La creencia de que es relativamente fácil manipular al público es uno de los mitos más extendidos de nuestro tiempo. En España también. Hay un vídeo de Iván Redondo, un gurú  a sueldo del Partido Socialista Español, en el que este “spin doctor” revelaba los ingredientes mágicos para manipular a la opinión pública. Estos ingredientes serían las emociones. Y las desglosaba en tres: el miedo, el rechazo y la esperanza. Su hallazgo pretendía ser sublime, así que, para mostrarse solvente ante la audiencia, Redondo añadió con indisimulada vanidad que había conocido a los principales popes en la materia de los Estados Unidos.

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“Estamos en una época de cambios… ¿o estamos en un cambio de época?”. Con esta petite phrase Redondo retomaba su exposición y se encaminaba con paso triunfal hacia la conclusión de su exposición. Para ello, recordaba la célebre frase «La economía, estúpido» (the economy, stupid), utilizada durante la campaña electoral de Bill Clinton en 1992 contra George H. W. Bush (padre), con la que ganó las elecciones presidenciales. Esta frase se popularizó exactamente como «es la economía, estúpido» y así ha quedado para los anales. Pero Iván Redondo no escogió esa cita para reconocer el mérito ajeno, sino para darle una vuelta de tuerca: no es la economía, son las emociones, ¡estúpidos! “Yo antes me emociono y luego, pienso. Primero siento y luego, decido”, sentenciaba. Su fórmula del éxito era muy fantástica, pero tan simple que podía resultar verosímil: si dominas los sentimientos de la gente, dominarás sus decisiones. Lo que viene a ser una variación de la idea de que los Me gusta de Facebook pueden convertirse en votos mediante un algoritmo.

Los tipos como Redondo existen porque son el recurso con el que los actores políticos suplen su carencia de carácter y de ideas propias. Es esa ausencia de carácter y de ideas lo que ha convertido el juego político en el territorio propicio de los vendedores de humo

Iván Redondo forma parte de esa estirpe de estrategas posmodernos que afirman que la sociedad puede ser manipulada, que existen mecanismos, no ya de largo plazo —lo que algunos llaman “imposición cultural”—, sino de acción inmediata capaces de cambiar las preferencias partidistas, de tal suerte que quienes dominen estas técnicas esotéricas pueden aupar al poder a los que contraten sus servicios. Para que resulte verosímil, esta idea de la manipulación suele vincularse a la “sociedad” como ente abstracto, para que el problema del individuo como dato desagregado, con sus diferencias, convicciones y resistencias, se desvanezca convenientemente en un ente impersonal, moldeable y fantástico, sin que nadie se percate de la dificultad que entrañaría manipular a millones de personas bastante diferentes entre sí. Apelando al ente «sociedad», aunque a título personal cada uno se considere inmune al malévolo influjo, se nos persuade de que los demás sí son fácilmente manipulables sin que veamos nada extraño en nuestra particular inmunidad: «a mí no se me puede manipular, pero a los demás sí porque son distintos».

Redondo no sólo desprecia la evidencia empírica (tiene fuertes incentivos para hacerlo), también yerra axiológicamente por cuanto no es capaz de distinguir el valor y la jerarquía de las cosas. Como explicaba Richard M. Weaver (1910-1963), cuando se afirma que la filosofía nace del asombro lo que se pone de manifiesto es que el sentimiento se antepone a la razón. Únicamente razonamos sobre cualquier asunto si con anterioridad hemos sido llevados a su esfera por un interés afectivo. Pero el sentimiento no es algo voluble, es muy consistente: determina nuestra posición frente al mundo. El sentimiento es algo profundo que se consolida en las convicciones, y difícilmente se desvanecerá por un impulso emocional.

