La lectura de un libro extraordinario La explosión de la soledad de Erik Varden (un monje noruego que es en la actualidad obispo de Troindheim) me ha traído a la memoria la expresión con la que encabezo este post. Varden se refiere a ella de pasada al analizar la obra de Andreï Makine porque su libro no es político en ningún sentido, sino que se ocupa con belleza y hondura de las cuestiones últimas de la vida humana, la memoria, la soledad, el silencio, el mal, el miedo, la esperanza, la fe y el perdón, pero en su análisis recuerda, por contraste, esa expresión, un lema irónico sobre el ideal que ha recibido lo que acaso sea el más dramático desmentido de la historia.
La expresión Homo sovieticus fue acuñada por el disidente Alexander Zinoviev y según Makine resumía las vidas de los doscientos cuarenta millones de seres humanos que vivían condenados al fatalismo, la resignación y la ausencia total de libertad. El comunismo ruso postrevolucionario sustituyó las sangrientas matanzas ligadas al origen por una administración letal del control sobre la vida de sus súbditos que borraba cuanto podía su individualidad y los confundía en una masa dócil, triste, gris y sin esperanza. Que una transformación tan brutal de una filosofía que se podía suponer liberadora, aunque no lo era en absoluto, en una dictadura terrible y castradora no haya inutilizado por completo la posibilidad de que se sigan usando proclamas comunistas es un auténtico misterio. No es solo que los hombres seamos los únicos animales que tropiezan dos veces en la misma piedra, sino que la pervivencia, aun desfigurada, de un ideal tan falsario muestra que somos casi incapaces de aprender nada.
La amenaza del comunismo, aunque en España tengamos a varios comunistas en el poder, puede considerarse, en teoría, como residual, al menos en Europa. Pero lo que no deja de crecer es la ambición de poder y de control de las administraciones, la tentación de reducirnos al estatus de delincuentes antisociales a la primera de cambio
Los pesimistas acaso piensen que las sociedades de masas tienen que ser por necesidad sociedades poco inteligentes, propensas a dejarse llevar por modas, engaños y bobadas. Puede que sea así, al menos en alguna medida, y a eso nos inclina el espectáculo cotidiano de la abundancia de comportamientos ridículos, absurdos, irracionales y contradictorios que con frecuencia se proponen como caminos de liberación y de originalidad, incluso.
Desde un punto de vista político, sin embargo, me parece que tiene mucho interés aquello que nos asimila al homo sovieticus, la tendencia a dejarnos gobernar, a creer que las políticas de los políticos puedan acercarnos, aunque sea poco a poco, al paraíso. De otro modo no es fácil explicar la mansedumbre ciudadana a la hora de aceptar normas, obligaciones, limitaciones y consejos por el mero hecho de que provienen del Estado, el que podamos creer en serio que el gobernante tiene una especie de don divino que lo convierte en un benefactor, haga lo que haga, y en un profeta, diga lo que diga.
A una gran mayoría se le escapa la diferencia que existe entre una conducta razonable, que debiera ser adoptada de manera general por sus propios méritos, con una imposición administrativa bajo amenaza, multa y hasta presidio. Quienes quieren obligarnos a hacer el bien olvidan la verdad esencial de que no hay conducta moral que no sea libre y que cualquier imposición nos reduce a la condición de esclavos que nada pueden ni tienen que decir ante las órdenes de su señor. Los modos autoritarios de gobernar intentan y con frecuencia consiguen que se borre la distinción entre lo que está bien, es lógico, conveniente y razonable por sus propias virtudes, con lo que hay que hacer porque se nos obliga a ello, por lo normal con la pretensión de que es bueno. Si recordamos lo que ha pasado con la mascarilla podremos ver con claridad lo que significa esta distinción, y el interés de los que mandan en que dejemos de tenerla en cuenta. Para ellos la mascarilla hay que llevarla porque así se manda, y no hay más que hablar, así que no rechistes homo sovieticus.
El método más común para inducir a la obediencia es el miedo, la siembra de inquietud, el temor a un futuro que se presenta como inevitable salvo que obedezcamos a pies juntillas y para fomentar ese miedo todas las profecías son valiosas. Macron acaba de asustar a los franceses con tonos casi bíblicos, les ha dicho que va a haber menos dinero, va a haber frio, va a haber calor, va a haber escasez, basta ya de vivir alegremente. Menos mal que lleva fama de liberal y de hombre de centro, porque de ser un gobernante más riguroso no se habría limitado a profetizar el fin de la abundancia sino que podría haber limitado las teóricas libertades públicas y proclamarse Empereur por el bien de la France.
Cuando un político se lanza a proclamar el desastre surgen de inmediato legiones de profetas, hasta ese momento inhibidos y silentes, que se apresuran a darle la razón, son los que anhelan prohibir, los que creen que la libertad se ha confundido con el libertinaje, los que esperan sacar ventaja del nuevo estado social disciplinario. Siempre encuentran mil razones para argumentar el prohibicionismo, aunque no caen en la cuenta de hasta qué punto esas razones puedan haberse formulado al socaire del impulso político, porque siempre hay dinero para demostrar la sabiduría y la prudencia del que manda, la necesidad de que no se pongan trabas a sus capacidades para imponer el bien.
Los autoritarismos no solo configuran un efecto macro sino que se promueven con multitud de micromandatos que se van introduciendo de continuo en la administración, por lo normal con la ayuda y el interés de las industrias tecnológicas dispuestas a generalizar los controles y las cámaras de vigilancia por doquier. Cualquiera puede seguir, no sin asombro, las informaciones de los medios de comunicación sobre los muy imaginativos métodos que la DGT, y es solo un ejemplo, es capaz de establecer para que los supuestos en que el conductor pueda ser mutado no dejen de crecer.
La amenaza del comunismo, aunque en España tengamos a varios comunistas en el poder, puede considerarse, en teoría, como residual, al menos en Europa. Pero lo que no deja de crecer es la ambición de poder y de control de las administraciones, la tentación de reducirnos al estatus de delincuentes antisociales a la primera de cambio, basta con asomarse al BOE o a los centenares de imitaciones autonómicas y municipales, para darse cuenta de la alegría con la que los que mandan nos conducen al bien por la senda estrecha del cumplimiento estricto de sus muy imaginativas disposiciones y de las cuantiosas multas que se establecen para que no haya dudas sobre la conveniencia de seguir sus piadosos consejos. En la ley de protección animal se llegan a establecer multas de 600.000 euros, que seguro se aplicarán. No se sabe qué pensar ante el monto del castigo si es que los legisladores son todos millonarios y consideran que esa cifra es una bagatela o que, tal vez mejor, no sepan que 600.000 es una cifra bastante alta, una cantidad que algunos españoles no llegan a ganar en una vida entera de trabajo.
Aunque Zinoviev ironizase, los mandos soviéticos sí decían creer en el “nuevo hombre” un individuo adaptado al colectivismo bajo la impresión de que esa era la manera mejor de practicar el altruismo y la solidaridad, la virtud cívica. Ahora no tenemos al partido y al ejército del pueblo de consuno en el poder bajo el dictado indiscutible del padrecito de turno, pero es peligroso ignorar la tendencia a la mansedumbre y a la sumisión que se cultiva bajo la supuesta virtud distributiva y equiparadora del Estado, de esa máquina que muchos suponen incapaz de hacer el mal pero que, a nada que nos descuidemos, no tiene nada que envidiar de la codicia y el sadismo de los líderes comunistas con mando en plaza.
Foto: Timon Studler.