El filósofo Epicuro (342-270 a. C.) se tiraría de los pelos al reparar en la falta de relajación en que nos movemos. Y es que, cuando tratamos de acceder a la consecución del gozo, a la obtención del placer, a la materialización del deseo, procuramos eliminar, también de manera igualmente compulsiva, y como si fuera la peste, cualquier contacto con lo que no da, creemos, ni satisfacción ni deleite alguno.
En medio de una drástica polarización de la conducta, la búsqueda del placer determina el rechazo al malestar. Y al revés. Sin embargo, y pese a los mensajes que se presentan inclusive en los medios de comunicación de masas, la beatificación del deseo (o beautyficación) no acarrea siempre y en todo momento los frutos esperados, tanto o más cuanto que comprimir la vida en la espiral de querer sinfín de deseos los convierte muchas veces en algo con menos peso que una brizna de paja.
La felicidad “tutelada”
Encerrar la existencia humana en los espacios de la mímesis encorseta. Pero, además de achicar la geografía de los deseos, los gestos sociales que se basan en la simple repetición propenden a asfixiar, a apagar la llamarada que alimenta los fuegos de nuestros anhelos más íntimos. Quizás por esto, lo que caracteriza a las sociedades colectivistas (del pasado y del presente) no es sino la ausencia de originalidad, en la medida en que sus miembros aceptan que la forma de plasmar sus gustos pasa por corear los deseos que exhiben políticos, periodistas, intelectuales, artistas, etc., entre otros agentes sociales de presión e imitación.
Afeo a los representantes de lo público que se arroguen autoridad para tutelarnos hasta en lo que tenemos que ansiar sexual, cultural o ideológicamente
Como la imaginación de cada cual anima y dirige el acto de buscar unas apetencias u otras, afeo a los representantes de lo público que se arroguen autoridad para tutelarnos hasta en lo que tenemos que ansiar sexual, cultural o ideológicamente.
A pesar de esta obviedad de Perogrullo, en la práctica las cosas no van por este derrotero. Y el hedonismo, como mercancía cultural/económica/política de primer orden, suele ser instrumentalizado en la esfera pública con el propósito de inocular en la ciudadanía el desprecio hacia el aprendizaje, hacia la ilustración y el conocimiento. Al fin y al cabo, el aprendizaje, la ilustración, el conocimiento… están asociados a experiencias no placenteras, o sea, vinculados a hábitos de conducta que requieren esfuerzo, exigen responsabilidad moral y, en suma, reclaman la superación de los problemas cotidianos.
Volcados en una felicidad “menú” –dale al niño sus caprichos para que no llore; al adolescente otro tanto, aunque no estudie; al ciudadano facilítale incluso desatinos con tal de que vote a tu partido-; volcados en una felicidad planificada desde instituciones públicas, decía; ocurre que no pocas personas, en especial el gremio de los pedagogos, juzgan innecesarias las vivencias cognitivas que nacen del trabajo y que arrancan del manejo y control de las dificultades. De ahí que penalicen el aprendizaje ya que, en su opinión, la instrucción dificulta el goce (de la pereza).
Naturalmente, tras estas imposturas se oculta una desconfianza, un miedo patológico a la decepción. Y esta fobia a la vida, con todas sus contrariedades, va a terminar por devorarnos, pues los inconvenientes, la indeterminación… igual que la maduración y la capacidad de superación son parte esencial de la psiqué humana. Y el afán de regular hasta el color de los deseos entorpece el proceso de crecimiento interior.
Esta fobia a la vida, con todas sus contrariedades, va a terminar por devorarnos
Dotar de autonomía a nuestra mente no casa con encadenarnos a una agenda determinista. Y vivir conforme los cánones de los apetitos ajenos anula la fase importantísima de la exploración que es previa al descubrimiento y que es parte fundamental de la existencia humana. Por otro lado, igual que la experiencia continua del dolor no es catártica, nunca enriquecedora, la alegría que solamente se alimenta de los júbilos de la satisfacción acaba por acarrear sufrimiento, depresión y malestar. Y no en dosis pequeñas.
Lo inteligente, en mi opinión, radica en reducir la borrachera que ocasiona ese hedonismo facilón y de cortas entendederas que con el hacha de la censura lleva años escoltando nuestras conductas. Dicho con otras palabras, la moderación de los deseos unida al afán de mejorar posee el efecto balsámico de apaciguar los niveles de ansiedad. Lo cual no es nada nuevo. Ya lo había dicho el propio Epicuro hace siglos.
En definitiva, una existencia escorada por los esfuerzos en neutralizar el esfuerzo y por paralizar la actividad creativa de los individuos conduce a una existencia tan monótona y fastidiosa como aburrida. Y sin resiliencia para adaptarnos y aprender de las situaciones adversas perdemos matices y, peor, anulamos el valor de la pluralidad.
Así que ¿por qué en sociedades abiertas y democráticas se nos teledirige hacia la estupidez? ¿Y qué motivos hay para perseguir que los ciudadanos no salgan de la cápsula de la infancia? ¿Se trata de un tic autoritario, ese que fue admitido a partir de la década de los 30 del siglo pasado o, acaso, estamos ante un episodio inquisitorial, históricamente de mayor alcance, ese que apareció de la mano de la revolución protestante cuando el intolerante Martin Lutero (1483-1546) defendió que el conocimiento, que “la razón es la mayor de las putas que tiene el diablo”?
Foto: Joshua Fuller