clara y suficiente el conjunto de factores que hicieron posible ese lamentable accidente y quién o quiénes, además del vapuleado maquinista y algún otro chivo expiatorio, han tenido responsabilidades ciertas en que algo como lo que pasó haya podido suceder.
Por eso he llevado al título de esta columna a Richard Feynman, un premio Nobel de Física que se empeñó en que los ciudadanos de los EEUU, y el mundo entero, se enterasen de la chapuza tecnológica que había sido la causa última del desastroso accidente de la NASA en 1986. Feynman, que ya estaba gravemente enfermo, fue llevado por un amigo deseoso de que las cosas se hicieran bien a la comisión que se creó para detectar la causa del estrepitoso fallo del Space Shuttle Challenger en 1986, una explosión espectacular y aparatosa que conmovió al mundo y puso en peligro los ambiciosos planes de la NASA.
Los comisionados se inclinaban a dar por válido un cierto tipo de disimulo político y Feynman se opuso firme y eficazmente a tal complacencia. En ese caso se determinó que la causa del accidente fue el fallo de una de las juntas tóricas que no habían sido diseñadas para tener una elasticidad o estanqueidad suficiente frente a determinados cambios de temperatura, pero Feynman, que demostró visualmente el fallo de las juntas, insistió también en los fallos organizacionales y en las intrigas políticas que habían llevado a que los ingenieros no hubiesen podido hacer suficientemente bien su trabajo. Sus palabras finales se han repetido muchas veces desde entonces porque expresan una verdad que trataba de ocultarse: “Para una tecnología exitosa la realidad debe prevalecer sobre las relaciones públicas, porque no se puede engañar a la Naturaleza”.
Mucho me temo que la verdad de fondo del accidente de Angrois tenga que ver con algo muy parecido a lo que Feynman denunciaba en su informe, con fallos técnicos de los que no se quiere hablar y con las prisas políticas por inaugurar el trazado antes de las elecciones que perdió el PSOE en 2011, además de por poner en marcha un tren bastante peculiar tal vez no suficientemente testado para ese tipo de trayectos. De hecho, las imágenes oficiales insistieron en que el tren se salía de la curva por exceso de velocidad, pero apenas reparaban en el efecto látigo que levantó a los vagones de las vías debido al enorme peso de las dos locomotoras de cola (el tren es un híbrido con vagones muy ligeros y cuatro locomotoras muy pesadas, dos en cabeza y dos en cola).
En España no abundan los Feynman, no tenemos un Premio Nobel en ciencias desde 1906, pero me parece todavía más evidente que no se habría dejado participar en la comisión oficial a nadie con autoridad y con independencia de criterio. Las víctimas tienen sospechas de que se trató de manipular a los comparecientes y afirman que la comisión parlamentaria se cerró en falso, por eso insisten en que “es imprescindible que se depuren todas y cada una de las responsabilidades y que se esclarezca toda la verdad y se realice la investigación técnica independiente para que se incorpore al proceso judicial”.
En estos días en que hemos comprobado la cantidad de tiempo que dedican los diputados a minucias de carácter personal para decidirse a formar o entrar en un Gobierno, no cabe sino lamentarse que los representantes de la soberanía popular hayan participado de alguna manera en maniobras de encubrimiento para ocultar toda la verdad sobre las razones por las que hubieron de perecer cerca de cien personas en el altar de las vanidades, los intereses y la imagen de unos cuantos. No tendremos otro remedio que pensar que en determinados asuntos existe un férreo consenso para evitar que los ciudadanos menores de edad puedan sobresaltarse.