El desenlace de la intervención americana en Afganistán ha permitido observar en toda su plenitud el cuajo de unos cuantos analistas que, con independencia del juicio que merezca la acción de los EEUU desde el 2001, se han apresurado a condenar el final de una intervención a la que se opusieron de manera furibunda. No todo el mundo tiene la soltura necesaria para sostener al tiempo dos ideas tan contrarias, hay quien asegura que con entrenamiento se consigue.
Es indudable que la intervención de Afganistán, una guerra que algunos consideraron “buena” por oposición a la “mala” de Irak, empezó como una acción contra los terroristas del 11-S y ha terminado pactando con los mismos talibán que fueron corridos a gorrazos en aquella fecha. Es verdad que los taliban se presentan ahora como gente de paz, por emplear un sintagma que nos suene, pero disimulan peor que nuestros etarras o exetarras, y ya han empezado a matar al por menor a la espera de poder encargarse de todo de una manera más ordenada.
No hay forma de ganar una guerra sin llegar al exterminio o la rendición del contrario, que es lo que ha sucedido por siempre en las guerras, y cómo ahora tanto en Europa como en los EEUU los electores parecen carecer de la energía moral y la determinación necesaria
Los EEUU se retiran culminando una estrategia iniciada por Obama y seguida por Trump a la que Biden ha decidido poner un final súbito. El hecho de que sea una retirada distinta a la de Vietnam, por más que haya similitudes gráficas, no logra borrar del todo la imagen de la derrota que puede considerarse desde diversos ángulos. Se vuelve a producir el fracaso de una fuerza militar muy poderosa frente a unas guerrillas decididas a no dejarse vencer. Los americanos no han tenido problemas con las armas sino con algo más grave, con la moral, con la falta de convicciones para aguantar un esfuerzo sostenido, doloroso y costoso, aunque tal vez no tanto como se dice.
Lo que me parece que merece una reflexión para quienes poco o muy poco podemos decidir en relación con este tipo de cosas es una triple realidad. En primer lugar, lo que comentaba más arriba, cómo hay personajes que piensan que lo único interesante es condenar siempre y sin matices lo que puedan hacer los EEUU, dando por descontado que sean cuales fueren los motivos que invoca esa Nación cuando interviene con sus ejércitos en cualquier lugar del mundo son falsos de toda falsedad.
En segundo lugar, dos detalles que no convendría ignorar, la evidencia de que no hay forma de ganar una guerra sin llegar al exterminio o la rendición del contrario, que es lo que ha sucedido por siempre en las guerras, y cómo ahora tanto en Europa como en los EEUU los electores parecen carecer de la energía moral y la determinación necesaria para imponer una solución militar trátese de lo que se trate.
Por último, el espectáculo que están dando determinadas especies de pacifistas y/o feministas que se oponen a las guerras, pero ahora lamentan con enormes aspavientos que abandonemos (aquí emplean el plural pese a que esa fórmula incluya a los militares norteamericanos) a las mujeres afganas, por cierto que sin apenas mencionar el abandono de hombres, ancianos y niños.
Esas tres aristas de la realidad presente nos colocan ante un horizonte muy incómodo. Existe una incompatibilidad entre hacer una guerra a ver qué pasa y hacer una guerra en serio, pero no parece que estemos en condiciones de hacer ninguna guerra de verdad y ello por dos razones muy de fondo, porque nos sentimos libres de amenaza, pese a que el terrorismo islamista haya dado muestras de que va en serio y consideran sus ataques a Occidente no como los últimos sino como los iniciales de una guerra que sí piensan librar y ganar, pero también porque nos cuesta creer que se pueda imponer la libertad por las bravas.
Además, los mismos que claman en nuestro patio por derechos inalienables, imprescriptibles e irrenunciables, son los primeros en no querer saber nada de ejércitos ni armas. Por esto, tal vez, gritan con fuerza en nuestras plazas, donde nadie les lleva la contraria y se respeta sus ideas, aunque parezcan voluntaristas y fantasiosas, pero no han pensado nunca en trasladarse a Kabul, ni a lugares menos lejanos, para empezar una catequesis desde abajo. Alguno de estos seguro que está pensando que los talibán no son malos ni peligrosos sino meras víctimas de la sociedad (occidental, por supuesto) que podrían ser liberados de sus cegueras con un poco de generosidad y ayuda humanitaria. Pena que la experiencia no les de la menor probabilidad de acertar, aunque no hay que temer que vayan a organizar unas manifas preparatorias en suelo afgano, hay un clima horroroso.
Los españoles hemos participado en esa misión de la OTAN y hemos pagado un cierto precio económico y, sobre todo, en vidas de unas docenas de militares y algún civil. No me extraña que los que han sobrevivido se pregunten sobre el sentido que ha tenido esta aventura que ahora se liquida bajo el peso de la realpolitik imperante que es la de los Estados Unidos.
Parece evidente que, dado que los conflictos en que estamos presentes abundan, hay que pensar bien en qué nos metemos y para qué sirve hacerlo, pero, sobre todo, no olvidar que una sociedad que no sabe defenderse acabará siendo atacada, derrotada y destruida, mal que les pese a esas almas bellas que cantan a la paz bajo la protección de ejércitos que ni quieren ver ni saben entender, pero que existen y les protegen. En este asunto, como en pocos, es muy cierto que la hipocresía de algunos que se tienen por progresistas es el merecido homenaje que el vicio de la cobardía le rinde a la valentía de quienes se juegan la vida por nosotros.
Foto: israel palacio.