En la esfera de la ciudadanía, regida por el Derecho, a menudo las cosas no son lo que parecen. El ciudadano puede parecer una cosa y ser otra. Por eso el sistema es garantista y salvaguarda su inocencia. Aunque parezca culpable es inocente si no se puede demostrar su culpabilidad.
El Derecho penal asume como mal menor que un culpable quede sin sanción ante la posibilidad de que un inocente sea castigado. No podría ser de otra forma si queremos evitar la arbitrariedad jurídica propia de las tiranías. Tolerar esta potencial injusticia es necesario para el bien general. De otro modo no podríamos dormir tranquilos. Pero en el ámbito político el planteamiento debe ser diferente. Precisamente para que podamos dormir tranquilos.
Cuenta Plutarco que César admitió públicamente que no consideraba responsable de adulterio a su esposa Pompeya. Y, sin embargo, la repudió. Acto seguido añadió la famosa frase: la mujer de César no solo debe ser honesta, además debe parecerlo. La anécdota fue elevada a categoría por la pensadora Hannah Arendt cuando afirmó que en política no hay diferencia entre el ser y el parecer.
Hannah Arendt: en política no hay diferencia entre el ser y el parecer
Montesquieu consideraba que para evitar que el Estado se volviese tiránico y abusivo era necesaria la independencia de poderes. De este modo unos vigilarían y limitarían los posibles excesos de los otros. El filósofo era consciente de la perversa inercia del poder y la presunta culpabilidad de los que lo ejercen. De ahí la necesidad de su continua vigilancia.
Siguiendo la máxima de Hannah Arendt y la sugerencia de Montesquieu, si un político parece culpable y no demuestra su inocencia, es culpable. Se invierte entonces la carga de la prueba. No obstante, la culpabilidad es política, no jurídica. Esto es, debe cesar inmediatamente de su cargo. Prima de nuevo el bien general y la tranquilidad de la ciudadanía: la ejemplaridad en un político está por encima del presunto derecho a su puesto de trabajo.
La función pública es interina y debe estar motivada por un imperativo de servicio que se debe asumir sin interés personal
La política no es una profesión. La función pública es interina y debe estar motivada por un imperativo de servicio que se debe asumir sin interés personal. No debe ser objeto de condescendencia ciudadana ni conllevar privilegio alguno. La representación política es un honor; la honradez, su básica condición; y además parecerlo, ineludible exigencia. Si César fuese un ciudadano más no repudiaría a Pompeya. Pero lo hace precisamente porque es César. En innumerables debates y discursos públicos este concepto que he intentado bosquejar aquí se suele expresar con dos palabras: responsabilidad política.
En España, salvo honrosas excepciones, la responsabilidad política brilla por su ausencia. El político que no parece honrado disimula hipócritamente o se despacha con cínica desenvoltura; a veces, con irritante desenvoltura. No obstante, no dimite y sus jefes no lo cesan.
La peculiaridad de España no se debe a ningún carácter nacional sino a nuestro sistema político
Hace unos días en Reino Unido un político renunció a su cargo avergonzado por llegar unos minutos tarde al Parlamento; en Alemania hay ministros que dejan de serlo por falsificar el currículo; y en Japón, algunos incluso se suicidan si aparecen envueltos en turbios casos de malversación de fondos públicos. ¿Somos los españoles diferentes? No lo creo. En un mundo cada vez más globalizado acabamos por ser todos muy parecidos. La peculiaridad de España no se debe a ningún carácter nacional o una maldición divina, sino a nuestro sistema político.
La mayoría de los partidos nacen en la sociedad civil y se parecen mucho a un grupo de amigos que quieren cambiar las cosas. Los miembros de este amistoso grupo no son ni peores ni mejores que usted o que su vecino. Pero si se someten a la ley electoral proporcional con listas y consiguen representación parlamentaria, la cosa empieza a cambiar: el grupo recibe una generosa subvención del erario y su estructura se jerarquiza. ¿Qué significa esto? Que el partido se convierte en una empresa del Estado donde el líder es el jefe y sus antiguos amigos son los empleados. ¿Y qué quiere una empresa? Tener muchos clientes para conseguir beneficios.
Si algún empleado insiste en seguir pensando como cuando eran un grupo de amigos ―anteponiendo el bien general al de la empresa―, será expulsado y se quedará sin trabajo. Los que aprenden a ponerse de perfil o a mirar para otro lado en el momento oportuno, medrarán y mejorarán su posición.
El partido se convierte en una empresa del Estado donde el líder es el jefe y sus antiguos amigos son los empleados
La independencia de poderes podría paliar un poco esta fatal inercia, pero en España el sabio consejo de Montesquieu es continuamente desoído: el jefe de un partido controla el partido, el legislativo y el ejecutivo si tiene mayoría absoluta; y tras alguna concesión política y/o económica al jefe de otro partido, también si no la tiene. El resto de pequeños poderes se reparten ocasionalmente a través de pactos u oscuras complicidades: pocos ignoran ya que la extraordinaria cobertura mediática de Podemos fue promovida por el Partido Popular y que de tal cooperación no confesada pretendían sacar réditos electorales los dos.
El entramado político descrito produce consecuencias del todo previsible: financiaciones irregulares y prebendas de dudosa legalidad que benefician a todos serán toleradas por todos, y solo serán denunciadas públicamente por la mayoría de los políticos cuando un competente periodista o un valiente juez evidencie que son ilegalidades manifiestas.
Si los comparamos entre sí los políticos parecen muy diferentes; pero si comparamos a todos ellos con el resto de ciudadanos, son muy parecidos. El sistema de partidos combinado con el desprecio a Montesquieu, malformación política presente desde la Transición, actúa como un filtro inverso que deja fuera del poder a los mejores. Los políticos se convierten en una clase privilegiada desligada de una sociedad civil cada vez más alienada, explotada y desorientada.
No es la escasa ética del político de turno o la fatal inmoralidad congénita del partido el motor de la perversión, sino el sistema mismo
No es la escasa ética del político de turno o la fatal inmoralidad congénita de uno u otro partido el motor de la perversión, sino el sistema mismo. Desde un inmerecido ostracismo mediático Antonio García Trevijano, inagotable pensador de la política, lleva clamando durante décadas esta elemental verdad: allí donde impera la partidocracia se producen semejantes consecuencias.
Ante este estado de cosas muchos ciudadanos siguen votando a su partido pensando que la corrupción es cosa de cuatro garbanzos negros. Otros piensan que los corruptos son siempre los del otro partido y esperan, como se espera a Godot, a las siguientes elecciones. Mientras tanto, lámpara en mano como Diógenes, algunos seguimos buscando al verdadero hombre… político.
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