Aunque parezca paradójico, los sistemas electorales que sirven para establecer quién gana y quién pierde, cada vez están más en el ojo de mira de los suspicaces, y no siempre sin razón. Convendría analizar con cierta calma cuáles son los motivos de esa sospecha, que son variados y muy distintos.

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Para empezar, se ha extendido la costumbre de que los contendientes se declaren siempre vencedores, cosa que va contra la lógica, pero no contra la política. Es muy fácil de entender: en política suele estar vigente lo que el gran sociólogo Robert K. Merton llamó el “efecto Mateo”, un fenómeno que consiste en la tendencia a que la fama, los reconocimientos y cualquier clase de bienes recaigan sobre los que ya se han visto beneficiados, de modo que se cumple lo que dice el evangelio de Mateo, que al que tiene, se le dará más, y al que no tiene que lo zurzan (como imaginarán, San Mateo XIII, 12 no lo dice exactamente así). En la política democrática como a toda elección siguen otras parece que resulta bastante reditivo hacerse el ganador, aunque ese no haya sido el caso, porque esa moral de victoria es un capital que no hay que desbaratar para la siguiente oportunidad.

Es muy frustrante, en efecto, perder unas elecciones en las que se han obtenido gran número de votos, más incluso que los obtenidos en ocasiones con victorias sonadas

Esta inaudita floración de vencedores se apoya, como es lógico, en otros factores: que la contabilidad no siempre es fácil, directa y transparente y que los resultados no dependen solo de la contabilidad sino de algo más importante todavía, el sistema institucional que determina qué se deduce de las contabilidades electorales. Ganador/perdedor es una dupla difícil de aplicar cuando la competencia no se sanciona mediante número absoluto de votos sino mediante diversos sistemas de calibrado.  Por ejemplo, en España el partido que diga haber ganado las elecciones legislativas puede no tener garantizada la presidencia del gobierno, porque los electores eligen diputados que son los que, a su vez, invisten al Presidente del Gobierno.

En los E.E.U.U. el caso es bastante similar, se puede obtener la presidencia con menos votos que el derrotado si se obtienen más votos electorales de los Estados. Muchos se escandalizan de esta anomalía (claro es que cuando no sirve para que se elija a su preferido) pero tanto en España como, sobre todo, en E.E.U.U. hay abundantes razones históricas y políticas para que el sistema sea el que es, y no sirve de mucho quejarse tras un mal resultado. La mayoría en la votación solo garantiza elegir al más votado en sistemas presidencialistas en el que se presentan varios a una elección y si no hay uno que saque mayoría absoluta (más del 50% de los votos, es decir que tendría más votos que el resto de los candidatos, incluso sumándolos), se va a una segunda vuelta para elegir el que más votos obtenga entre los dos más votados, que es lo que pasa en Francia, por ejemplo.

¿Y qué pasa si se hacen trampas? Para empezar, las trampas son inevitables cuando se contabilizan decenas de millones de votos, pero cabe pensar que se hagan en todas direcciones y no de manera masiva, de forma que, cuando no se detectan, es como si no existieran, puesto que se asume que se compensen desde el punto de vista del cómputo final. Al tiempo que al por menor son inevitables y casi indetectables, las trampas para ser masivas tendrían que estar muy bien organizadas y podrían ser detectadas y denunciadas. Lo esencial, con todo es que esas denuncias no tienen ningún valor si no son aceptadas por las autoridades electorales, a las que se supone rectitud y pluralismo ideológico, o, en su caso, tras el correspondiente proceso judicial que, como es fácil de comprender, suele ser muy exigente a la hora de las pruebas y es raro que dé la razón al bando “perdedor” salvo en el caso de que las diferencias sean muy pequeñas y se puedan detectar sin la menor duda fraudes verificables.

Desde el punto de vista político, hay otro elemento de gran interés. Existe un problema con quienes dicen no aceptar una derrota, y es que pueden llegar a ser incapaces de entender cuáles han sido las causas en la medida en que se empeñen en afirmar un fraude masivo que no se pueda validar por instancias legítimas e independientes. Es muy frustrante, en efecto, perder unas elecciones en las que se han obtenido gran número de votos, más incluso que los obtenidos en ocasiones con victorias sonadas. Antes de seguir, déjenme anotar que también es muy frecuente el caso contrario, obtener una presidencia con muchísimos menos votos de los que se obtuvo en ocasiones anteriores en los que se perdió, pero vayamos al caso de la derrota con grandísimo número de votos, con una votación histórica, incluso. Lo que se suele ignorar cuando hay empeño en reclamar una victoria que el sistema no reconoce, es que no se analice bien lo que ha pasado, que no se adviertan dos importantes factores: el primero, que se ha favorecido una gran movilización del voto adverso, se ha creado una gran coalición de perjudicados, y, en segundo lugar,  que ese fenómeno se ha producido en muy buena medida debido a errores muy de bulto en el programa político y en la campaña.

Por lo demás, si alguien se empeña en demostrar los errores del sistema, está en su derecho de intentarlo, pero no deberá olvidar que esa actitud no es la más indicada para obtener simpatías y apoyos entre los votantes más dispuestos a variar (votos de centro en España, swing vote, votos indecisos/decisivos en los E.E.U.U.), de manera que el esfuerzo inversor en una campaña de revisión o, incluso, de deslegitimación del voto, puede que tenga un doble efecto cuyo balance es discutible, enfervoriza a los muy forofos, pero tal vez desencante a votantes menos pasionales.

Es también lo que pasa, por ejemplo, cuando una mayoría parlamentaria de muy trabajosa factura, como la que existe ahora mismo en España, se crece anunciando a los excluidos que se olviden de ganar para siempre jamás, una bravata debe producir entusiasmo en las zahúrdas de Plutón (Quevedo), pero tal vez no sean el mejor estímulo para los que no duermen pensando en lo que han votado, como dijo Sánchez que haría, pero lo mismo son tan veleidosos como el mentado y se están partiendo de risa con el argumento, nunca se sabe.

Foto: Cottonbro


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web