Sucede que Redondo confunde sentimiento con sentimentalismo, y adjudica a la voluble y fugaz emoción una posición superior a las convicciones o creencias que anidan en el sentimiento, cuando en realidad son éstas las que condicionan nuestra plástica cerebral, la forma en que razonamos y tomamos decisiones no instintivas antes de ser siquiera conscientes de que las estamos tomando. El hecho de que tengamos arrebatos no significa que nos entreguemos a ellos a la hora de depositar una papeleta en la urna. Redondo parece no entender siquiera que una persona indecisa no es aquella a la que le cuesta decidirse, sino aquella a la que le cuesta exteriorizar sus decisiones. Los indecisos no deciden su voto en el último momento, simplemente descubren en el último momento la decisión que ya habían tomado. La consistencia de las elecciones humanas, aun cuando sean equivocadas o parezcan estúpidas, la expresó Antoine de Saint-Exupéry cuando dijo que el mundo entero se aparta cuando ve pasar a un hombre que sabe adónde va.

Si entrevistáramos a todos los votantes y preguntáramos uno a uno si se consideran fácilmente manipulables, es seguro que la gran mayoría respondería de forma negativa. El problema siempre serían los otros. El resultado de esta encuesta sería incompatible con su creencia de que, en efecto, la sociedad puede ser manipulada, porque si la mayoría de los sujetos que la constituyen están convencidos de ser resistentes a la manipulación, ¿cómo es posible que, a la vez, consideren fácilmente manipulable a la sociedad que ellos mismos conforman? A partir de aquí podemos perdernos en disquisiciones y preguntas sin salida: ¿soy o no soy manipulable?, ¿lo es el otro?, ¿lo somos todos?, ¿lo son los demás?

Afortunadamente no es necesario, podemos desdecir a Iván Redondo sin caer en debates cuya única forma de dilucidación sería monitorizar a cada persona por separado o someter una tras otra al polígrafo. Las personas prefieren mensajes generales sobre creencias compartidas. No cambian su voto llevados por la emotividad del momento. Lo cierto es que las llamadas a la acción emocionales que se sustentan en particularismos pueden generar rechazo. Los electores darán su voto a los candidatos que crean que se ajustan más a determinadas ideas genéricas que comparten o, en su defecto, se lo prestarán de forma interesada si les prometen ventajas y privilegios directos e inmediatos.

El trabajo del estratega consiste en lograr contactar y movilizar a los votantes afines, aquellos cuyo sentimiento (y estado de ánimo, por supuesto) coincide previamente con el mensaje o, en su defecto, averiguar quienes lo son pero todavía no han sido contactados. Esta tarea requiere un costoso, duro y sistemático trabajo de prospección que en ningún caso puede evitarse con una fórmula mágica que modifique las convicciones de los votantes a voluntad. Se puede, por supuesto, mentir, engañar, prometer proporcionar ventajas y privilegios que luego no se proporcionarán, pero eso no es moldear las mentes, eso es engañar a los votantes.

Pese a todo, diríase que la política y los políticos flotan en la ficción redondiana, braceando de forma atolondrada en un océano de sortilegios fantásticos, donde nada es lo que parece y hasta la ley de la gravedad puede ser alterada mediante la magia. A ese otro lado del espejo, dominar el relato, afirman los sumos sacerdotes, es la clave de la victoria: quien cuenta el mejor cuento gana. Curiosamente, los campeones del relato, aun con los mass media a su favor, apenas son capaces de reunir los votos suficientes para no caerse del alambre. Sus pírricas victorias son más consecuencia del demérito de los adversarios que del mérito propio. Así que, a la vista de tan pobres resultados, no cabe otra cosa que concluir que los presuntos superpoderes son decepcionantes.

Apuntaba Javier Torrox que los tipos como Redondo existen porque son el recurso con el que los actores políticos suplen su carencia de carácter y de ideas propias. Es esa ausencia de carácter y de ideas lo que ha convertido el juego político en el territorio propicio de los vendedores de humo que construyen ruidosas realidades paralelas para que la realidad permanezca muda. Lo llamativo es que los adversarios contribuyan a acrecentar el mito, dando pábulo a estos superpoderes. Quizá sea que les conviene que pensemos que no pueden vencer porque los brujos y los medios de información masivos se han conjurado contra ellos. De otra manera podríamos acabar deduciendo que son tanto o más necios que quienes pagan a un tipo como Redondo para que sea su gurú.


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