“Toda mi vida has deseado mi muerte”, reprocha Tyrion Lannister. “Sí, pero te negaste a morir”, responde su padre Tywin Lannister, quien siempre lo detestó por su deformidad, por ser un enano. Después, tras una breve pero dura conversación, Tyron matará a Tywin con dos disparos de ballesta, cometiendo así uno de los crímenes moralmente más execrables: el parricidio.
Sin embargo, en su caso, el crimen parece estar justificado, pues Tyrion es un personaje atormentado, víctima de su deformidad y del consiguiente maltrato. Ni siquiera su alta cuna le ha servido para eludir el repudio social. No solo los nobles sino también el populacho lo llama «Gnomo» o «Mediohombre», dos calificativos que sus propios hermanos utilizan en numerosas ocasiones para referirse a él.
Así pues, Tyrion, al matar a su padre, no está cometiendo un crimen: está haciendo justicia, la sagrada justicia de la víctima sobre su verdugo. Tampoco importa que instantes antes haya asesinado también a su ex amante, una prostituta que le ha traicionado. Muy al contrario, ambos asesinatos elevan al enano Tyrion sobre sí mismo, convirtiéndolo en un gigante, en un justiciero que ha saldado cuentas con la figura que encarna la opresión familiar y el repudio social: su padre.
Tyrion, al matar a su padre, no está cometiendo un crimen: está haciendo justicia, la sagrada justicia de la víctima sobre su verdugo
Para el malvado Tywin Lannister los deseos y aspiraciones personales de sus tres hijos, la búsqueda del amor, el disfrute de los placeres de la vida, el anhelo de una libertad sin ataduras, son amenazas para la perpetuación de la saga familiar. Ninguno debe pues vivir para sí mismo. Su existencia debe tener un fin que les trasciende: asegurar esa entidad mayor que es la familia.
Sin embargo, esta visión trascendente no arraiga precisamente en la nueva generación, en los hijos de Lannister, que se ven abocados por la intransigencia del padre a la depravación, el incesto y el asesinato. Actos que simbolizan la ruptura con el orden opresor y, por tanto, están justificados. Los hijos de Tywin, no son criminales, son víctimas. Incluso se diría que la violencia de Tyrion es un guiño a lo escrito en la vida real por un joven Georg Büchner en uno de sus muchos momentos de agitación: «Si en nuestra época hay algo que puede ayudarnos, ese algo es la violencia».
El espejo de nuestra era
Cada generación tiene su propio espejo. Y aunque las películas y series sean en buena medida puro divertimento, en realidad contienen claves fundamentales de nuestro pensamiento colectivo o, en su defecto, de las pulsiones de una parte relevante de la sociedad de nuestra época. Y Juego de Tronos, aunque se ambiente en un mundo viejo imaginario, se guioniza desde la perspectiva de la posmodernidad.
Los personajes malvados y crueles, que actúan sin piedad, tienen siempre disculpa porque son seres atormentados, traumatizados por un pasado que poco a poco les corroe hasta conducirlos a una extrema vulnerabilidad. El mercenario fiero e impasible, capaz de destripar a un crío sin pestañear, es en realidad una persona alienada, marcada de por vida. Otros, por el contrario, realizan el viaje inverso. Son buenos, bondadosos, han disfrutado de una infancia feliz, pero sucesivas tragedias los convertirán en personajes igualmente violentos y crueles. Sea cual sea el origen de su degradación, unos y otros encontrarán justificación a sus actos en sus padecimientos.
Los mecanismos que inspiran estos arquetipos son justamente los contrarios a aquellos que fueron la norma en el pasado, donde los personajes marcados por la desgracia tendían a la virtud, a la nobleza, a la integridad mediante el esfuerzo, la voluntad, la autosuperación. Es decir, aprovechaban las dificultades, los tropiezos para desarrollar capacidades y virtudes con las que mejorar; justo lo contrario que los actuales, que sucumben a la depravación ante la adversidad. La actitud ante la vida de la nueva generación es completamente distinta a la de la anterior.
La gran transformación
En How We Got Here: The 70’s: The Decade that Brought You Modern Life, (2000) David Frum sostiene que los individuos inmersos en las sociedades occidentales han dado un giro copernicano en la fijación de sus objetivos vitales. Cita, como ejemplo, los inmigrantes italianos que desembarcaban en 1912 en los muelles de Nueva York. Aquellos hombres y mujeres, llegados desde lugares míseros como Palermo, asumirían sin rechistar una vida llena de penalidades y sacrificios en el Nuevo Mundo para que sus descendientes gozaran de un futuro mejor. Eran sagas familiares marcadas por la penuria, el deber y la obligación. Para todos ellos, la vida era trabajo y sacrificio pero la recompensa de su esfuerzo no recaía sobre sí mismos. Curiosamente, el sentido de trascendencia que otorgaban a la familia representaba mucho más la actitud del odioso Tywin Lannister que la de sus victimizados hijos.
En 1969, millones de ciudadanos habían decidido que ya no actuarían de manera altruista, que vivirían para sí mismos e intentarían obtener de su existencia la máxima satisfacción personal
Sin embargo, apunta Frum, algo asombroso sucedería súbitamente unas décadas después. En 1969, millones de ciudadanos habían decidido que ya no actuarían de esa manera altruista, que vivirían para sí mismos e intentarían obtener de su existencia la máxima satisfacción personal. Así, no solo perdieron cualquier conexión con el pasado, sino también con el futuro. Empezaron a vivir flotando en un presente continuo, como náufragos en un mar de hedonismo.
