Si usted tiene más de 30 años se acordará de “Los inhumanos”, una banda valenciana que tenía una canción con el concluyente título de “Me duele la cara de ser tan guapo”. Aunque sin duda habrá gente que llevé a gala tal afirmación, será afortunadamente una minoría.
El concepto del narcisismo está muy difundido. Todo el mundo podría definir con más o menos precisión qué caracteriza a un narcisista. Es probable que se aporten descripciones como: “Alguien que se cree muy bueno”, “una persona con complejo de superioridad” o “alguien que solo habla de él”. Si pidiéramos adjetivos, en el top ten estarían: soberbio, egoísta, arrogante o altivo.
Por lo tanto, a tenor del saber popular, un narcisista sería alguien que tiene un elevado concepto de sí mismo y hace ostentación de ello. Podríamos también concluir que un narcisista pagará la factura del rechazo social, la cual asumirá sin mayor problema culpando a los demás, ya que la autocrítica no es una de sus virtudes.
La Asociación Americana de Psicología (APA por sus siglas en inglés) introdujo en el año 1968 en su manual de enfermedades mentales (DSM por sus siglas en inglés) el Trastorno de Personalidad Narcisista. Lo que vino la Asociación a decir con este reconocimiento es que aquella persona tan “especialita” que solo habla de sí misma puede que esté enferma y necesite ayuda.
La presentación del libro ‘Manual de resistencia’ ha supuesto la confirmación para muchos de que nuestro presidente padece el mal de Narciso
Hay conceptos clínicos que han sido asimilados por la sociedad y forman parte del discurso de lo cotidiano. Por ejemplo, no es raro escuchar a alguien decir: “Estoy deprimido”, “Ese es un psicópata” o “Mi pareja es bipolar”. Este trasvase desde los compendios clínicos al acervo popular lleva aparejado trivializar el mal o estigmatizar al que solo es diferente. Conviene, por tanto, tener cuidado con las etiquetas que imponemos a los demás, porque no está claro donde termina la persona “especialita” y donde empieza el enfermo.
Toda esta introducción viene a colación de un mantra repetido en los últimos días donde se tacha al presidente del gobierno de narcisista. La presentación del libro Manual de resistencia ha supuesto la confirmación para muchos de que nuestro presidente padece el mal de Narciso. No cabe duda, el estilo autobiográfico, la épica de guerrero moderno, las acciones solidarias sin precedentes, su trascendencia internacional o llevar a la categoría de “interés general” aspectos de su vida privada, retratan o, mejor dicho, autorretratan, a un personaje homérico que, como Hércules, comparte su identidad con los humanos, pero también con los dioses.
En este punto puede resultar interesante describir cómo es una persona diagnosticada con un trastorno real de personalidad narcisista y que el lector juzgue si esta misma etiqueta es aplicable a nuestro prócer. Para ello, vamos a ver qué hace Pablo, un paciente psiquiátrico con esta perturbación.
Pablo se considera especial, es egoísta y muestra muy poco o nulo interés por los otros. Solo sabe hablar de él, siempre en positivo, para llamar la atención de los demás. Esta actitud ha deteriorado significativamente su vida social y sufre el aislamiento al que le confieren los otros. Carecer de interlocutores le genera malestar puesto que no puede contar con la aprobación de su público. Por cierto, ¿le recuerda esto a los “likes” de Facebook? Seguro que sí, pero esa es otra historia que merece un análisis independiente.
Pablo se cree realmente especial, piensa que está en este mundo porque ha sido ungido por algún ente superior y por lo tanto no entiende que los demás no muestren admiración por él. Su trastorno de personalidad deviene en ocasiones en hostilidad y agresividad cuando no se ve suficientemente reforzado por los demás. Al fin y al cabo, qué sabrán ellos que viven embarrados en la mediocridad y la irrelevancia.
Cuando alguien comparte un problema con Pablo, este en seguida se lo lleva a su terreno para poder hablar de él. Los demás son solo instrumentos, vehículos, para satisfacer su necesidad de ser contemplado.
