Estos días se han repetido los ecos acerca de una investigación que afirma que el nivel medio de tontería está creciendo rápidamente en los últimos años. Al parecer, el efecto Flynn, que es el nombre que se daba a una supuesta prueba del crecimiento continuo en las mediciones de la capacidad intelectual, puede estar dándose la vuelta.
Podríamos tomarnos esta clase de noticias como una tormenta de verano, y basta una pequeña zambullida en Google para comprobar que las afirmaciones de este estilo no son exclusivamente recientes, pero nunca está de más un reflexión, siquiera sea somera, sobre el alarmante alcance contemporáneo de la estupidez, y sobre las posibilidades que tengamos de combatir con éxito sus nuevas formas, aunque solo sea por el hecho indiscutible de que estamos viviendo en una época en la que se han relajado las fronteras que separaban con nitidez el conocimiento de la superchería, la verdad respetable y sujeta a examen y prueba de cualquier fake de circulación rápida.
Cipolla afirmaba que el tonto por excelencia es el que causa daño sin conseguir ningún beneficio, por oposición al malvado que causa el mal para buscar su bien particular
Carlo Cipolla hizo celebre una meditación sobre la estupidez que concluía afirmando su indiscutible peligro. Cipolla afirmaba que el tonto por excelencia es el que causa daño sin conseguir ningún beneficio, por oposición al malvado que causa el mal para buscar su bien particular. Los tontos y las tonterías tienden a asociarse y a adquirir poder, y, por tanto, capacidad de maleficio. Ahora bien, lo que parece más interesante, al menos ahora mismo, es que si los sindicatos de estúpidos, a veces no del todo mal organizados, acaban haciendo daño es precisamente porque persiguen objetivos presuntamente buenos que su tontería acaba convirtiendo en desastres. A quien persiguiera objetivos manifiestamente perversos no le llamaríamos nunca tonto, sino malvado, pero el rizo que se puede sacar de todo esto es que han de abundar los malvados que se escuden tras los bondadosos propósitos que resultan irresistibles para los tontos con el fin de obtener pingües beneficios personales del daño general: piensen, por ejemplo, en el caso de los revolucionarios con éxito que casi siempre viven espléndidamente, y protegidos por la veneración de muchas de sus víctimas, en medio de la hambruna y el caos que se apoderan para siempre de las vidas de sus supuestamente defendidos.
Cipolla advertía de que habitualmente subestimamos el potencial dañino de la gente estúpida, sin caer en la cuenta de que asociarse con individuos estúpidos constituye invariablemente un error costoso. ¿Cómo evitar esas asociaciones potencialmente tan peligrosas? Al hilo de la actualidad, creo que pueden espigarse algunos consejos de cierta utilidad al respecto. El primero tal vez sea que las tonterías tienden a ser muy populares, se extienden con inaudita rapidez. Hasta el nada tonto Ortega, por poner un ejemplo histórico, cayó en el error de considerar que la teoría einsteiniana de la relatividad tendría algo que ver con esa suposición supuestamente sabia de que “todo es relativo”, puesto que es mucho más fácil deducir consecuencias inadecuadas de algo que no se entiende que deducir consecuencias correctas de algo que se comprende bien.
Las multitudes son sospechosamente complacientes con las grandes revelaciones, con las supuestas revoluciones conceptuales, con los grandes hallazgos para explicarlo todo de manera simple e inmediata
Las multitudes son sospechosamente complacientes con las grandes revelaciones, con las supuestas revoluciones conceptuales, con los grandes hallazgos para explicarlo todo de manera simple e inmediata. De sobra está advertir que cualquier precaución al respecto siempre será poca, y en especial con aquellas afirmaciones que se parapetan tras marbetes tan respetables como “ciencia”, “democracia”, “progreso”, “derechos humanos” o “solidaridad”, verdades oraculares que siempre se ven acompañadas de otros calificativos más del momento, pero también de irrechazable aceptación.
Los tontos siempre se creen más listos que los demás, esta es una observación que, desde la antigüedad, han repetido insistentemente los pensadores más cautos, y eso hace que la multitud, en especial cuando es hábilmente manejada, tienda a sospechar de las recetas que se cuecen a sus espaldas, de las sentencias de los tribunales, por ejemplo. Como el punto fuerte de los tontos no es precisamente la lógica, cuando se critica una sentencia por no respetar, supuestamente, los sagrados principios más en boga, los derechos de las mujeres, por un decir, nadie piensa en lo que sucedería si los jueces no tuviesen en cuenta la presunción de inocencia o las garantías procesales, mojigangas que para los tontos en sazón de exigir solo son una muestra de la maldad del patriarcado, que supuestamente es la causa del caso.
Que yo recuerde, nadie me ha puesto nunca como ejemplo de persona inteligente a un taxista, porque es bien sabido que estos profesionales son víctimas del tópico contrario, y se les presenta como ”fachas”, groseros, machistas y autoritarios, para no seguir, pero ha bastado que un mandamás de Podemos se ponga al frente de los griteríos del gremio, que, además, tenían por objeto a entidades sospechosas, como “multinacional”, “tecnología” y “desregulación”, para que las muchedumbres de viejos topos revolucionarios hayan convertido al taxista en vanguardia del proletariado, y luego dirán que los españoles no somos dóciles.
Tal vez la característica más notable del que se comporta como un tonto sea su tendencia a convertirse en secuaz, a ponerse a las órdenes del listo de turno
Tal vez la característica más notable del que se comporta como un tonto sea su tendencia a convertirse en secuaz, a ponerse a las órdenes del listo de turno, a entregarle lo que le quede de criterio y de capacidad de decisión, no otra es la razón por la que los dictadores suelen acabar con un porcentaje muy alto de adherentes, sin apenas disidencia. Y el único antídoto relativamente fácil contra esa perversa tentación es el escepticismo, la capacidad de pensar por cuenta propia, el hábito de descreer y de buscarle los trucos a las verdades que se nos proponen como indiscutibles, la práctica habitual de la contradicción y la salvaguarda de la libertad de pensar que es el único modo de evitar que se nos manipule con los medios, cada vez más sofisticados, que pueden emplear los que quieran hacerse con nuestra voluntad, emplear nuestros deseos e ideales para lucrarse a nuestra costa.
Nadie puede garantizar que nunca vaya a defender causas equivocadas, o a creer en auténticas tonterías, pero si podemos intentar evitarlo, y eso se hace leyendo, no escuchando siempre a los mismos, o, simplemente, tratando de comprobar lo que se da por cierto con nuestros propios medios. Un remedio infalible contra la tontería es el análisis lógico, tratar de desmenuzar lo que se nos dice, comparar lo que se proclama con lo que se hace, y, siempre, seguir la pista del dinero, suele ser inequívoco porque es una de las pocas razones que todo el mundo entiende, aunque hay que tener cuidado porque, como decían los clásicos, el dinero no siempre huele, no siempre está dónde más parece.
Un remedio infalible contra la tontería es el análisis lógico, tratar de desmenuzar lo que se nos dice, comparar lo que se proclama con lo que se hace, y, siempre, seguir la pista del dinero
Muchos sienten un miedo comprensible a cambiar de opinión, pero debieran preocuparse de pensar que puede haber males muy superiores a eso que se tiene como fea costumbre (“cambio de chaqueta” es el insulto habitual), porque al fin no puede haber nada peor para la inteligencia humana que perecer a manos de una estupidez que se quiere adueñar del mundo y que siempre cuenta con el más poderoso aliado, con la mentira difícil de desenmascarar.
Foto Ryan McGuire