Antes, a la jornada electoral la llamaban la fiesta de la democracia, el día en que los ciudadanos libres acudían a las urnas para elegir a sus representantes, se supone que alegres y dispuestos a ejercer responsablemente un derecho todavía inusual en demasiados países.

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Un derecho, en efecto, no un privilegio que, como todo derecho, llevaba aparejado un deber, el de reflexionar y valorar no solo el beneficio directo e inmediato del voto, sino también sus consecuencias a medio plazo, porque luego, durante cuatro años, el gobernante será intocable. Y, a partir de ahí, habrá que confiar en unos controles y contrapesos, en unos mecanismos que, sobre el papel, evitarán los abusos de poder.

George Bernard Shaw dijo que la democracia es el sistema que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que merecemos; Benjamin Franklin, que la democracia son dos lobos y una oveja votando sobre lo que se va a comer; y Winston Churchill, que el mejor argumento en contra de la democracia es mantener una conversación de pocos minutos con el votante medio. Este tipo de afirmaciones, bastante ingeniosas, tienden sin embargo a minusvalorar la democracia en tanto que cargan toda la responsabilidad sobre el votante común.

Sin embargo, en democracia se supone que, además, los partidos diseñarán los programas de forma responsable, motivados por la búsqueda del bien común. Cada uno, por supuesto, con su propia visión de cómo ese bien podrá trasladarse a la realidad, pero siempre sin desbordar los límites de la política y respetando las reglas del juego, evitando que la democracia se convierta en un medio para un fin que, de forma inexorable, termine conculcando la propia democracia desde dentro……


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¿Hacia una democracia imposible?

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