Pablo ha tenido varias parejas en su vida, fracasó con todas y, en algún caso, fue acusado de violento por alguna de ellas. Hace tiempo conoció a la que hoy es su mujer con la que mantiene una relación que algunos tildan de superficial, pero es lo que queda cuando dos narcisistas se unen. Ambos viven en una continua competición por ver quién llega más cansado a casa, quién tiene más éxito profesional o a quién le duele hoy más la cabeza. Pablo tuvo suerte de conocer a una narcisista, de lo contrario es probable que viviera solo.
Hace dos años se quedó sin trabajo y no le costó mucho encontrar otro. En la primera entrevista que hizo encandiló suficientemente al entrevistador para que se decidiera por él. Pablo sabe que su fuerte son las primeras impresiones. Las hipérboles que utiliza al hablar son, en un principio, percibidas con admiración, lo que refuerza su actitud. Sin embargo, sus compañeros, que tanta atención le prestaban al principio, han comenzado a criticarle y le valoran negativamente en las encuestas internas.
Pablo decidió acudir a un especialista cuando su jefe le pillaba una y otra vez mintiendo. No podía aceptar el fracaso en su trabajo y optaba por crearse un mundo paralelo, absolutamente distorsionado, que la realidad derribaba con facilidad. Ni siquiera era consciente de sus fabulaciones. Estas surgían de manera espontanea para poder asirse a ellas y justificar sus fracasos.
Si alguien pregunta a un compañero cómo eran sus conversaciones con Pablo, seguramente diría que eran de tres tipos, y solo tres: la adulación al que le escuchaba en ese momento, la crítica destructiva al que no estaba presente, y sus vivencias, contadas con un claro abuso de la primera persona del singular y exageradas si no falsas.
Volvamos a Pedro con su libro recién presentado.
La carrera de obstáculos a la que ha tenido que enfrentarse Pedro Sánchez para llegar a ser presidente no ha sido fácil. Poder destacar en un partido con más de 100 años de historia y unas estructuras arcaicas, a la par que rígidas, es toda una osadía. Si además le añadimos el rechazo proveniente de sus compañeros más apoltronados y la exigua, por insuficiente, representación parlamentaria, no se debería restar mérito a su trayectoria.
Hace pocos días veíamos a Cristiano Ronaldo recordando a los atléticos que él ha ganado cinco champions. Eso es indiscutible, y hay que reconocerle el valor de lo obtenido, sin criticar la ostentación pública de su bagaje que generalmente es repudiada por la sociedad.
Pedro Sánchez cuenta también con sus Champions y es muy normal que tenga un concepto de sí mismo elevado, tanto que a veces roce lo grotesco, como cuando en el libro se arroga la salvación de 630 almas que erraban por el Mediterráneo.
Más allá de su glotona autoestima, Pedro ha tenido que disponer de esta última para poder dedicarse a la política. No es posible aspirar a ser representante de los ciudadanos sin que uno tenga un elevado autoconcepto. El ciudadano, a la hora de elegir a quién vota, valora mucho el mensaje, que duda cabe, pero también la forma en que se transmite. El producto que vende un político en un mitin es él mismo y, si todo va bien, el espectador debe querer comprar lo que le han presentado.
Es posible que su frenética actividad internacional, sin precedentes en tan corto espacio de tiempo, forme parte de su querencia por el escaparatismo, que incapaz de ser satisfecha por completo localmente se haya redirigido a la expansión allende los Pirineos.
Por lo tanto, tener un ego elevado es fundamental para hacer política y no se debe penalizar al actor por ello. Ahora bien, hay un punto donde el engolamiento, sea este verbal o kinésico, se le hace bola al espectador y ahí es donde la admiración, atragantada, se descompone en descrédito.
Puede que Pedro Sánchez haya cruzado la línea roja que separa la elegancia del desagrado, pero definitivamente no ha traspasado la puerta del narcisismo para dejar a su espalda a aquel que tan solo sigue encantado de haberse conocido.
Foto: PSOE Extremadura