En Europa, esta transformación comienza tras la Primera Guerra Mundial, según algunos autores bajo la influencia de las nuevas ideas de Darwin, Nietzsche, Freud, y otros. Sin embargo, el verdadero cambio se produce cuando las nuevas ideas se trasladan del papel a la vida ordinaria, cuando desbordan el entorno intelectual y permean la sociedad. En Estados Unidos este proceso cristaliza con la Guerra de Vietnam. Y en Europa, con el aparentemente fracasado Mayo del 68.
Sea como fuere, sobre los años 70 del pasado siglo Europa y Norteamérica comenzaron a renegar de su historia, de las enseñanzas de los antepasados, de hábitos y conocimientos sociales acumulados durante siglos, quebrando ese frágil proceso por el que los nuevos descubrimientos se van incorporando paulatinamente al acervo colectivo. En adelante, el Mundo Occidental se construiría partiendo de cero, despreciando la experiencia histórica, arrastrado por una especie de Adanismo que marca a fuego el mundo actual.
Hoy, el ciudadano occidental navega a la deriva, desorientado, sin nada a qué aferrarse, avergonzándose de su historia, de sus símbolos, personajes, instituciones y convicciones. El filósofo romano Cicerón lo supo ver con sorprendente antelación cuando señaló que «desconocer lo que se ha tratado en tiempos pasados es continuar siendo un niño por siempre«. Cuando la experiencia pierde su valor, no hay incentivo para adquirirla; tampoco para madurar. Solo queda disfrutar del presente, libre de cualquier responsabilidad.
La frustración como enfermedad
Bajo el influjo de esta insoportable levedad del nuevo hombre occidental surge la Cultura Terapéutica, la idea de que los individuos son emocionalmente muy vulnerables, incapaces de gestionar las malas experiencias sin recurrir a la ayuda de los expertos. A partir de ese cambio, un simple fracaso, decepción o rechazo serán los detonantes de un trauma que inhabilitará al individuo para conseguir sus objetivos vitales, su felicidad.
Antes de esta transformación, las experiencias amargas, las contrariedades, la adversidad eran entendidas como oportunidades para el aprendizaje, para la superación. Y cuando estas dificultades alcanzaban dimensiones colosales, surgía la figura del héroe, la persona capaz de vencer los terribles peligros y obstáculos y sacrificarse por los demás.
Hoy, sin embargo, la adversidad ya no es un estímulo para la autosuperación, sino para el victimismo. ¿Qué pensarían nuestros sufridos antepasados si les dijesen que, en el mundo actual, alguien puede ser víctima toda su vida porque en el colegio le llamaban gordito o gafotas? Pero no es sólo que la sociedad se haya vuelto cobarde y extremadamente blanda; también hay muchos más incentivos para convertirse en víctima que para mostrar heroísmo.
La trampa de la «felicidad»
El hombre posmoderno, al contrario que sus antepasados, no persigue la trascendencia, es mucho más hedonista, busca el placer y la satisfacción inmediatos; en una palabra, la felicidad. Y, en la mayor parte de los casos, mediante un mayor consumo de bienes y servicios. Pero es un doble error: ni la felicidad puede ser objetivo vital fundamental, ni se obtiene siempre mediante un mayor consumo ni más pertenencias.
Causa gran regocijo lograr nuestras aspiraciones pero también podemos encontrar reconfortante sobreponernos al fracaso o renunciar a la ambición desmedida para, a cambio, demostrar nuestro compromiso con quienes nos rodean
Aunque exista relación entre felicidad y nivel de bienestar material, esta conexión no es evidente ni sencilla. Cuando una sociedad es suficientemente próspera, la simple mejora material proporciona felicidad al individuo, pero más bien en el corto plazo porque las personas se habitúan con gran facilidad a una mejora material, la asimilan, dejan de valorarla. Y rápidamente buscan niveles de consumo todavía más ambiciosos. La riqueza tiene un carácter adictivo: una parte del gozo subjetivo se disipa a medida que los sujetos se acostumbran a su dosis. Y, cuando se pierde, el disgusto es muy superior al gozo de la ganancia.
Pero quizá pudiéramos paliar este padecimiento si no ensalzáramos la felicidad como el principal objetivo, como el valor supremo. Si entendemos la vida como un cúmulo de tristeza, alegría, dolor, placer… esfuerzo y compromiso; si, como nuestros antepasados, fuéramos capaces de adaptarnos a los inevitables reveses con la misma facilidad con que nos acostumbramos al triunfo.
Causa gran regocijo lograr nuestras aspiraciones pero también podemos encontrar reconfortante sobreponernos al fracaso o renunciar a la ambición desmedida para, a cambio, demostrar nuestro compromiso con quienes nos rodean. Debemos aprender que no hay que buscar la felicidad con la ansiedad y la desesperación de un niño porque ésta surge en momentos especiales, muchas veces inesperados. Es huidiza, extremadamente tímida y tiende a esconderse cuando la buscamos con ahínco. Es delicada y frágil, tanto que se desvanece si nos acomodamos, si nos acostumbramos a ella o le exigimos cada vez más.
La verdadera felicidad aparecerá probablemente si mantenemos un comportamiento coherente con nuestras propias convicciones, si entendemos que no estamos aquí sólo para gozar, sino también para dar lo mejor de nosotros. Para comprender esta realidad no hace falta ningún malvado Tywin Lannister. Mucho menos un atormentado Tyrion determinado a asesinarle para lograr un imposible.
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